MADRID MEDIEVAL               

INTRODUCCIÓN

Mucho se ha hablado de Madrid y de su pasado casi mítico y fabuloso. Incluso cronistas hubo que afirmaron que se fundó poco después del Diluvio Universal.

El origen es mucho más modesto. Fue en las últimas décadas del siglo IX, en una fecha comprendida entre los años 854 y 886, cuando el primer enamorado de estas tierras, Muhammad ibn Abd al-Rahmán, hijo de Abderramán II y quinto emir independiente de Córdoba, conocido como Mohamed I, mandó edificar una torre-atalaya militar en lo alto de la colina que hoy ocupa el Palacio Real. Luego, el mismo emir ordenaría la construcción de un alcázar o castillo para el caiz y de la almudena o ciudadela amurallada a sus pies. Ocupaba poco más del espacio que en la actualidad contiene el Palacio y la catedral de la Almudena. En torno a esta ciudadela crecería después un apretujado caserío formando una verdadera medina o ciudad. Ese era el Mayrit —pronunciado Madjrit— árabe, que los cristianos llamaban Magerit. Alfonso VI, conquistador de Madrid

El 9 de noviembre de 1085 entraba Alfonso VI en la ciudad y la tomaba para los cristianos. Según la tradición, una parte de la muralla se derrumbó al paso del rey y apareció milagrosamente una imagen de la Virgen que, tomando el nombre de la ciudadela amurallada —Ntra. Señora de la Almudena—, se convertiría en la patrona de Madrid.

Ese día, en cambio, muchos madrileños —árabes— lloraron al tener que abandonar la ciudad. Algunos se quedaron y se convirtieron en mudéjares, conformándose con el traslado forzoso a una zona especial de aislamiento, la Morería, que aún mantiene su complicado urbanismo de callejuelas estrechas y retorcidas y plazuelas recoletas.

En el siglo XII los cristianos construyeron una nueva muralla que encerraba los arrabales árabes —la medina—, con cinco puertas: de la Vega, Moros, Cerrada, Guadalajara (en la calle Mayor) y Valnadú (junto al Teatro Real).

El Madrid cristiano era el de las parroquias, algunas con pasado de mezquita. En el Fuero concedido a la ciudad en 1202 se citan las de Santa María, San Andrés, San Justo, San Salvador, San Miguel de los Octoes, Santiago, San Juan, San Nicolás, San Pedro, San Miguel de la Sagra y, fuera de las murallas, el convento de San Martín, también parroquia. Sólo San Nicolás y San Pedro el Viejo conservan las antiguas torres mudéjares y sus campanarios nos mandan los mismos mensajes tañidos en el aire que antaño. Batalla de las Navas de Tolosa

Después de la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, Madrid se alejó definitivamente de las áreas fronterizas, siempre proclives al enfrentamiento armado, e inició una etapa de crecimiento extramuros, creándose núcleos de población generalmente en torno a conventos o ermitas. Surgieron así los arrabales de San Martín, San Ginés y Santa Cruz.

En tiempo de los Reyes Católicos, Madrid siguió su progresión imparable y fue necesario crear nuevos barrios, como el de San Millán, en la actual zona de La Latina; en el camino de los Jerónimos y en las cercanías de los conventos de Santo Domingo y de San Francisco. Y también una cerca que los englobara.

Estaba ya así configurado el Madrid medieval, casi a punto de ser la futura capital de los Austrias.

De este Madrid quedan algunos restos —más bien despojos— y, sobre todo, su biografía escrita: el Fuero de Madrid de 1202, Libros de Actas del Concejo y lo que escribieron sus afamados cronistas.



UNA HISTORIA MILENARIA

LOS ANTECEDENTES IMPOSIBLES DE MADRID

Cuando Felipe II otorgó la capitalidad de sus reinos a Madrid en el año 1561, en detrimento de otras ciudades castellanas con mayor solera y pujanza, surgió la necesidad de volverse al pasado de la ciudad, adornándolo y glorificándolo para hacerlo digno al nuevo rango. Aparecieron entonces, durante los siglos XVI y XVII, los primeros cronistas de la Villa: López de Hoyos, Gil González Dávila, Jerónimo de Quintana, Antonio León Pinelo, Núñez de Castro, Vera Tarssis ..., que con la mejor buena fe y la fantasía más desbordada, apoyándose en testimonios tan remotos como los de los griegos Apolodoro de Damasco y Diodoro Sículo, y aún más antiguos, incluso en las cartas geográficas de Tolomeo, despreciaron la verdadera y hoy incuestionable fundación árabe —todavía muchos libros actuales incurren en los mismos errores— y, sacando conclusiones harto peregrinas, fabricaron un origen antiquísimo, casi mítico y fabuloso.

Los defensores de este pasado madrileño anterior al islámico sostienen la imposible y falsa identificación de Madrid con la antigua Mantua —mejor sería relacionarla con Talamanca o Villamanta—, que dicen —según absurdas conjeturas— fue fundada por el príncipe Ocno Bianor, hijo de Tiberio, rey de Etruria, y que puso el nombre en memoria de su madre, la adivina Manto. El adjetivo añadido de Carpentana o Carpetana, para distinguirla de su homónima italiana, se debía a que estaba situada en la región carpeta, cuya capital era Ocaña y se extendía, de norte a mediodía, desde Somosierra a los campos de Montiel y sierra de Alcaraz.

Según esto, la fundación de Madrid precedió en diez o más siglos a la de Roma y —la fantasía se dispara— se verificó en los primeros tiempos de la población de España, ¡poco después —según algunos— del Diluvio Universal! También se asegura que vino a predicarle el mismísimo apóstol Santiago y que vio nacer dentro de sus muros a San Melquiades y San Dámaso, pontífices, y morir en el martirio a San Ginés.


Península Ibérica según Ptolomeo en el siglo II

No menos ingenuos y simplones son los demás relatos con que engalanan nuestros cronistas la cuna de la pretendida Mantua. Alegan algunos probar —con muy poca lógica— su origen griego por el espantoso y fiero dragón o culebra que se hallaba esculpida en una de las puertas de las murallas de la Villa, la llamada Cerrada, por ser el dragón el emblema que usaban los griegos en sus banderas y que dejaban como blasón en las ciudades que edificaban (se desconocía entonces que esta puerta pertenecía a una muralla posterior, construida tras la conquista de Madrid por los cristianos). Otros, por unas láminas metálicas supuestamente encontradas bajo los cimientos de otra de las puertas, la de Santa María, y que contenían al parecer unas inscripciones caldeas, aventuraron que la fundación la realizó nada menos que Nabucodonosor, rey de Babilonia.

Hay asimismo narraciones que atestiguan un cambio de nombre durante la época romana, aunque no se ponen de acuerdo: bien, Ursaria, por los muchos osos que abundaban en su término, o Maioritum, por haber sido agrandada la antigua Mantua.

Antonio de Nebrija y antes fray Francisco de Benavides escriben sobre la antigüedad de Madrid, indicando que era uno de los mejores lugares de los pueblos carpetanos, y que por eso se llamaba Carpentana Mantua, que es lo mismo que decir "cabeza o metrópoli de los pueblos carpetanos".

También existen cronistas que abandonan la idea de la mítica Mantua y optan por asegurar que Madrid tuvo su origen en Miacum, un acuartelamiento militar romano en el llamado itinerario de Antonino.

Unos y otros, deseosos de dar a Madrid un pasado fabuloso, yerran una y mil veces, reinventándose la historia. Madrid nunca tuvo ese origen, ni siquiera visigodo; Madrid —de ello nos debemos sentir orgullosos— nació andalusí, bajo la égida de una de las fuerzas y culturas más poderosas de la Edad Media: el Islam.
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LOS ANTECEDENTES REALES

Los defensores de un pasado madrileño anterior a los árabes se tienen que limitar a las teorías y a las fantasías, ya que las únicas fuentes documentadas escritas parten de un Madrid islámico. Para remontarse en el tiempo hay que recurrir a la arqueología, tremendamente difícil al superponerse unas construcciones a otras —la enorme mole del Palacio Real ocupa buena parte de la ciudad histórica—, y se obtienen siempre resultados negativos: los restos más antiguos encontrados corresponden a la cultura árabe. En la última y discutida remodelación de la plaza de Oriente, finalizada en 1997, se perdió posiblemente la ocasión de hacer unos más profundos y serios estudios arqueológicos de la zona; aunque lo aparentemente en ella hallado no va más allá del Madrid de los Austrias —la llamada Casa del Tesoro— y, de nuevo, restos —muy escasos— musulmanes. Ni siquiera apareció el más mínimo indicio —rarísimo, según varios historiadores— de las antiguas murallas. Todo hace sospechar que quizá algún hallazgo se ocultó para que no se paralizaran las obras. Por el contrario, en las excavaciones para la construcción del Museo de Colecciones Reales, junto a la catedral de la Almudena, sí se encontró una parte de la muralla cristiana del siglo XII, que se puede contemplar integrada en el conjunto, y restos del antiguo Alcázar.

Las excavaciones realizadas en el resto de la ciudad, siempre por motivos de edificación o urbanísticos, han vuelto a reiterar y a demostrar lo ya incuestionable, que Madrid fue una fundación islámica. Han aparecido —hay que decirlo— algunos materiales anteriores (piezas de mosaico romano o una lápida visigoda) que no constituyen en sí garantía de poblamiento en otras épocas, ya que seguramente fueron objetos traídos posteriormente.

La aparición de numerosos fósiles de animales antediluvianos —ya existen noticias de la aparición de un enorme mastodonte al excavar el foso de las murallas— sólo demuestra que este paraje era frecuentado por manadas que acudían a beber el agua del Manzanares.


Restos encontrados en Madrid y alrededores

Muy cerca del casco histórico, en la actual Puerta del Ángel, así como en la Casa de Campo, Villaverde, Carabanchel y Barajas, han aparecido restos de villas romanas, algunas muy bellamente decoradas, incluso con baños y piscinas, que nos indican que los campos alrededor del Manzanares tuvieron algunos asentamientos rurales —nunca núcleos urbanos— y estuvieron cultivados. En la época visigoda, estos escasos asentamientos (quinterías de labriegos y chozas de pastores y cazadores) debieron de persistir; aunque al ser la zona paso obligado en el siglo IX tanto de los ejércitos musulmanes como cristianos en sus continuas razzias, es muy posible que quedaran reducidas al mínimo y que las gentes se refugiaran en las poblaciones cercanas de Alcalá y Talamanca. Por un documento conservado en la catedral de Toledo sabemos de la existencia de una ermita en los alrededores, en la que se veneraba una imagen de Ntra. Señora que luego la leyenda convierte en la Virgen de Atocha. También parece posible que existiera otra ermita con la imagen de la luego conocida como Ntra. Sra. de la Almudena, que la tradición dice que fue escondida en la muralla árabe y luego milagrosamente encontrada, en el año 1085, por las tropas cristianas que conquistaron la ciudad.

Un caso muy distinto en cuanto a excavaciones arqueológicas es el de las tierras próximas a la Villa, concretamente las terrazas del Manzanares, donde hay innumerables restos del Paleolítico —acaso el más importante yacimiento de Europa— y del Neolítico, que dan buena prueba de nuestro rico pasado prehistórico.

El ingeniero don Casiano del Prado, que en el año 1862 descubrió el yacimiento paleolítico musteriense del cerro de San Isidro, inició la larga serie de investigaciones y hallazgos arqueológicos, entre el Jarama y el Manzanares, que constatan que aquí hubo una población —en este caso numerosa— nómada o seminómada desde tiempos remotos, posiblemente desde el Paleolítico Inferior, hace 400.000 a 100.000 años.

Se han encontrado gran cantidad de osamentas de elefantes, rinocerontes, mastodontes y después, en yacimientos del Neolítico y posteriores, animales domésticos, ciervos enormes, cabras, caballos salvajes, toros abisontados y osos; también muestras del trabajo humano de todos los períodos, escaseando los de la Edad del Hierro. Todo ello se puede contemplar y estudiar en el Museo de San Isidro, en la plaza de San Andrés.
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EL MADRID ÁRABE

LA FUNDACIÓN DE MAYRIT

En las últimas décadas del siglo IX, en una fecha comprendida entre los años 854 y 886, Muhammad ibn Abd al-Rahmán, hijo de Abderramán II y quinto emir independiente de Córdoba, más conocido por Muhammad I o Mohamed I, aprovechando la victoria junto al río Guadalete sobre las tropas cristianas de Ordoño I, mandó edificar una fortaleza en la población visigoda de Talamanca del Jarama y otras más en terreno despoblado, entre las que se encontraba Mayrit, embrión del futuro Madrid. Todas ellas se encontraban en tierras fronterizas, de nadie, entre los territorios cristiano y árabe, en lo que entonces se conocía como la Marca Media, y sirvieron para contener el empuje de las tropas castellanas y leonesas hacia al-Andalus.


Muhammad I, fundador de Madrid

Mayrit o Magerit —de las dos maneras aparece en los documentos antiguos— no tuvo al principio carácter pleno de ciudad, ya que era sólo una torre-atalaya, militar, desde la que observar los movimientos de las huestes cristianas que se dirigían al sur, atravesando la sierra de Guadarrama por los puertos naturales de La Fuenfría, Tablada y Somosierra. Luego, el mismo emir Muhammad I ordenaría construir en lo alto de la colina —ocupada hoy por el Palacio Real— el alcázar (castillo) para el caid o gobernador y la almudayna (ciudadela o alcazaba amurallada) a sus pies, donde residían al principio los guerreros que lo defendían, personal de administración y servicio y sus familias.

Parece ser que Muhammad I no sólo fundó Madrid para controlar a los cristianos, también lo hizo para vigilar a la cercana Toledo y a su población, predominantemente mozárabe, en continua rebeldía con Córdoba, cuyos enfrentamientos no se solucionarían hasta tiempos de Abderramán III, coincidiendo con la verdadera repoblación civil de Madrid (campesinos, mercaderes, artesanos...), desbordándose el recinto amurallado y formándose en los arrabales, extramuros, una verdadera medina o ciudad.


Sector central de la Marca Media en el siglo X

Así fue y no de otra manera la fundación de Madrid, un Mayrit ya incuestionablemente islámico, que no pudo erigirse en mejor sitio —Muhammad I sabía lo que hacía—, pues tenía, además de sus ventajas estratégicas y militares, todas las condiciones geográficas óptimas que según Ibn Jaldún, historiador musulmán del siglo XIV, debían reunir los emplazamientos de las ciudades, que de esto eran unos verdaderos genios los árabes: en lo alto de una colina, perfectamente defendible por las grandes vaguadas que la rodeaban y por el añadido de las murallas; muy cerca de un río, el Manzanares (entonces era llamado Guadarrama), pero a la suficiente distancia también para que no causase problemas de salubridad, y con agua en abundancia de arroyos (el del Arenal y el que circulaba por la actual calle de Segovia, conocido este último después como de San Pedro); con gran cantidad de pastos y bosques, que proporcionaban madera para la construcción, leña y comida para el ganado; rodeada de tierras fértiles, cultivables, para alimentar a la población, y cerca de la sierra, la de Guadarrama, que administraba frescos vientos del norte para limpiar el ambiente de aires contaminados.


Mayrit (854-886)

Así era y sigue siendo Madrid, un legado andalusí, cuya impronta se mantiene en la toponimia, en el nombre de nuestra Patrona (Almudena) y en nuestro carácter: alegre, amable, generoso y refinado.
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ORIGEN DE LA PALABRA "MADRID"

Diversos han sido los nombres que desde antiguo los cronistas y algunos estudiosos han querido dar a Madrid, explicándonos su procedencia: Mantua, Miacum, Viseria, Ursaria, Maioritum, Mageridum, Magritum, Matritum, Majoridum, Mageriacum, Mageritan, Matricem, Magerito, Majaderit, Maxerit, Matrid... Algunos son fruto de disparatada e ingenua fantasía, intentando demostrar la existencia de un Madrid griego, romano o visigodo, y otros son el resultado de la latinización y luego vulgarización —también con muchas invenciones— del verdadero nombre, el árabe, que no es otro que Mayrit, y luego, castellanizado, Magerit.

Antiguos autores pretenden demostrar el origen del nombre Magerit en un posible Maioritum romano; pero Juan Antonio Pellicer, en 1791, en el libro "Discurso sobre las antigüedades de Madrid y origen de sus parroquias", lo considera como el primer nombre, el fundacional, y forma su árbol de evolución: Magerit, Mageriacum, Mageridam, Mageritum, Madritum, Maieritum, Maioritum, Maiedrit, Maidrit, Madrit y Madrit.

Más modernamente, don Ramón Menéndez Pidal, en 1945, en un artículo, "La etimología de Madrid y la antigua Carpetonia", escrito en la "Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid", nº 51, explica que Madrid se deriva de Magerito, sustantivo ritu (puente, vado) y adjetivo mageto (grande), ambos vocablos celtas.

En el nº 53 de la misma revista, en 1946, don Manuel Gómez Moreno expone que el nombre de Madrid viene de Majaderit, Magerit o Maxerit, equivalente a majadal más el sufijo "it" (lugar de). Sería, por tanto, lugar del majadal la traducción.


Construcción de la muralla árabe

Para Jaime Oliver Asín —así lo detalla en 1954, en un trabajo patrocinado por el Instituto Miguel Asín del Consejo Superior de Investigaciones Científicas— Matrice ha sido el primer nombre de la Villa, un Madrid premusulmán, y que hacía alusión al arroyo (madre, madre de aguas, matriz de aguas) que corría por el vallejo que actualmente es la calle de Segovia. Este nombre primitivo —según Oliver Asín— debió, con la invasión islámica, cambiar a Mayrit, formado por la palabra árabe mayra (madre, matriz) y el sufijo iberorrománico "it".

Investigaciones más recientes y sistemáticas han venido a demostrar que Mayrit fue el verdadero nombre fundacional, el que le pusieron los árabes, que parece tiene un significado ligado a los excelentes recursos hídricos de la Villa, sus canales o vías de agua (Mayrat) tan abundantes en aquel Madrid musulmán.

Con el tiempo, Mayrit iría evolucionando fonéticamente a Magerit, Matrit —del que se deriva el gentilicio "matritense"—, Madrit hasta el siglo XIV y, finalmente, Madrid.
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EL CASTILLO MORO

Como bastión poderoso del Mayrit musulmán, perfectamente integrado en la ciudadela o almudayna amurallada, se levantaba, ocupando parte del actual Palacio Real, el castillo o alcazaba moro (el Alcázar), que desempeñó tanto con los árabes como después con los cristianos una importante función militar, estratégica y defensiva.

Madrid ,castillo famoso
que al rey moro alivia el miedo...

                Nicolás Fernández de Moratín

Mandado construir como el resto de la ciudad por Muhammad I, en una fecha incierta entre los años 854 y 886, apenas sabemos nada de él por su continua evolución posterior: fue ampliado y reformado por los monarcas castellanos —Pedro I ya vivió allí durante largas temporadas— tuvo multitud de transformaciones y nuevas construcciones con los Austrias, que lo tomaron como residencia oficial, y final y lamentablemente sucumbió en un incendio a principios del siglo XVIII.

Sí nos podemos imaginar que tal vez fuera, como otros muchos alcázares islámicos, de planta cuadrada y con un gran patio central, en torno al cual se articularían todas las dependencias. También es casi seguro que las murallas y el castillo —de él partían y, tras rodear la almudayna, a él retornaban— formaban un todo homogéneo, realizado con los mismos materiales, fortísimos, ya que aguantaron todos los intentos sucesivos de asalto.


Así pudo ser Madrd (Mayrit) en el siglo X

Como fortaleza importante en el sistema defensivo de la Marca Media, Mayrit (Madrid) tenía su propio caid (gobernador) o alcaide, nombrado directamente por el emir de Córdoba y siempre perteneciente a familias muy influyentes de aquella ciudad. Este alcaide, que residía en el castillo, asumía tanto el poder civil de gobierno de la ciudad como el militar sobre las tropas allí acantonadas.

Parece también obligado pensar que dentro del castillo hubiera un pequeño recinto para el servicio religioso, ya que la mezquita principal de la almudayna, la luego en período cristiano consagrada como iglesia de Santa María (estaba en la esquina de Mayor con Bailén y desapareció en 1868), fue construida posteriormente.
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LA ALMUDAYNA

El primitivo Madrid, el Mayrit musulmán, constituido por el castillo y en torno suyo la pequeña ciudadela amurallada —la almudayna—, ocupaba, rodeado de barrancos, la elevada colina que emerge entre el valle del río Manzanares, la profunda cuenca de la hoy calle de Segovia y el antiguo arroyo del Arenal, poco más del espacio que actualmente contiene el Palacio Real y la catedral de la Almudena.

Se calcula que la almudayna pudo tener una extensión de ocho a nueve hectáreas y que siete de ellas estaban edificadas, por lo que se supone, comparándola con otras ciudades de al-Andalus, que tuviera una población de 2.000 habitantes, la mayoría relacionados al principio con la vida militar: guerreros, guardia y servicio del caid o alcaide, personal de gobierno y administración, mozos de cuadra, carpinteros, herreros, guarnicioneros..., también algunos labradores para procurar el abastecimiento y, naturalmente, las familias de todos ellos. Después, poco a poco, se iría repoblando con más gente —artesanos, mercaderes y campesinos— que pronto rebasaron las murallas y formaron arrabales extramuros. Quedó así constituido Mayrit como una verdadera medina —ciudad— y la almudayna, con el baluarte del castillo, como una alcazaba o fortificación militar interior.


Mayrit en el siglo X

Como cualquier otra población árabe de aquellos tiempos, la almudayna tenía un caserío apretujado y laberíntico, con callejuelas estrechas y tortuosas, muchas de ellas sin salida —los típicos adarves que morían al pie de las murallas— y sin espacios abiertos o plazuelas; sólo había una junto a la mezquita mayor, donde se instalaba un zoco o mercado, y otras —posiblemente— junto a las puertas que se abrían en la muralla.

La mezquita mayor o principal —luego se erigirían algunas más en los arrabales— que debía tener trazas similares a las de otras que se han conservado de la época califal, andando el tiempo, tras la conquista de la ciudad por Alfonso VI, fue purificada y convertida en templo cristiano dedicado a Santa María. En su emplazamiento primitivo, la esquina de las actuales calles de Bailén y Mayor, frente a Capitanía General, se mantuvo esta iglesia, después de las naturales y numerosas reformas y reconstrucciones, hasta 1868, año en que desgraciadamente sucumbió a la piqueta.
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LA MURALLA ÁRABE DE LA ALMUDAYNA

Al estudiar el trazado de la muralla que bordeaba la almudayna, resulta sorprendente comprobar su perfecta adaptación a lo abrupto del terreno, lleno de barrancos, de aquel Madrid primitivo, el Mayrit árabe. Arrancaba del ángulo sudoeste del castillo y bajaba, por un derrumbadero, hasta la primera de las puertas, la de la Vega, situada en lo alto de la cuesta del mismo nombre, frente a la hornacina donde se venera una imagen de la Virgen de la Almudena. A esta parte pertenece el fragmento descubierto entre 1999 y 2000, junto a la catedral de la Almudena, en las obras de construcción del Museo de las Colecciones Reales. A continuación estaba el trozo de lienzo que puede contemplarse en la plaza de Mohamed I, descubierto en 1953 al derribar el palacio de Malpica, y que se precipitaba al barranco del Pozacho —la actual calle de Segovia—, por donde discurría un arroyo que luego los cristianos llamaron de San Pedro.

Por aquella zona del Pozacho se dice que había una torre, la mítica y famosa de Narigües, convertida en símbolo de nuestro pasado islámico, que servía de defensa —al parecer— de unas fuentes luego conocidas como de los Caños Viejos y también de atalaya, y de la que no se ha encontrado ningún resto. Su nombre parece que se deriva del árabe narchis (narciso), y hay dudas sobre si se trataba de una torre albarrana, totalmente exterior, o unida a la muralla mediante una avanzadilla o coracha.

Tras pasar por debajo del actual Viaducto, formando un ángulo, la muralla atravesaba el solar que ahora ocupa Capitanía General y llegaba hasta la segunda de las puertas, la luego llamada por los cristianos Arco de Santa María, situada en la hoy confluencia de las calles Mayor y del Sacramento. El nombre dado por los cristianos se debe a la proximidad de la mezquita, después iglesia, que fue puesta bajo la advocación de Ntra. Señora.


La Almudayna sobre un plano actual

Desde esta segunda puerta, torciendo en ángulo recto, subía la muralla por la ahora calle del Factor hasta alcanzar el altozano de Rebeque, la parte más alta del Madrid islámico, para luego descender suavemente hasta la zona de la plaza de Oriente. Aquí es difícil precisar el recorrido; es muy posible que atravesara el terreno de los actuales jardines para luego doblar en dirección al castillo, soldándose con él en un punto indeterminado, probablemente en su ángulo sudeste. Por esta parte, en un sitio desconocido, se abría la tercera y última de las puertas, la de la Sagra, de la que apenas se sabe nada. También por los alrededores se dice que existía otra torre, albarrana, la de Gaona, cerca de las fuentes conocidas como Caños del Peral.

Esta muralla islámica de Madrid, de unos dos y medio metros de ancha, posiblemente almenada, fue construida con grandes bloques de pedernal, dispuestos en hiladas a soga y tizón, con torres cuadradas que se alternaban a lo largo del lienzo y que servían para darle mayor consistencia y para facilitar la defensa. El pedernal es un tipo de piedra muy brillante que reluce con el sol y que produce chispas cuando algo choca con él, como pudieran ser las flechas de los diversos atacantes de la ciudad. Esto, unido a la riqueza en agua del subsuelo, dieron lugar a la leyenda:

“Fui sobre agua edificada,
mis muros de fuego son”

Además de las tres puertas importantes, la muralla tenía una serie de portillos, mucho más pequeños y operativos, y aberturas para dar salida a las numerosas vías de agua naturales y residuales.
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LAS PUERTAS DE LA MURALLA ÁRABE

La puerta de la Vega, que perteneció también a la segunda muralla de Madrid, la luego construida por los cristianos, estaba en lo alto de la Cuesta de la Vega, frente a la hornacina donde se venera una imagen de la Virgen de la Almudena, y allí se conservan los cimientos —muy destruidos y apenas visibles— y parte del torreón derecho. Orientada al sudoeste, debía ser muy parecida a la conservada puerta toledana de la Bisagra, y de ella partían los caminos a Segovia y Toledo. Relatos antiguos la describen de grandes dimensiones, formada por un gran arco y flanqueada por dos gruesos torreones. En cambio, Jerónimo de Quintana nos dice, en 1629, que era muy angosta de entrada y se abría bajo una fuerte torre caballera. Y continúa asegurando que por unas escaleras laterales se podía subir a dos estancias, y que en una de ella, por un gran agujero, se dejaba caer una fuerte pesa de hierro en caso de ataque de los enemigos. También informa que las puertas eran robustas, guarnecidas con planchas de hierro y con muy fuerte clavazón.

En 1708 se construyó una nueva puerta, más arriba que la anterior, frente a la desaparecida casa-palacio de Benavente. Se trataba de un arco grande con dos postigos laterales, y sobre el central un altillo con las imágenes de Ntra. Sra. de la Almudena y de la Virgen de Madrid. Fue derribada en 1820 y sustituida por un portillo, que igualmente desapareció a finales del siglo XIX.


La segunda de las puertas de la Vega

La puerta de Santa María, orientada al este y situada al lado de la mezquita, en el punto de unión de las actuales calles Mayor y del Sacramento, no era llamada así en tiempos árabes. El nombre con el que la conocemos se debe a que los cristianos, al conquistar Madrid, convirtieron la mezquita en iglesia dedicada a la Virgen María. De ella partía el camino a Alcalá y Talamanca. En 1569, López de Hoyos afirma que era una torre caballera fortísima de pedernal. En 1833, Mesonero Romanos apunta que tal vez fuera abatida en 1572, con ocasión de la entrada a Madrid de la cuarta esposa de Felipe II, doña Ana de Austria, porque estorbaba para el desfile y actos festivos organizados en el recibimiento.

De la puerta de la Sagra no se sabe nada, ni siquiera su emplazamiento, que debía estar cerca del punto de unión de la muralla con el castillo, quizá por algún lugar de la actual plaza de Oriente. Sí se supone que era una puerta de salida a zonas eminentemente rurales.
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LOS RESTOS DE LA MURALLA ÁRABE

Al final de la calle Mayor y en lo alto de la Cuesta de la Vega, frente a la cripta de la catedral de la Almudena, se encuentra, en el espacio convertido en plaza de Mohamed I, el mayor fragmento visible de la muralla del siglo IX, la que rodeaba la almudayna árabe, y que es el más antiguo monumento de Madrid. Aunque la existencia de este trozo de muralla ya se intuía y de él hablan cronistas del siglo XIX como Mesonero Romanos, no se descubrió hasta 1953, al derribar la casa-palacio del marqués de Malpica, donde había sido utilizado como soporte y muro trasero de la edificación.

Como puede verse, los árabes construyeron la muralla utilizando grandes sillares de pedernal para las zonas bajas y bloques irregulares de pedernal y caliza para la parte superior. Su siempre famosa solidez y fortaleza se debía a que era enteramente maciza, como también puede observarse y apreciarse en otro pequeño fragmento, continuación del anterior, que se conserva en la casa nº 12 de la calle de Bailén, en el garaje, entre los pilares de sustentación. Cuando se construyó este edificio, en 1958, no se hicieron lamentablemente las oportunas excavaciones, perdiéndose la ocasión de conocer mejor nuestro pasado musulmán.

En todo este trozo de muralla, que empieza con algunos restos de la primera de las puertas, la de la Vega, se aprecia la presencia de alcantarillas de aguas residuales y de un pequeño portillo, a ras de tierra, que era uno de los muchos que tenía a lo largo de su recorrido para ser utilizados en caso de peligro. Pueden observarse igualmente varios torreones, de forma cuadrada como corresponden a una muralla islámica, que jalonan la fortificación a distancias aproximadas de unos veinte metros.

Los diferentes parches de ladrillo que aparecen salpicados se deben a reparaciones posteriores, en época ya cristiana.


Restos de la muralla árabe

En algún punto de esta parte del lienzo de la muralla debía salir la avanzadilla o coracha que llevaba a la legendaria torre de Narigües, adelantada de la fortificación. Esta torre se asomaba a la fuente de los Caños Viejos y al barranco del Pozacho, una especie de azud para embalsar agua que dio nombre a toda la zona. Desde este punto se dice que arrancaba la posterior muralla del siglo XII, la cristiana, pero no se han podido encontrar restos en las excavaciones realizadas entre 1972 y 1985. Hay también quien afirma que la torre sería albarrana, totalmente exterior.

En estas excavaciones y estudios sí se ha podido comprobar la diferencia de aparejo entre el interior y el exterior y entre la parte inferior y superior de la muralla. Parece ser que se tuvo un mayor esmero en los cimientos y en el exterior, para que los posibles asaltantes divisaran una perfecta construcción, fuerte y robusta, signo del poderío de la ciudad; en cambio, en el interior y en el remate superior, sólo visible para sus habitantes, se hicieron las cosas de manera más tosca y barata.

Entre 1994 y 1997 se realizó en la plaza de Oriente el enterramiento del tráfico mediante un túnel por la calle de Bailén y la construcción de un aparcamiento. En las excavaciones previas se encontró, aparte de numerosos restos arqueológicos, parte de una torre atalaya islámica del siglo XI, exterior a la muralla, conocida como la Torre de los Huesos. Ha sido conservada en la segunda planta del aparcamiento.

Entre 1999 y 2000, en el movimiento del terreno para la construcción del Museo de las Colecciones Reales, junto a la catedral de la Almudena, además de encontrarse numerosos restos antiguos de diversas épocas, afloraron dos tramos de muralla islámica que miden en total unos 70 metros, con varias torres cuadradas (una de ellas entera) y similar construcción al lienzo conservado de la Cuesta de la Vega. Uno de estos trozos de muralla, el correspondiente a la zona occidental de la catedral, dispone de un portillo y al lado restos de una construcción para un cuerpo de guardia de vigilancia.

De un resto, muy pequeño en este caso, encontrado en el nº 83 de la calle Mayor, algunos apuntan que pudiera pertenecer también a la muralla árabe, pero no hay total seguridad de ello.
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LA MEDINA ÁRABE

El carácter militar inicial del Mayrit árabe —la almudayna— exigía un continuo aprovisionamiento de víveres, ropas y utensilios de todo tipo, que fue atrayendo progresivamente a una serie de gentes que venían a cubrir estas necesidades: campesinos, comerciantes, artesanos, quincalleros, etc. Pronto, esta población civil desbordó el perímetro amurallado, asentándose en una serie de arrabales en torno y al amparo de la almudayna, principalmente al lado de las puertas de acceso. Quedó así formada una verdadera y auténtica ciudad —medina— próspera y autosuficiente.

El arrabal creado cerca de la puerta de la Sagra, por la actual Cuesta de San Vicente, era de tipo rural, muy diseminado, ya que lo formaban pequeñas alquerías en huertas y tierras de cultivo.

Al este de la almudayna, junto a la puerta que lindaba con la mezquita, la luego conocida como Arco de Santa María, se formó otro gran arrabal, éste de tipo urbano, que alcanzó su máximo desarrollo e importancia a mediados del siglo XI, cercana ya la conquista de Madrid por los cristianos.

Pero el principal asentamiento, con población en su mayoría mercantil y artesana, fue en el área de la colina de las Vistillas, cercana a la puerta de la Vega y separada de la almudayna por el profundo valle que hoy es la calle de Segovia. El arroyo que por allí circulaba y el pequeño puente —alcantarilla se llamaba entonces— que hubo de construirse para atravesarlo recibieron, ya en época cristiana, el nombre de San Pedro. Por esta zona se han encontrado restos de su pasado andalusí —abundante cerámica y algún viaje de aguas (mayrat)— que demuestran la existencia de una población estable y con un nivel de desarrollo y de bienestar bastante considerable.

Los viajes de agua, que debieron ser muchos —de ellos se deriva el nombre de Madrid—, consistían en canalillos subterráneos construidos para tal fin, por los que circulaba el agua, en ligera pendiente, desde los manantiales y arroyos donde se captaba, como el que discurría por el actual paseo de la Castellana, hasta los sitios de consumo, repartiéndose allí en fuentes y acequias.


Mayrit en el siglo XI

También se han encontrado restos de cerámica árabe en la calle del Almendro, en la de los Mancebos, en la de Segovia (junto a la desaparecida Casa del Pastor y bajo el Viaducto) y el lo alto de la Cuesta de la Vega.

En la plaza de la Paja parece ser que se instalaba un zoco de cacharreros, que luego se mantuvo en época cristiana. Sí es seguro que la necrópolis musulmana estuvo por la zona de la plaza de la Cebada actual.

Se acepta que la medina abarcaba todo lo que luego circunvaló la muralla cristiana del siglo XII, que posiblemente se construyó sobre una antigua cerca árabe. Su extensión vendría a ser de unas treinta y cinco hectáreas, con una población, dado lo apretado del caserío, de unos doce mil o trece mil habitantes.

Es a mediados del siglo XI cuando el Madrid islámico alcanzó su máximo esplendor, favorecido por sus buenas comunicaciones: cerca de la puerta de la Vega pasaba el camino que, a través de la sierra de Guadarrama, unía Segovia con Toledo y otras ciudades del sur. De esta misma puerta surgía, en el interior de la almudayna, la calle principal que iba a parar a la después conocida como puerta de Santa María —correspondería al último tramo de la hoy calle Mayor— y continuaba con el camino a Alcalá de Henares, donde partía la calzada a Zaragoza y Barcelona.
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VIDA COTIDIANA EN EL MADRID ÁRABE

La vida cotidiana en el Mayrit árabe se diferenciaba en poco a la de otras ciudades andalusíes. Si algo hay que destacar, dentro de la también tradicional cultura del agua en el mundo islámico, es el extraordinario grado de desarrollo que alcanzó en Madrid el aprovechamiento de sus abundantes recursos hídricos, de lo que es buena prueba el mayrat o viaje de aguas —sofisticadísimo— encontrado en excavaciones realizadas en la plaza de los Carros, frente a la capilla de San Isidro.

Gran cantidad de canales recorrían la ciudad y llevaban el agua a las viviendas, tanto para el uso diario como para el riego, ya que casi todas disponían de un pequeño huerto, árboles frutales y algunas también jardín, impensable éste por aquella época en zona cristiana. Gozó posiblemente el Mayrit árabe de un grado de bienestar y de unas condiciones higiénicas muy superiores al de otros lugares, condición que empeoró en tiempos posteriores, tras la conquista por los cristianos.

En las excavaciones realizadas se han encontrado una serie de huesos de animales que indican la presencia de palomares y gallineros en las casas; también de perros, que ayudarían en las labores de caza, y de ovejas y corderos, ingredientes muy corrientes en los guisos de los primeros madrileños.

La ocupación más común de los habitantes de Mayrit era la agricultura, muy favorecida por la gran cantidad de agua procedente de arroyos, manantiales y pozos. Se labraba en todo el contorno, pero principalmente a la salida de la puerta de la Sagra, (en los aledaños de la ahora Cuesta de San Vicente) y en las huertas del Pozacho (entre el Viaducto y el río Manzanares).


panorámica de la calle principal

Otra tarea importante era el comercio, bien de productos artesanos o de frutos del campo, desarrollado en zocos instalados junto a las puertas de entrada de la almudayna y al lado de la mezquita, la luego consagrada iglesia de Santa María por los cristianos.

Varios serían también, entre otros activos artesanos, los dedicados al curtido de pieles, que se ubicaban en la zona de la puerta de la Vega, y los alfareros, que compartían un zoco en la plaza de la Paja —según los días— con los tratantes de ganado. Se codiciaba mucho la alfarería madrileña, ya que aquí había unas tierras que, según un escritor árabe de la época, Al-Himyari, eran apreciadísimas para elaborar unas marmitas que podían utilizarse durante veinte años, y que la comida que se cocía en ellas no se descomponía después con el calor.

Como en todas las ciudades islámicas, era la mezquita donde la vida espiritual, la justicia y también todo lo relacionado con la cultura tenía su asiento y punto de irradiación. Del buen ambiente cultural de Mayrit dan prueba varios prestigiosos intelectuales que aquí nacieron, como Abu Umar Ahmad, destacado polígrafo; Abul-Qsim Maslama, más conocido como "Al-Mayriti" (El Madrileño), astrónomo y matemático, obsesionado en traducir el planisferio celeste de Tolomeo, y Said Ben Zulema y Johia, que enseñaban las ciencias y la filosofía en Toledo y Granada.
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LOS VIAJES DE AGUA

En el momento de su fundación nuestra villa fue Mayrit, nombre árabe que se deriva de la palabra mayrat, que significa canal o vía de agua —"Fui sobre agua edificada", dice nuestro lema— luego, con los cristianos pasaría a ser Magerit y, posteriormente, Matrit, Madrit y Madrid. Y este Mayrit musulmán, caracterizado por el excelente desarrollo de sus recursos hídricos, puso en práctica uno de los sistemas más originales de abastecimiento de agua, los llamados "viajes", procedimiento que aquí estuvo vigente durante siglos, hasta mediados del XIX, momento en el que pasamos a aprovisionarnos del Canal de Isabel II.

Esta técnica oriental de traída de agua, que compartíamos con otras ciudades tan distantes como Marrakech y Teherán, y que ya era conocida en Armenia en el siglo VII a. de C., consistía en construir unas minas o galerías subterráneas que recogían el agua de la lluvia, captada mediante drenaje, de depósitos o acuíferos naturales entre las capas permeables del terreno.

La captación se hacía en los antiguos términos municipales de Chamartín, Canillas y Canillejas, donde el acuífero se saturaba con más facilidad. Desde allí, las galerías, algunas revestidas de ladrillo y en suave pendiente, y capaces de ser recorridas por una persona, transportaban el agua por una cañería de barro cocido, no vidriado —dicen que para preservar mejor su sabor—, situada en el suelo. De trecho en trecho había unos pozos de aireación, cubiertos de un "capirote" de granito, y unas arcas o depósitos para que el agua reposara y, por medio de “cambijas”, distribuirla en varias direcciones hacia otras arcas principales, ya cerca o dentro de la ciudad. Finalmente, las diversas conducciones iban a morir en fuentes públicas, casas privadas, huertas o jardines.

En excavaciones realizadas en la plaza de los Carros, frente a la iglesia de San Andrés, se han encontrado restos de un viaje de agua musulmán —hoy, permanece allí enterrado— de unos diez metros de longitud, con un andén lateral por el que perfectamente se puede caminar, un canal forrado de piedra y una pequeña presa para remansar el agua.


Fuente de la Mariblanca

La primera referencia escrita sobre un viaje de agua en Madrid data de 1202, en el Fuero concedido a la Villa por Alfonso VIII, donde se "prohibe, bajo multa, lavar tripas en el trozo de alcantarilla situado entre las Fuentes de San Pedro y la parte alta de la ciudad". Este viaje, conocido luego como el de Puerta Cerrada, y que discurría por la actual calle de Segovia, era casi con seguridad de procedencia árabe.

En 1399, en tiempos de Enrique III, se construyó en Madrid el primer viaje de agua por los cristianos, el de Alcubilla, aunque con toda certeza intervinieron alarifes mudéjares. Después se hicieron muchos, de aguas finas o gordas —los madrileños reconocían rápidamente la procedencia por el olor, color o sabor—, pero todos con la misma técnica que heredamos de los musulmanes. Los más importantes eran: Butarque, Alto y Bajo Abroñigal, Fuente del Berro, Harinas, Caños Viejos, Caños del Peral, Pajaritos, Atocha, Fuente Castellana, Contreras, Prado de San Jerónimo, Prado Nuevo, Pascualas, Meaques, Casa de Vacas, Fuente del Rey, Amaniel, Alto y Bajo del Retiro, Caños de Leganitos, Fuente de la Salud, Hospital, Gremios, Conchas, Neptuno, Toledo, Conde de Salinas, Retamar y Fuente de la Reina, el último, ya en 1855.

Cuando en 1858 se inauguró el Canal de Isabel II, había casi ciento veinte kilómetros de viajes de agua. De tan enorme red sólo han quedado unos pocos restos: del viaje de la Alcubilla, la llamada Fuente Grande, en el Km. 12,500 de la antigua carretera de Francia, y el tramo entre Cuatro Caminos y Eloy Gonzalo; del Alto Abroñigal, entre la M-30 y el paseo de la Castellana; del Bajo Abroñigal, el ramal principal que alimenta la fuente de Alcalá-Correos (tiene una pequeña depuradora situada en una garita entre las calles de Serrano y Goya); el de la Fuente del Berro, conservado en muy buenas condiciones en su totalidad, y el de la Fuente del Rey, con caño en la carretera de Castilla.
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ALGUNOS HECHOS HISTÓRICOS

Casi todas las noticias que se tienen del Madrid árabe son naturalmente de carácter militar, ya que la guarnición acantonada en su almudayna debía impedir la incursión de los cristianos hacia las tierras del sur.

Varios intentos se sucedieron de apoderarse de Madrid. El más antiguo conocido fue el llevado a cabo por el conde castellano Fernán González en el año 924, que ni siquiera pudo entrar en la medina. Más famoso sería el realizado por Ramiro II, rey de León, en el año 932: era un domingo de abril, y consultados todos los grandes de su reino de cómo entrar en tierra de moros, juntó un ejército y se dirigió a la ciudad de Magerit —así se conocía ya entre los cristianos—, entrando en la medina y causando gran cantidad de estragos; pero no en la almudayna y el castillo, defendido por su alcaide y guarnición, que resistió heroicamente, por lo que Ramiro II, poco después, tuvo que abandonar la ciudad, al temer también la llegada de tropas árabes desde Toledo.

En tiempos de Almanzor, el magnífico caudillo y general de los ejércitos musulmanes, se frenó el avance cristiano y aquí, junto a las murallas de Mayrit, reunió sus fuerzas con las de otro general victorioso y suegro suyo, Galib, para cruzar la sierra y atacar a las tropas leonesas de Ramiro III.


Ataque de Ramiro II a Madrid

Ya en el siglo XI, con la caída del califato de Córdoba y el establecimiento de los reinos de Taifas, Mayrit quedó incluido en la importante taifa de Toledo. Y aprovechando esta desunión de los árabes, el rey castellano-leonés Fernando I se dirigió al valle del Tajo en el año1047, atacando nuestra villa y maltratando sus murallas.

Después, el que conquistara definitivamente Madrid en el año 1085 sería Alfonso VI, que ya antes —según se dice— había estado aquí en 1071, en una incursión pasajera, acompañado nada menos que por don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, y que hicieron numerosos prisioneros.
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EL MADRID CRISTIANO

LA CONQUISTA DE MADRID POR LOS CRISTIANOS

En el año 1085, a pesar de los tratados de amistad y vasallaje que unían a Al-Qadir, rey moro de la taifa toledana, con el rey castellano Alfonso VI, éste, tratando de avanzar hacia el sur, sitió la ciudad de Toledo, que finalmente capituló tras una gran resistencia. Con ella caía también Madrid y otras ciudades de la antigua Marca Media como Talavera, Alcalá y Talamanca.

En Madrid, según cuenta la leyenda, fue el 9 de noviembre de ese mismo año de 1085 cuando Alfonso VI atacó por la zona de la puerta de la Vega, sin conseguir penetrar, por lo que estaban los soldados muy desmoralizados. En ese momento, una parte de la muralla se derrumbó, apareciendo milagrosamente una imagen de la Virgen —Nuestra Señora de la Almudena— allí escondida, y las tropas, enardecidas por el prodigio realizado, conquistaron rápidamente la ciudad.


Nicho con la Virgen de la Almudena

Sin embargo, por investigaciones fehacientes, parece ser que Madrid se entregó sin oponer resistencia, ya que después de haber caído Toledo no tenía sentido una guarnición árabe en territorio cristiano.

Con el pacto de rendición, los guerreros musulmanes, el caid y los personajes más notables de la ciudad abandonaron el alcázar y la almudayna, marchando hacia el sur, a territorio andalusí. Por el contrario, la inmensa mayoría de la población musulmana civil optó por quedarse, aunque fueron obligados poco a poco a concentrarse en el arrabal de las Vistillas (en los alrededores de las plazas de la Paja y del Alamillo), constituyendo el llamado barrio de Morería. Nació así en el ya cristiano Magerit una población mudéjar (musulmanes a los que se permitió conservar su fe y costumbres ), con una permisividad pareja a la que habían tenido antes los mozárabes (cristianos dentro de territorio árabe). Después se les obligaría —más o menos— a convertirse al cristianismo (moriscos), siendo finalmente expulsados por Felipe III a partir del año 1609.


El Magerit cristiano a finales del siglo XI

No encontró Alfonso VI mozárabes en Madrid como ocurrió con Toledo, al ser una ciudad de fundación árabe, por lo que fue necesario, para contrarrestar a su población mora, repoblarla con gentes cristianas venidas de fuera, de Castilla y León principalmente, y también con algunos mozárabes procedentes de Toledo.

La función estratégica militar de Madrid se conservó durante algún tiempo tras su incorporación a Castilla; sólo cambió de bando, convirtiéndose en baluarte defensivo de los cristianos frente al avance de los árabes. Esta circunstancia obligó a que quedara una importante fuerza militar acantonada en la almudayna al mando de un tenente, que como en el caso de los alcaides musulmanes vivía en el alcázar y ejercía también de gobernador de la ciudad.
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ALFONSO VI, EL CONQUISTADOR DE MADRID

Alfonso VI, el de las cinco esposas (doña Inés, doña Constanza, doña Berta, la mora Zaida y doña Beatriz), y conquistador de Madrid, era hijo segundo del gran rey de Castilla y León Fernando I, que a su muerte, en 1063, dividió todo su territorio entre sus hijos: al mayor, Sancho, le dejó el reino de Castilla; a Alfonso, el de León; a García, el de Galicia, y a Urraca y Elvira las ciudades de Zamora y Toro respectivamente. Además, repartió el vasallaje de los reinos moros de Zaragoza, Badajoz, Toledo y Sevilla entre los tres varones.

Descontento Sancho II, el primogénito, de estas divisiones, intentó y consiguió reunir nuevamente el reino de su padre, derrotando en las batallas de Llantada y Golpejera a sus hermanos, que tuvieron que refugiarse en Toledo y Sevilla, siendo acogidos y tratados como verdaderos hijos por los reyes moros de aquellas ciudades, Al-Qadir y Al-Motamid; pero al intentar Sancho apoderarse de la ciudad de Zamora, fue asesinado ante las murallas por el fingido desertor Bellido Dolfos. De esta manera, Alfonso VI recuperó León y fue reconocido también como rey de los castellanos, no sin antes tener que jurar ante Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, en Burgos, no haber tomado parte en la muerte de su hermano. Después obtendría Galicia, al deshacerse de su otro hermano, García.


Alfonso VI

El reinado de Alfonso VI (1072-1109) significó uno de los momentos más interesantes de la Reconquista y la total consolidación de Castilla, gracias a la anexión de La Rioja y, en mayor medida, aunque fuera traicionando a su antiguo protector, con la conquista de Toledo en el año 1085, que además supuso la de Madrid. Todo este periodo tuvo también para Castilla un claro sentido europeísta, ya que se incrementaron notablemente las relaciones con otros reinos cristianos de allende los Pirineos y se tomó la decisión de sustituir la vieja pero riquísima liturgia visigoda, la conocida como "mozárabe", por la romana.

El avance de la frontera castellana hasta el Tajo causó una gran sensación entre los musulmanes, apresurándose todos los reyes de taifas a rendir vasallaje a Alfonso VI, que con razón se titulaba "soberano de los hombres de las dos religiones"; pero de igual manera fue la causa que incitó al rey moro de Sevilla, al sentir una excesiva presión, a llamar en su auxilio a los almorávides africanos, que convirtieron los últimos años del monarca castellano en un verdadero tormento. Murió Alfonso VI en el año 1109, poco después de ser derrotado estrepitosamente en Uclés, donde murió su único hijo varón Sancho, sucediéndole su hija Urraca.

Madrid también sufrió el asedio de los almorávides de Alí Ben Yusub entre 1109 y 1110, que recuperaron la ciudad a excepción del alcázar y la almudayna, donde resistió heroicamente la guarnición castellana. Una epidemia de peste declarada entre la sufrida población madrileña vino a poner fin al ataque árabe, ya que las tropas invasoras, acampadas en lo que a partir de entonces se ha llamado el Campo del Moro, levantaron el cerco y se marcharon precipitadamente por miedo al contagio.
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MADRILEÑOS: GATAS Y GATOS

El linaje de los Gato, madrileñísimo, se remonta según la tradición a tiempos de la conquista de Madrid por Alfonso VI. Se dice que el origen estuvo en uno de aquellos primeros asaltantes cristianos a la ciudadela musulmana, tan animoso y tan valiente que, sin tener miedo a las flechas y lanzas que les arrojaban, escaló con tanta ligereza la muralla, hincando su cuchillo en las junturas de las piedras, que los mismos árabes, asombrados y desconcertados, gritaban que "parecía un gato". Desde entonces, él y sus sucesores, ante esta bien merecida fama adquirida, cambiaron su apellido por el de Gato, "cuya nobleza —escribe el eclesiástico y cronista Jerónimo de Quintana, en el siglo XVII, en su libro Historia de la antigüedad, nobleza y grandeza de la coronada villa de Madrid— fue tan estimada en aquellos tiempos, que no se consideraba castiza madrileña la familia que no tenía sangre de aquel linaje". De ahí que los madrileños, desde antiguo, trataran de descubrir o de inventarse algún tipo de consanguinidad con los Gato y de que todos los aquí nacidos se les llame gatas y gatos.

Jerónimo de Quintana, que recogió esta y otras tradiciones con su proverbial fantasía, debió quizá reunir varios relatos o éstos ya venían deformados con el tiempo. Los asaltantes a que se refiere, posiblemente fueran los de un ataque —al parecer bastante sangriento— de Alfonso VI en 1071, ya que la conquista definitiva de Madrid en 1085 se hizo sin ningún tipo de defensa por parte de los árabes.


Gatas y gatos

De entre los sucesores de aquel primer y renombrado Gato, el más antiguo conocido fue Juan Álvarez Gato, poeta de gran prestigio en las cortes de Juan II y Enrique IV, y luego también escribano de cámara y mayordomo de la reina Isabel la Católica. El ayuntamiento de Madrid, tras ser redescubierta y publicada su obra literaria a principios del siglo XIX, le dedicó una calle, la que va desde la de la Cruz a la de Núñez de Arce, mas conocida popularmente como callejón del Gato.

Esta calle, siempre cerrada al tráfico y concurridísima por su gran número de bares y restaurantes, ha alcanzado una singular fortuna literaria por los espejos cóncavos y convexos, de propaganda comercial, que existían en una ferretería ya desaparecida. Las figuras grotescas y deformes que reflejaban de quien en ellos se contemplaba, causa de incesante peregrinación jocosa de los madrileños, fueron utilizados por Valle-Inclán para explicar el concepto de "esperpento" en su obra Luces de bohemia.

Aún hay en la calle de Álvarez Gato, en un bar conocidísimo por su estupendo pulpo y sus seguro que mejores patatas bravas del mundo, espejos de este tipo, que hacen propaganda a los productos de la casa y reflejan las imágenes de los clientes: extremada delgadez a la entrada y obesidad desbordante a la salida. No son los espejos que viera Valle-Inclán pero, sin embargo, evocan su recuerdo.
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LA MURALLA CRISTIANA

Cuando Madrid fue conquistada por Alfonso VI en el año 1085, se encontró con una ciudad constituida por el recinto amurallado de la almudayna árabe, con su apretujado caserío y el castillo, y unos arrabales exteriores de cierta consideración. Y lo primero que hicieron los nuevos pobladores, aunque la guerra se había desplazado hacia el sur, fue construir una segunda muralla que englobara todos estos arrabales desprotegidos hasta entonces. Siguió así el Magerit cristiano con ese carácter militar que no abandonaría hasta la total conquista del valle del Guadalquivir en el siglo XIII.

La muralla, de bastante consistencia, que posiblemente siguió el mismo trazado que una anterior cerca de mampostería árabe, y que se debió construir al principio del siglo XII —quizá tras el ataque de los almorávides en 1110 —, estaba formada por bloques de pedernal e hiladas horizontales de ladrillo, con grandes torres circulares que se sucedían en tramos no siempre regulares. Iniciaba su recorrido en la puerta de la Vega, que ya perteneció también a la muralla árabe, o tal vez, según algunas investigaciones, un poco más abajo, junto a la torre Narigüés; después bajaba y subía el vallejo de San Pedro (hoy calle de Segovia) por la línea del actual Viaducto y, a través de las calles Angosta de los Mancebos y Mancebos, llegaba a la puerta de Moros, junto a la iglesia de San Andrés, frente a la capilla de San Isidro.


Magerit a principios del siglo XII

La puerta de Moros, encarada al sudeste, era muy estrecha, con varias revueltas, y disponía de foso y puente levadizo. Su nombre se debía a que este era el lugar donde se emplazaba la Morería. De esta puerta partía el camino hacia Toledo, y muy cerca, en la hoy plaza de la Cebada, se encontraba el cementerio musulmán.

Desde la puerta de Moros, entre la calle del Almendro y la Cava Baja —por todo este terreno, al ser zona baja, estaban precisamente las cavas de la fortificación—,seguía la muralla hasta la puerta Cerrada, en la actual plaza que recuerda su nombre. Esta puerta, que miraba al este, fue cerrada por el concejo de la villa para evitar los problemas de delincuencia que en ella se generaban. Debido a su estrechez y muchos recovecos, los malhechores en ella se apostaban y asaltaban a los viajeros que la cruzaban. Según otra hipótesis, parece ser que el cierre se debió a que los lodos y barros que se formaban a su alrededor la hacían inaccesible. La puerta —así lo afirma el maestro López de Hoyos en el siglo XVI— tenía esculpida la figura de una fiera culebra o dragón, que dio pie a que se pensara en el posible origen griego de Madrid y a que después, transformada en grifo, formara parte durante mucho tiempo del escudo de Madrid. Se demolió en el año 1569 para facilitar la comunicación con el arrabal de Atocha.


Trazado de las murallas árabe y cristiana sobre un plano actual

Desde Puerta Cerrada, por la Cava de San Miguel, la muralla iba a enlazar, en la calle Mayor, a la altura de Ciudad Rodrigo, con la puerta de Guadalajara, que era una de las más grandes y hermosas de la Villa. Estaba en la calle principal, en línea con las puertas de Santa María (del recinto árabe) y de la Vega, y por ella se salía al camino de Alcalá y Guadalajara, principal eje de expansión de la ciudad.

De la puerta de Guadalajara, encarada a oriente, que parece ser que estaba flanqueada por gruesos torreones y con entrada en codo, hay muy pomposas y contradictorias descripciones: López de Hoyos afirma que tenía cuatro colosos o gigantes en relieve, varias cruces, escudos y un reloj con una hermosa campana que se oía a tres leguas en contorno. También añade que tenía una imagen de Ntra. Señora y otra del Santo Ángel. Esto último sí parece estar contrastado, pues luego la imagen de la Virgen fue trasladada a la iglesia de San Salvador y la del Santo Ángel a una ermita frente al puente de Segovia. Por el contrario, Diego Colmenares, historiador de la ciudad de Segovia, asegura que por aquel lado entraron los segovianos en la conquista de Madrid, y que, en agradecimiento, la puerta tenía el escudo de Segovia sostenido por las estatuas de don Fernán García y don Díaz Sanz, caballeros de aquella ciudad. La puerta desapareció en el año 1580, destruida por un incendio causado por las much


Fiera culebra esculpida sobre la puerta Cerrada
as luminarias y adornos que en ella pusieron para celebrar que Felipe II fuera declarado sucesor al trono de Portugal.

Desde esta puerta, la muralla se dirigía por las actuales calles de Mesón de Paños, Espejo y Escalinata hasta el barranco del Arenal, por la zona de la hoy plaza de Isabel II, donde de hallaba la puerta de Valnadú, de difícil localización, posiblemente en el mismo epicentro del Teatro Real, debajo, como quien dice, de su famosa araña.


Puerta de Guadalajara

Hay serias discrepancias acerca de la antigüedad de la puerta de Valnadú, pues parece ser que podría haber pertenecido al primer recinto amurallado, o acaso a una posible y posterior cerca de mampostería también musulmana; su nombre así parece indicarlo, ya que en árabe significaría puerta de las Atalayas, y de esta forma pudo ser llamada porque desde allí se divisaban las atalayas emplazadas en las primeras estribaciones de la sierra de Guadarrama, y cuya misión era controlar el movimiento de los cristianos.

La muralla terminaba —con total seguridad en este caso— confundida con el primer recinto, uniéndose al alcázar.
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LOS RESTOS DE LA MURALLA CRISTIANA

Son muy pocos los restos que quedan del segundo recinto amurallado, el cristiano, ya que hasta tiempos actuales no se ha tenido la suficiente sensibilidad para apreciar el legado histórico.

Aunque ya existen referencias del mal estado de esta muralla a finales del siglo XIV, el derribo, siempre ligado a la pérdida de su carácter defensivo, no empezaría hasta el siglo XV. Además, muchos de sus tramos fueron utilizados como muros para edificaciones particulares, que así encontraron en ella la mejor de las sustentaciones. Otras veces, sus piedras, desmontadas, se aprovecharon también para la construcción de nuevos edificios, como ocurrió con la capilla de San Isidro, en la iglesia de San Andrés.

El 15 de enero de 1954 fue declarada monumento histórico-artístico, pero, a pesar de ello, tampoco se ha respetado después en algunas ocasiones su integridad. En los números 11, 13 y 15 de la calle de Mesón de Paños aparecieron en 1956 algunos restos, posiblemente de la parte superior, del coronamiento, que se destruyeron para edificar viviendas. En el nº 14 de la calle del Espejo se descubrió otro fragmento en 1988, en este caso de los cimientos, que desapareció con la nueva construcción.

Caminar por la Cava Baja y la Cava de San Miguel supone hacerlo sobre toneladas y toneladas de relleno. Hace cientos de años se echaron para cubrir el tremendo foso —de unos 16 metros— en el que moría la muralla, cubriéndose la misma o lo que quedara de ella con edificaciones.

Para sacar a la luz muchos de los posibles restos de la fortificación construida por Alfonso VI a principios del siglo XII, sería necesario derribar y excavar todo el centro de la ciudad, y sólo en algunas ocasiones y de manera fortuita se consigue dar con estos vestigios de nuestro pasado medieval.


Restos de la muralla cristiana

Si seguimos el trazado de la muralla, desde la antigua puerta de la Vega, los primeros restos que encontramos están en los números 8, 10 y 12 de la calle de Don Pedro, que se pueden visitar, y muy cerca, en el nº 3 de la calle de los Mancebos, otro trozo de siete metros de longitud y cuatro de altura.

En la estrecha calle del Almendro, que conserva todo su sabor añejo, se rescató en el año 1967, en el solar 15-17, un tramo de unos quince metros. Hoy se puede contemplar a través de un pequeño jardincillo.

En el nº 15 de la Cava Baja, en un edificio antiguo restaurado, se halla uno de los fragmentos más importantes: la base de un torreón y una parte de lienzo, que se han acristalado para su mejor conservación. En la misma calle, en el nº 30, el inmueble del viejo y castizo Mesón del Segoviano también guarda otra porción —en muy buen estado— de la antigua defensa de Madrid.

Los vecinos del nº 6 de la plaza de Puerta Cerrada, donde estaba uno de los accesos de la villa medieval, tienen el honor y el orgullo de convivir con piedras casi milenarias, ya que la casa está adosada sobre una parte de la muralla, que llega hasta el tercer piso.

En los números 9 y 11 de la calle de la Escalinata se pueden apreciar los restos de un torreón circular —signo evidente de su carácter cristiano—, empotrado en un muro de una edificación posterior. Completando el recorrido, nos encontramos con los últimos vestigios importantes, un gran lienzo en los bajos del inmueble nº 3 de la plaza de Isabel II, y el que se puede contemplar en el interior del Museo de Colecciones Reales junto a La Almudena.
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EL MAGERIT CRISTIANO Y LOS NUEVOS ARRABALES

El primer Madrid cristiano del siglo XII es una ciudad heredada de los árabes. El rey conquistador, Alfonso VI, encierra con una muralla todos los antiguos arrabales musulmanes —la medina—, conservando su apretujado caserío de complicado urbanismo. Y los cristianos, que traen su religión y sus formas de gobierno —su cultura—, pronto dividen este entramado callejero en collaciones o parroquias, cuyos templos no rompen demasiado con este aspecto islámico de la ciudad, ya que son construidos por alarifes también mudéjares. Cuando Alfonso VII concede a la Villa el Fuero de Madrid en 1202, son ya once las parroquias: Santa María, San Andrés, San Justo, San Salvador, San Miguel de los Octoes, Santiago, San Juan, San Nicolás, San Pedro, San Miguel de la Sagra y, fuera de las murallas, el convento de San Martín, cuyo templo era a su vez sede parroquial. Este convento, fundado por los benedictinos según privilegio concedido por Alfonso VI en 1095, obtuvo el permiso para repoblar la zona norte del nuevo arrabal y formar un vico o aldea, que posiblemente estuvo protegido desde los primeros tiempos con un pequeño murete.

Entre las callejuelas estrechas y retorcidas del interior de la muralla destacaba la calle de Guadalajara —actual calle Mayor—, que iba desde la puerta de la Vega a la de Guadalajara y cruzaba la plaza de San Salvador —hoy plaza de la Villa—, núcleo vital del movimiento social y comercial de entonces.


Magerit a finales del siglo XII

Otros espacios importantes eran la plaza de la Paja, donde los campesinos depositaban los diezmos destinados al clero (luego, competiría con la de San Salvador en el aspecto comercial y sería además solar privilegiado para que la nobleza construyera sus palacios); la plaza del Alamillo, centro neurálgico de la Morería, donde los mudéjares madrileños tenían sus órganos de gobierno, y la calle del Sacramento, que en aquella época se llamaba del Arco de Santa María.


Demarcación territorial de las parroquias históricas

Socioeconómicamente, las collaciones de San Juan y de San Miguel de la Sagra recogían a una población esencialmente campesina; las zonas más comerciales estaban en torno a las iglesias de San Salvador, San Miguel de los Octoes y San Andrés; la zona militar, alrededor del Alcázar, y la calle del Arco de Santa María y aledaños formaban el barrio puramente residencial.

Después de la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, que registró la participación destacada de caballeros y tropas madrileñas, Madrid se alejó definitivamente de las áreas de frontera e inició una etapa de crecimiento. Por aquellos años nos visitaron dos futuros y gloriosos santos, Francisco de Asís y Domingo de Guzmán, que dejaron su huella en dos conventos extramuros. También vinieron más repobladores, que además de asentarse en el vico de San Martín, fueron formando nuevos arrabales en torno a dos parroquias que se tuvieron que crear: San Ginés y Santa Cruz. Se va ensanchando de esta manera Madrid hacia el este, siguiendo el camino de Alcalá, la parte más llana y libre de accidentes geográficos, y aparece una incipiente plaza del Arrabal —la actual plaza Mayor—, que a principios del siglo XV empieza a sustituir a la de San Salvador y a la de la Paja en la actividad comercial.


Matrit a finales del siglo XIII

En tiempos de Enrique III, a finales del siglo XIV, como consecuencia del crecimiento de la ciudad, comenzaron a rellenarse las cavas o fosos de la muralla, concediéndose solares para la edificación de casas a ésta adosadas. Luego, ya en el siglo XV, se urbanizaron los huecos que quedaban entre las antiguas cavas y los arrabales, espacios que hasta entonces habían sido utilizados como muladares o basureros, y empezaron a aparecer núcleos de población en los caminos de Alcalá, Toledo y Vallecas. A mediados de este siglo XV, ya el arrabal duplicaba la superficie de la ciudad amurallada.

En los caminos de Segovia y de Toledo, para cruzar el río Manzanares, entonces llamado Guadarrama, se construyeron sendos puentes —no los actuales— de madera, cal y canto, que dieron bastantes problemas y tuvieron que repararse varias veces.

Antes de llegar al citado puente de Segovia había una explanada, conocida como el Campo de la Tela —el hoy parque de Atenas—, donde se celebraban numerosos juegos, justas y aquellos torneos a los que tan aficionados eran los nobles de aquella época. Los plebeyos preferían el "chito" o "caliche2, juego que consistía —aún se juega— en abatir con un tejo o disco metálico —se utilizaban arandelas de los ejes de los carros— un palo pequeño puesto en pie —el chito—, situado a una decena de metros.


Madrit a finales del siglo XIV

También eran muy aficionados a los toros los madrileños de entonces, tanto árabes como cristianos. Una tradición afirma que el mismísimo Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, lanceó un toro en la plaza del Alamillo, en las fiestas que se organizaron con motivo de la conquista de la ciudad. Otra versión distinta es la que recoge el gran poeta madrileño Nicolás Fernández de Moratín en sus conocidas quintillas de la Fiesta de toros en Madrid, que así empiezan:

Madrid, castillo famoso
que al rey moro alivia el miedo,
arde en fiestas en su coso
por ser el natal dichoso
de Alimenón de Toledo

Aquí todo sucede antes de la conquista, cuando el alcaide Aliatar, para tratar de agradar a la princesa Zaida y conquistar su corazón, organiza una fiesta de toros. En ella, no habiendo podido ningún caballero árabe con la fiereza de uno de los astados, se presentó un jinete castellano que solicitó torearlo. Este bravo caballero, que era el Cid, lanceó y mató al toro, y, naturalmente, dejó enamorada a la bella Zaida.

En cuanto al aspecto social y ocupacional de la población, los cristianos, que eran mayoría pasados los primeros años, pertenecían a todas las categorías sociales y se ocupaban en todo tipo de trabajos. Los mudéjares, que poco a poco fueron reuniéndose en el barrio de la Morería, en torno a la plaza del Alamillo, desempeñaban los más variados oficios, pero principalmente eran comerciantes, artesanos y, sobre todo, alarifes. Hubo otra concentración de mudéjares en las proximidades de la plaza del Arrabal, la llamada Morería Nueva, que se formó en el siglo XV y que estuvo reservada a los que disfrutaban de mejor situación económica. Los judíos, que vinieron a Madrid en el siglo XII, también practicaban todo tipo de actividades, aunque algunos monopolizaban la administración, los prestamos y el ejercicio de la medicina. Parece ser que los judíos recibieron al principio muy buen trato y se diseminaron por toda la ciudad; luego, cuando empezaron a ser mal vistos por la población, se concentraron en la zona norte, junto a la puerta de Valnadú, y, más tarde, cerca de la cuesta de la Vega. El área del Campillo de la Manuela, en Lavapiés, que tradicionalmente se ha considerado siempre la Judería, tal vez lo fuera sólo después y con judíos conversos, tras su decreto de expulsión de 1492.

Con la llegada al poder de los Reyes Católicos, Madrid siguió creciendo, haciéndose necesaria la creación de otros barrios, como el de San Millán, en la actual zona de la Latina, y, después, en el camino del nuevo monasterio de San Jerónimo y en las cercanías de los antiguos de San Francisco y Santo Domingo. Estaba ya configurado plenamente el Madrid medieval, casi a punto para ser la futura capital de los Austrias.
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IGLESIA PARROQUIAL DE SANTA MARÍA

La iglesia parroquial de Santa María la Real de la Almudena, que estaba situada en la calle Mayor, frente al palacio de Uceda (hoy Capitanía General), era la principal de la Villa, por ser la más antigua y la de mayor alcurnia y dignidad, como heredera que fue de la mezquita de la alcazaba musulmana.

La época de su fundación debió ser en el año 1085, recién conquistada la ciudad por Alfonso VI, utilizándose al principio la mezquita árabe una vez purificada y consagrada; posteriormente, en el mismo solar, y aprovechando tal vez los antiguos cimientos, se construiría una iglesia de estilo mudéjar.

Hubo cronistas que remontaron su antigüedad a tiempos de los romanos, en un imposible Madrid preárabe. Nunca pudo suceder así, ya que está totalmente demostrado que nuestra villa fue fundada, en una fecha comprendida entre los años 854 y 886, por el emir Muhammad ibn Abd al-Rahmán, más conocido por Muhammad I. Antes, si acaso, sólo pudieron haber existido pequeños asentamientos de pastores, leñadores y alguna que otra alquería junto al río Manzanares.

La titular de esta iglesia era Ntra. Señora de la Almudena, patrona de Madrid, cuya imagen, según la tradición, fue escondida por los cristianos en un lienzo de la muralla, donde estuvo oculta hasta el mismo año de la conquista. Muy posiblemente, si queremos explicar con lógica esta historia, en alguna ermita cercana a las alquerías preárabes se veneraba esta talla de la Virgen, que luego, por miedo a que fuera profanada o destruida, sería escondida por alguno de aquellos labradores, forzados quizá por los musulmanes a construir la fortificación.


Iglesia de Santa María en el plano de Texeira de 1656

Durante los siglos XVI y XVII hubo muchos intentos para convertir esta iglesia en catedral, que siempre chocaron con los intereses del Arzobispado toledano, a cuya diócesis pertenecíamos. Madrid no tuvo obispo hasta el año 1885.

En el año 1649 se concluyeron unas obras de restauración ordenadas por Felipe IV. Consistieron en mejorar los cimientos de la capilla mayor, labrar un nuevo retablo con camarín para la Virgen y dorar todas las molduras y adornos.

En la calle Mayor estaba la portada principal, de corte neoclásico, correspondiente a unas reformas realizadas por Ventura Rodríguez en 1777, y en la fachada norte, que daba a la plazuela de Santa María, arrancaba la torre y abría otra puerta, la utilizada por los monarcas para entrar directamente en la tribuna real.

En el interior, de tres naves y crucero, lo más destacable era la capilla adosada de Santa Ana, erigida en 1542 por patrocinio de don Juan de Vozmediano, secretario de Carlos I. De estilo renacentista, muy similar a la capilla del Obispo de la plaza de la Paja, tenía una verja con la labor más sobresaliente en forja que había en Madrid.


Iglesia de Santa María

Tres cuadros famosos colgaban de los muros de esta iglesia: el popularísimo San Antonio El Guindero, que hoy está en Santa Cruz; El milagro del pozo, de Alonso Cano, representando a san Isidro sacando de las aguas a su hijo Illán, y que se expone en la actualidad en el museo del Prado, y una representación de la Virgen de la Flor de Lis, ahora en la cripta de la catedral de la Almudena.

También tenía este templo, en el subsuelo, su cripta, presidida por un Ecce Homo, testigo de sinnúmero de penitencias cuaresmales.

El 25 de octubre de 1868 se celebró la última misa en el altar mayor. El derribo comenzó al día siguiente, para ampliar las calles de Mayor y Bailén en su confluencia. Desapareció así la más antigua iglesia de Madrid, correspondiendo la titularidad de la parroquia en la actualidad a la catedral de la Almudena.

En 1998, con motivo de las obras de pavimentación de la calle Mayor, se descubrieron los cimientos enterrados de la antigua iglesia de Santa María, que han sido protegidos con una cubierta transparente para su mejor conservación y su fácil contemplación.
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NUESTRA SEÑORA DE LA ALMUDENA

Dice la tradición que cuando Alfonso VI conquistó Madrid en el año 1085, al pasar las tropas vencedoras junto al recinto fortificado árabe —la almudayna—, se derrumbó un lienzo de la muralla junto a la puerta de la Vega, apareciendo milagrosamente la imagen de una Virgen entre dos velas encendidas. Y esta imagen, que unos doscientos años antes había sido escondida para que no fuera destruida por los musulmanes, y que posiblemente perteneció a una ermita cercana, anterior a la fundación de Madrid, fue inmediatamente llevada en procesión a la antes mezquita y ya consagrada iglesia de Santa María, venerándose con el nombre —así a llegado a nuestros días— de Virgen de la Almudena.

Almudena es un nombre de origen árabe. Al es un artículo único y mudayna el diminutivo de medina, de ciudad. Almudena viene de una deformación a través del tiempo de Al mudayna. El nombre de la Patrona de la Villa puede traducirse, por tanto, como Virgen de la Ciudadela, pues en un lienzo de la ciudadela o alcazaba, de la almudayna, apareció.

Está claro que la imagen actual no es la primitiva, cuyos orígenes, según la tradición, se pierden en la noche de los tiempos. Se decía que su talla era de influencia bizantina y que la trajo aquí San Calógero, discípulo de Santiago.


Ntra. Sra. de la Almudena

Esta primera imagen, que fue sacada en procesión numerosísimas veces para interceder por las necesidades de los madrileños, y que era muy probablemente una Virgen itinerante por todas y cada una de las parroquias de aquel Madrid medieval, tal vez pudo quemarse en alguna de ellas, o quizá en la misma Santa María, donde existen noticias de un gran incendio en tiempos de Enrique IV.

La talla actual, de finales del siglo XV o principios del XVI, realizada en madera de pino en talleres toledanos, y sobre la que se aventura que pueda contener en su interior restos de la primitiva, nos presenta a la Virgen de pie, bellísima, con el rostro redondo, de color trigueño; ojos grandes, nariz aguileña, boca pequeña, manos largas y cabello rubio, caído sobre los hombros. Se cubre con manto, recalzado de oro y azul, sobre túnica carmesí y oro. El Niño, desnudo, con el rostro muy atrayente y gozoso, parece querer descolgarse de su brazo izquierdo.

En 1868, al ser derribada la iglesia de Santa María, pasó la imagen al cercano convento de las Bernardas de la calle del Sacramento, hoy sede de la Vicaría castrense de la 1ª Región Militar, donde permaneció hasta 1911, año en el que fue trasladada a la cripta de la Almudena, y allí estuvo hasta 1939, salvándose milagrosamente de ser destrozada en la guerra civil como ocurrió con otras imágenes y partes del templo. Cuando fue encontrada al terminar el conflicto, tenía una soga al cuello —seguramente alguien intento derribarla— y un cartel con una sola palabra: "Respetadla". Eso la salvó. Después, tras ser acogida de nuevo en el Sacramento, se llevo en 1948 a la colegiata —entonces catedral— de San Isidro, Ese mismo año, la imagen de Ntra. Señora la Real de la Almudena sería coronada canónicamente por el entonces nuncio de su Santidad monseñor Cicognani. Y por fin, desde 1993, la Patrona de Madrid —lo es desde 1646— ya tiene su sede propia en la nueva catedral de la Almudena, en la capilla del lateral derecho del crucero, sobre un retablo de Juan de Borgoña de finales del siglo XV.

Existen otras tres reproducciones de la Virgen de la Almudena: una de ellas, copia fiel de la original, se encuentra en el altar mayor de la cripta de la catedral; otra, de vestir, también en la cripta, acoge tradicionalmente bajo su manto a los recién bautizados a ella ofrendados, y la última, en piedra, en un nicho practicado en el muro de contención de la bajada de la Cuesta de la Vega, nos recuerda el sitio donde fue escondida y luego hallada milagrosamente.
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VIRGEN DE LA FLOR DE LIS

El 20 de noviembre de 1623, la primera esposa de Felipe II, doña Isabel de Borbón, que se hallaba en estado de buena esperanza, acudió a la iglesia de Santa María a pedir a Ntra. Señora de la Almudena por un feliz alumbramiento. Con tal motivo, se decidió trasladar la imagen de la Virgen, que hasta entonces había sido venerada en una capilla lateral, al altar mayor. Pero al acomodar la hornacina y desmontar unos tableros del retablo, apareció detrás, pintada al fresco en el muro, la imagen de una Virgen olvidada y que todos desconocían. Se trataba de la que posteriormente conoceríamos como Ntra. Sra. de la Flor de Lis.

Es una Virgen con el rostro moreno y muy ovalado, nariz aguileña y cabello largo, caído sobre los hombros. Su túnica, verde, contrasta con el blanco del manto, con forro rojo. No lleva tocado ni corona; sí, un collar adornando el busto, y sostiene con su mano izquierda el Niño y con la derecha la flor de lis, que representa la pureza. El Niño, sentado en el regazo de la Virgen, y que levanta la mano derecha en acción de bendecir, sostiene en su rodilla el Globo, símbolo de su soberanía universal.


Virgen de la Flor de Lis

Se supone que la pintura fue mandada hacer en el siglo XII por doña Constanza de Borbón, segunda esposa del rey Alfonso VI, ya que el motivo de la flor de lis indica una relación con la dinastía francesa; aunque, por sus características, y también por su parecido con la Madona de Madrid (convento de Santo Domingo), muchos indican que es más propia del siglo XIII.

Hay quien afirma que es una representación en pintura de la primitiva y desaparecida imagen de la Almudena, y que en los primeros tiempos fue la que verdaderamente recibió culto en Santa María. La original —se dice— era una Virgen itinerante que iba recorriendo por riguroso turno todas las iglesias de aquel Madrid conquistado a los musulmanes.

En el año 1838, por iniciativa del gremio de jardineros, fue cortado el muro con la pintura de la Virgen, enmarcado y colocado en otro lugar del templo. Luego, en 1868, al ser derribada Santa María, el cuadro con la imagen de Ntra. Señora de la Flor de Lis fue trasladado a la cercana iglesia del Sacramento y allí permaneció hasta 1911, año en el que pasó definitivamente a la cripta de la Almudena, donde recibe el culto de numerosísimos fieles.
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IGLESIA PARROQUIAL DE SAN ANDRÉS

Entre la recoleta plaza de San Andrés, surgida como prolongación de la del Humilladero, la de Carros y la de la Paja, en un entorno de recio sabor medieval, se encuentra la iglesia parroquial de San Andrés, arropada por las capillas adheridas de San Isidro y del Obispo, y junto a otros edificios de tanta significación madrileña como el palacio de los Vargas y la casa de san Isidro, la del pozo del famoso milagro.

Esta parroquia, una de las históricas de la Villa (se cita en el Fuero de Madrid de 1202), se supone que fue fundada nada más ser conquista la ciudad por Alfonso VI, aprovechando una antigua mezquita árabe.

Sí es cierto que los Reyes Católicos, cuando venían a Madrid, se aposentaban en el cercano y desaparecido palacio de los Lasso, en la plaza de la Paja, y desde allí, cruzando la costanilla de San Andrés por un pasadizo elevado que mandaron construir, accedían directamente a la tribuna real de la parroquia.

La iglesia primitiva, de estilo gótico-mudéjar, se encontraba orientada a levante, paralela a la plaza de la Paja y a la capilla del Obispo, y el presbiterio, ochavado, con rica bóveda de crucería y escudos regios en los enclaves, estaba situado en lo que hoy es la casa rectoral adosada al templo.


Iglesia de San Andrés en el plano de Texeira de 1656

Lo más importante y fundamental de esta parroquia de San Andrés fue la relación que tuvo con san Isidro, feligrés de ella y luego enterrado en su cementerio de pobres, lo que dio origen después, para albergar el cuerpo incorrupto del Santo, a la construcción en 1535 de la extraordinaria capilla de Santa María y San Juan de Letrán (vulgarmente, del Obispo), de estilo gótico-renacentista, y años después, en 1669, a la no menos extraordinaria capilla de San Isidro, barroca, que quiso ser en su tiempo la octava maravilla del mundo.

Las obras para levantar esta última, iniciadas en 1657 bajo la dirección de Pedro de la Torre, y en la que se emplearon piedras de la antigua muralla, supuso también, para que quedara dentro del recinto el antiguo cementerio y tumba de san Isidro, el alargamiento de la primitiva iglesia medieval y el cambio de orientación al oeste, hacia la costanilla de San Andrés, donde se puso un retablo de Alonso Cano con esculturas de Pereira.

Entre las muchas imágenes de mérito que había en esta iglesia podemos citar la de San IsidroSanta María de la Cabeza, de Juan Pascual de Mena; San Pedro de Alcántara y Santa Teresa de Jesús, ambas de Pereira, y el Cristo de las Injurias, de Juan Ron.


Iglesia de San Andrés antes de 1936

También colgaban cuadros de gran valor en sus muros: una serie de ocho, de Francisco Caro, con escenas de la vida de la Virgen; otra, de Carreño, con pasajes y milagros de san Isidro, y varios óleos de Ricci.

Desgraciadamente, toda esta riqueza tan extraordinaria, toda la decoración, todos los retablos, imágenes y cuadros ardieron en 1936. Sólo quedaron en pie el exterior de la capilla de San Isidro, el muro de la costanilla de San Andrés, la torre adosada y la capilla del Obispo, esta última intacta, por llevar durante mucho tiempo tapiada su comunicación con el templo y ser casi ignorada su existencia.

Tras la guerra civil, la reconstrucción volvió a alterar de nuevo las dimensiones y orientación de San Andrés, ya que se cerró el paso a la arruinada capilla del Santo Patrón, se edifico una casa rectoral en el espacio de la antigua iglesia medieval y se puso el altar mayor ahora al norte. Así permaneció durante muchísimo tiempo, hasta 1991, año en el que Javier Vallés finalizó la reconstrucción —extraordinaria y magnífica— de la capilla de San Isidro, momento en el que se procedió a instalar allí, en el centro, el altar mayor, con lo que este templo —posiblemente sea un caso único en la historia— ha estado orientado a los cuatro puntos cardinales, haciendo realidad y cumpliendo con creces un antiguo dicho popular: "San Andrés, iglesia al revés".


Iglesia de San Andrés a lo largo de los años

La obras de restauración continuaron tanto en el interior como en el exterior, incluida la capilla del Obispo, y hoy podemos contemplar todo este conjunto en su máximo esplendor, dentro también de un entorno muy cuidado y protegido.
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SAN ISIDRO LABRADOR

San Isidro representa mejor que ningún otro el pasado medieval de Madrid. Parece improbable que la fecha de su nacimiento fuera en 1080, como dan algunos cronistas, ya que entonces nuestra villa no había sido aún conquistada por los cristianos y está totalmente demostrada la inexistencia aquí de mozárabes; es más aconsejable retrasarla a los años 1085-1090, y considerar que sus padres, de los que nada se sabe, fueran de los primeros repobladores tras la entrada de Alfonso VI.

Desde muy joven entró como labriego al servicio de la rica e influyente familia de los Vargas, cuyo palacio estaba en la plaza de la Paja, aunque la servidumbre vivía en una casa de la actual calle del Doctor Letamendi, la aún llamada "Casa de Iván de Vargas", y también junto a la parroquia de San Andrés.

Al oficio de labrador añadió Isidro el de pocero, y con muy buen tino, pues no abría ninguno que no ofreciera abundante cantidad de agua.

Se casó con María Toribia, humilde campesina de la comarca de Uceda, más conocida como santa María de la Cabeza, y fruto del matrimonio fue su hijo Illán, que fue protagonista de un famoso milagro: habiendo caído a un pozo, pudo salir vivo a la superficie, ya que su padre realizó el prodigio de elevar las aguas hasta el nivel del brocal.

Otro de los milagros que se le atribuyen es el de haber hecho brotar un manantial de fresca agua para calmar la sed de su amo, en una visita de éste a sus fincas. El manantial sigue brotando junto a la castiza ermita del Santo, al otro lado del Manzanares.


San Isidro











¡Oh aguijada tan divina
como el milagro lo enseña,
pues sacas agua de peña
milagrosa y cristalina!
El labio al raudal inclina
y bebe en su dulzura,
pues San Isidro asegura
que si con fe la bebieres
y calentura trujeres,
volverás sin calentura.

                Lope de Vega





Arando y rezando gana Isidro su santidad. Famosa es también la leyenda de los ángeles laboriosos dirigiendo su arado, mientras el Santo permanecía en oración.

Estuvo muy ligado san Isidro a la parroquia de San Andrés, donde oía misa antes de marchar a labrar los campos, y donde, en 1172, fue enterrado en el cementerio de pobres. Y sólo unos años después, su vida piadosa y sus muchos milagros ya originaron un culto espontáneo entre los madrileños, quienes al trasladar de sitio su ataúd en 1212, comprobaron maravillados que el cadáver seguía incorrupto como el primer día, lo que supuso la aureola definitiva de santidad; aunque tendría que pasar tiempo, hasta 1619, para que fuera beatificado y, poco después, en 1622, canonizado por Gregorio XV.

A un tal Juan Diácono debemos todo lo referente a la vida de nuestro Patrón, que la escribe un siglo después, a finales del XIII, y cuyo códice se guarda en el Archivo Diocesano de Madrid.
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UN SANTO VIAJERO

El cuerpo incorrupto de san Isidro ha tenido una existencia bastante viajera y ajetreada. Tras ser exhumado en el año 1212, inmediatamente fue trasladado al interior de la iglesia de San Andrés y, poco después, introducido en un arca de madera forrada de pergamino y con pinturas alusivas a sus milagros. Este arca, hoy primorosamente restaurada y conservada en la catedral de la Almudena, fue regalada por el rey Alfonso VIII, que creyó reconocer en el cadáver del Santo la persona de un pastor que misteriosamente había guiado a las tropas cristianas en la batalla de las Navas de Tolosa.

En el año 1344, en tiempos de Alfonso XI, fue sacado en procesión para celebrar y dar gracias por la toma de Algeciras.

En 1371, Enrique II y su esposa, doña Juana Manuel, fueron a San Andrés a orar junto al cuerpo de san Isidro, y la reina, muy devota de él, pidió que como preciada reliquia le fuera entregado el brazo derecho del Santo. Mas el brazo, que nunca debió separarse del resto, rápidamente tuvo que ser reintegrado, ya que la reina, mientras lo poseyó, sufrió una terrible parálisis. Situación parecida ocurrió con una dama de compañía de Isabel la Católica, que, en este caso, logro arrancarle disimuladamente un dedo del pie izquierdo. Como consecuencia de ello allí mismo quedó paralizada, y no recuperó el movimiento hasta que confesó el piadoso robo y le fue recogido el dedo de entre las manos.

En 1535, el arca con el cuerpo de san Isidro fue guardada en una capilla construida para tal fin, la llamada "Capilla del Obispo", aneja a San Andrés, en la plaza de la Paja. Pero las desavenencias surgidas entre el párroco y el capellán de la capilla hicieron que retornara a la parroquia en 1544, tapiándose la comunicación entre ambos recintos.

El 15 de mayo de 1619 fue beatificado san Isidro por el papa Paulo V, y a partir de entonces esta fecha sería la señalada para su fiesta. Ese mismo año fue llevado al monasterio de la Encarnación, donde se celebró una misa en rogativa por la salud del rey Felipe III que se hallaba gravemente enfermo en Casarrubios del Monte, y hasta allí, al poco tiempo, también fue conducido.


Colegiata de San Isidro

El 12 de mayo de 1622 fue canonizado junto a san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, san Francisco Javier y san Felipe Neri por el papa Gregorio XV. Con tal motivo, el gremio de plateros regaló una nueva arca, de plata, para que en ella fuera depositado el cuerpo de san Isidro.

En el año 1657 empezó a construirse en la misma parroquia de San Andrés la capilla de San Isidro, barroca, extraordinaria, destruida durante la guerra civil de 1936 y hoy felizmente recuperada, y allí fue trasladado el Santo en 1669.

Cien años después, en 1769, de nuevo el Santo Patrón cambia de domicilio —esta vez parece que definitivamente— y es acogido en la iglesia que había sido de los jesuitas en la calle de Toledo, desde entonces llamada de San Isidro.

Con motivo de dolencias o enfermedades graves de miembros de la familia real, el cuerpo incorrupto de san Isidro ha sido llevado varias veces cerca del lecho del dolor. Además de la ya citada a Felipe III, también se condujo en 1691 junto a doña Mariana de Neoburgo, esposa de Carlos II, que curó milagrosamente, y dos veces en 1760: poco antes de la muerte de la reina María Amalia de Sajonia y por enfermedad del propio rey Carlos III.

Tres procesiones celebradas en tiempos más recientes han sido las últimas salidas del Santo. Una de ellas fue en 1896, para pedir por el fin de una terrible sequía, con tan instantáneo y feliz resultado que un tremendo aguacero obligó a la comitiva a regresar rápidamente a la colegiata de San Isidro; otra, en 1922, para conmemorar el tercer centenario de su canonización, y la última, en 1947, también para pedir lluvia.

Un "viaje" especial fue el de 1936, cuando fue escondido su cuerpo y el de santa María de la Cabeza en un muro de la colegiata, para evitar así que fueran destruidos.
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CASA DE IVÁN DE VARGAS Y CASA-CAPILLA DE SAN ISIDRO

La primera de las casas estaba en el número 1 de la calle del Doctor Letamendi, junto a la basílica de San Miguel. La tradición aseguraba que perteneció a Iván de Vargas, para quien trabajó san Isidro como labrador.

El que fuera propietario de la casa en el siglo XIX, el doctor Forns, la adecentó y puso las imágenes de san Isidro y santa María de la Cabeza en el zaguán. Lamentablemente, en 2002, cuando se procedía a su rehabilitación para sede de la Fundación Nuevo Siglo, fue demolida sin licencia y sin que el Ayuntamiento hiciera nada por impedirlo. Esta fundación fue constituida en 1999 —ironías del destino— como foro de debate para impulsar el desarrollo urbano y la defensa del patrimonio arquitectónico. El edificio actual, sede de la Biblioteca Pública Municipal Iván de Vargas, es burda imitación.

Otra casa cuya propiedad también correspondía a Iván de Vargas, y en la que se supone vivió san Isidro junto con otras familias de servidores, está en la plaza de San Andrés, frente a la parroquia, y allí es donde sucedió el famoso milagro del pozo. Habiendo a él caído el hijo de san Isidro, Illán, de corta edad, por invocación del Santo las aguas subieron al nivel del brocal y devolvieron sano y salvo al pequeño.

En el cuarto donde vivió san Isidro, la familia de los Vargas mandó erigir una pequeña capilla poco más allá de 1212, año en el que fue exhumado su cuerpo incorrupto y el pueblo de Madrid empezó a considerarlo santo.


Casa de San Isidro

Esta capilla, varias veces reconstruida, así como el pozo del milagro, un patio renacentista y una lápida puesta en 1783, han llegado a nuestros días. El resto de la casa no ha tenido la misma suerte, pues, imposible de reparar por su completa ruina, se decidió demolerla a finales del siglo pasado y en su lugar construir otra nueva, de aceptables trazas en la fachada pero tal vez demasiado moderna y funcional en el interior. En la actualidad alberga el Museo de San Isidro, que recoge la historia de Madrid desde la prehistoria hasta 1561, año en el que se convirtió en la capital de España.

Destacan en el conjunto de la exposición permanente las valiosas colecciones procedentes del desaparecido Instituto Arqueológico y del Museo Municipal: fauna e industria líticas del paleolítico, cerámicas campaniformes de la primera edad de los metales, cerámicas y utensilios de la edad del Bronce y del Hierro, mosaicos y objetos de las villas romanas de Carabanchel y Villaverde, restos de necrópolis visigodas, cerámicas musulmanas, el Fuero de Madrid de 1202, una reproducción de la vista de Madrid dibujada por Wyngaerde en 1562 y maquetas de iglesias desaparecidas y de los recintos amurallados.

Además de esta exposición, han quedado integrados en el recorrido un almacén visitable, con una selección más amplia de piezas arqueológicas, y un jardín arqueobotánico que recoge los datos sobre las especies cultivadas en la ciudad en el pasado. También cuenta con salas para muestras temporales.

La capilla, remozada con motivo de estas obras, se encuentra en la parte central de la casa. En el tramo de entrada, cubierto con bóveda de cañón, figura una pintura de Zacarías González Velázquez, de finales del s. XVIII, con unos ángeles sosteniendo una corona de laurel. En el interior, el pequeño presbiterio contiene un retablo neoclásico con San Isidro, talla del s. XVII cedida por la marquesa de Santo Buono al Ayuntamiento, y se cubre con un casquete esférico, decorado éste con otra pintura del mismo autor anterior. Representa a nuestro Patrón rodeado de nubes y entre ángeles con aperos de labranza.
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PALACIO DE LOS VARGAS

En la parte alta de la plaza de la Paja, formando recodo, se encuentran las dos casas que en su día formaron el palacio de los Vargas.

El edificio frontero, pegado a la parroquia de San Andrés, con partes arquitectónicas que datan de la época de Alfonso VIII, fue asaltado y saqueado durante la guerra de las Comunidades. Después se construyó en él, para albergar el cuerpo incorrupto de san Isidro, la denominada "Capilla del Obispo", obra cumbre de la escuela castellana del Renacimiento y posiblemente el monumento más extraordinario y de más categoría artística de todo Madrid. Fue iniciada en 1520 por encargo del licenciado don Francisco de Vargas, privado de los Reyes Católicos y de Carlos V, y finalizada en 1535 por su hijo, don Gutierre de Vargas y Carvajal, obispo de Plasencia. Por problemas surgidos con la parroquia de San Andrés, el cuerpo del Santo Patrón sólo pudo permanecer en esta capilla hasta 1544, por lo que luego fue destinada a panteón familiar.


Palacio de los Vargas

El otro inmueble ha sufrido numerosas transformaciones a lo largo de los tiempos. Aquí estuvo la señorial residencia de Ruy González de Clavijo, embajador de Castilla en la Corte del Gran Tamerlán en tiempos de Enrique III. En el año 1540 se incendió cuando en él residía el cardenal García de Loaysa, presidente del Consejo de Indias, y luego fue reconstruido en estilo renacentista por Francisco de Vargas, El Viejo, primer marqués de San Vicente del Barco.

En el siglo XIX la parte baja de esta mansión de los Vargas se habilitó para la instalación del teatro y café de España, y en uno de los pisos superiores vivió y tenía abierta su oficina de fantásticos negocios doña Baldomera, hija de Larra. El banco por ella creado, vulgarmente conocido como Caja de los Pobres, daba a unos con el dinero de los otros, entregando por adelantado altísimos intereses anuales en el momento de las imposiciones. El descalabro vino cuando al cabo de un año la gente quiso retirar sus depósitos. Aunque este edificio desapareció a finales del siglo XIX, a los pocos años se construyó uno nuevo —el actual—, que intentó recrear en su fachada el mismo estilo antiguo. Fue sede al principio del Círculo Católico y ahora de un centro docente.
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SANTA MARÍA DE LA CABEZA

Poco se sabe de santa María de la Cabeza, esposa de san Isidro Labrador, salvo los datos recogidos en el proceso de su beatificación y canonización, en el que figuró como testigo Lope de Vega, y que proceden de la tradición oral nunca desmentida.

Parece ser que su nombre verdadero era María Toribia y que procedía de la comarca de Uceda, posiblemente de Torrelaguna. No se conoce la fecha de su nacimiento —con casi seguridad a finales del siglo XI— ni el nombre de sus padres, labradores pobres, que murieron muy jóvenes dejando a María al cuidado de unos parientes, que la pusieron a servir en una casa de Torrelaguna.

Así describe Lope de Vega a la honesta y hermosa moza María Toribia:


Santa María de la Cabeza









No era de Jazmín su frente,
ni eran de sol sus cabellos,
ni estrellas sus ojos bellos,
que otra luz más excelente
puso la virtud en ellos.
Era un fénix de hermosura,
y oíase el alma pura
por su rostro celestial,
como si por cristal
se viese alguna pintura.




En Torrelaguna conoció y casó María con Isidro, que hasta allí llegó huyendo de los almoravides de Alí Ben Yusud, que habían atacado Madrid en el año 1110.

Los santos esposos, que llevaban una vida de intensa religiosidad, además de en Torrelaguna residieron en una alquería cercana a ese pueblo, Caraquiz, y durante mucho tiempo en Madrid, donde sirvieron en la casa de Iván de Vargas y donde nació el único hijo, Illán, el del milagro del pozo.

En Caraquiz, donde poseían unas pequeñas tierras que les dejaron los padres de María, ésta también se encargaba de arreglar la ermita de Ntra. Sra. de la Piedad y costear, con sus propios recursos y las limosnas que recogía, el aceite para alumbrar la imagen.

De santa María de la Cabeza se dice que, un día, yendo a cumplir su tarea de barrer la ermita, siéndole imposible cruzar el río Jarama por venir muy crecido, se le apareció la Virgen y milagrosamente se sintió transportada a la otra orilla, ocurriendo lo mismo al regreso. Y cuentan que esto ocurrió varias veces, y que en una de ellas, que iba acompañada de san Isidro, utilizaron una toquilla para, a modo de barca, cruzar el río sin mojarse, y que en otras lo hizo caminando sobre las aguas.

Tenía María por costumbre todos los sábados preparar una olla de buen potaje para repartir entre los más necesitados, y en cierta ocasión, al presentarse uno cuando ya se había consumido toda la comida, le sirvió potaje de la olla, que milagrosamente apareció rebosante, incluso para repartir nueva ración entre todos los menesterosos.

De común acuerdo, los dos esposos, siendo ya maduros, decidieron hacer una vida de soledad y recogimiento, quedando Isidro en Madrid y retirándose a Caraquiz María, y allí se hallaba cuando recibió de un ángel la noticia de la enfermedad de su esposo, llegando a tiempo de recoger su último aliento y de asistir al entierro. Regresó María después a Caraquiz; vivió algunos años y, cuando murió, en 1180, fue enterrada bajo una fosa en la ermita que con tanto cariño había cuidado en vida.

Más tarde, al extenderse la fama de su santidad, su cabeza fue separada del cuerpo y expuesta en la ermita, junto a la Virgen, para su pública veneración. Quizá este ha sido el motivo por el que la esposa de san Isidro sea conocida como santa María de la Cabeza, alcanzando el sobrenombre también a la imagen de la Virgen venerada en la citada ermita.

Antes de ser beatificada por Inocencio XII en 1697, al iniciarse el proceso, tanto la cabeza como el cuerpo de María fueron llevados a Madrid e instalados en el oratorio del Ayuntamiento, no sin antes provocar un motín entre los habitantes de Torrelaguna, descontentos por tal traslado, por lo que tuvo que intervenir el propio rey Felipe IV para calmar los ánimos. En 1752 fue canonizada por Benedicto XIV, y pocos años después, en 1769, la misma comitiva que trasladaba el cuerpo de san Isidro desde la parroquia de San Andrés a la antigua iglesia de los jesuitas de la calle de Toledo —desde entonces colegiata de San Isidro y durante muchos años catedral provisional— recogió también su cuerpo, que reposa en una sencilla caja situada debajo de la elegante urna que guarda los restos de su esposo.
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PRIMITIVA IGLESIA DE SAN JUSTO

La denominada popularmente parroquia de San Justo, pero dedicada a los dos santos niños de Alcalá de Henares, Justo y Pastor, de antiquísima fundación, tuvo su sede primitiva donde hoy está la basílica de San Miguel, en la calle de San Justo; después pasó a la iglesia de Maravillas y, desde 2016, esta anexionada a la parroquia de San Ildefonso, en la plaza del mismo nombre.

Las representaciones gráficas más antiguas de la primitiva iglesia, que ya se cita en el Fuero de Madrid de 1202, son de la mitad del siglo XVI. En ellas aparece la silueta de la iglesia con una torre cuadrada, mudéjar, de ladrillo, con ventanas en sus cuatro alturas y chapitel. En el plano de Texeira de 1656 aparece la iglesia compuesta por tres edificios: en primer plano una construcción con una pequeña torre, con puerta de acceso en arco de medio punto; después la iglesia propiamente dicha, con la esbelta torre, y por último una tercera edificación con un cuerpo central de mayor altura, tras el cual se advierte un amplio patio o claustro.


Iglesia de San Justo en el plano de Texeira de 1656

Se sabe que el entallador Juan de Trujillo y el pintor Villoldo hicieron, en 1517, el retablo de una de las capillas propiedad de don Pedro de Vargas, con un coste de 12.500 maravedíes, y que, en 1527, se adecentó la capilla de los Coalla. También hay documentación de las intervenciones en diversas obras de Antonio Sillero, Agustín de Pedrosa, Juan Díaz y Luis Bravo.

Entre sus ricos objetos de culto figuraba una cruz de mano del mismo artífice que hizo la custodia del Ayuntamiento, Francisco Álvarez, y una custodia de Antonio Negrete. E incluso figuró entre sus ornamentos la única obra documentada del padre de Lope de Vega, famoso bordador, dos dalmáticas de terciopelo carmesí bordadas en oro y plata.


Basílica de San Miguel

A mediados del siglo XVI, en la casa contigua a la iglesia de San Justo vivió durante unos meses Antonio Pérez, el famoso secretario de Felipe II, cuando estaba sometido a un proceso judicial acusado de corrupción. Desde esta casa saltó por un balcón al templo cuando fueron a prenderle, pero los alguaciles, sin respetar el fuero sagrado del lugar, entraron y lo detuvieron por la fuerza. Tras estar prisionero en varios sitios, logró fugarse en Madrid y refugiarse en Aragón, donde las leyes lo protegían, y desde allí huyó a Francia.

La primitiva iglesia fue derribada a finales del siglo XVII, y el 20 de septiembre de 1739 se puso la primera piedra del nuevo templo.


Santos Justo y Pastor

A partir de ahí, la titularidad de la parroquia sigue una vida azarosa: en 1790, al incen-diarse la plaza Mayor, también lo hace la cercana iglesia de San Miguel de los Octoes, en la plaza de San Miguel, que aunque se trata de reparar, es declarada en ruina en 1804 y demolida en 1809. En el año 1806 se une esta parroquia de San Miguel a la de San Justo, unión que permanece hasta 1891. Ese año, al ser el templo cedido a la Nunciatura Apostólica, ambas titularidades toman por separado nuevo asiento: San Miguel pasa a un nuevo templo, en la calle del General Ricardos, y la parroquia de los Santos Justo y Pastor, al viejo templo de Maravillas y, desde 2016, está anexionada a la de San Ildefonso.
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IGLESIA DE SAN MIGUEL DE LOS OCTOES. Desaparecida en 1809

Estaba situada esta antiquísima parroquia en lo que hoy es el mercado de San Miguel, en la plaza del mismo nombre, junto a la plaza Mayor. El sobrenombre de Octoes se ha supuesto que procedía del apelativo de unos feligreses protectores, debido a la circunstancia de que tenían ocho hijos. Algunos historiadores afirman, con mayor argumento y seriedad, que proviene del latín "auctores", en el sentido de garantes o cojuradores, por haber sido quizás iglesia juradera.

Al templo primitivo se añadió, en 1430, una suntuosa capilla, con salida al pórtico, costeada por Ruy Sánchez de Zapata, copero de Juan II, dedicada a la Virgen de la Estrella. Tenía varias cofradías famosas, como la de Santiago, que organizaba fiestas de toros el día de su patrono, y la de los Cordoneros, instituida en 1608, que al ganar un famoso pleito, se les permitió conservar una imagen de la Virgen que habían secuestrado en una ermita de los alrededores.

Aquí, el 6 de diciembre de 1562, fue bautizado Lope de Vega y, más adelante, enterrado su discípulo Juan Pérez de Montalbán.

Delante de la iglesia, que había sido reedificada en tiempos de Felipe III, se hizo, en 1619, una bella plazoleta, que pronto empezó a ser utilizada como mercadillo. Después, en 1636, aprovechando los terrenos de uno de los cubos de la antigua muralla cristiana, se hicieron casas para los coadjutores.


Iglesia de San Miguel de los Octoes en el plano de Texeira de 1656

Para esta iglesia mandó labrar el cardenal Zapata un magnífico sagrario, que luego pasó a la iglesia de San Justo, hoy basílica de San Miguel.

En 1790, al incendiarse la plaza Mayor, también lo hizo esta iglesia, y aunque fue reconstruida medianamente, su aspecto ruinoso hizo que José Bonaparte mandase demolerla en 1809. Ya antes, en 1806, había sido cerrada al culto y la titularidad de la parroquia incorporada a la de San Justo, en la cercana calle del mismo nombre, unión que permaneció hasta que, en 1891, al ser dedicado este templo a la Nunciatura Apostólica, ambas parroquias se separan y toman nuevo asiento: San Miguel Arcángel en la calle del General Ricardos y los Santos Niños Justo y Pastor en la iglesia del antiguo convento de Maravillas, en la calle de la Palma.

De la parroquia de San Miguel pasaron a San Justo y después a Maravillas varios cuadros y dos magníficas imágenes de Cristo, de tallas gótica y barroca, que se veneran en la actualidad con los nombres de Cristo de la Buena Muerte y Cristo del Perdón. En una parte del solar resultante del derribo de San Miguel alzó edificaciones el conde de Fernán Núñez; en el resto se formó la actual plaza, destinada desde el principio a mercadillo de venta de pescado. Allí se colocó una estatua de Pedro I de Castilla, sustituida en 1812 por otra de Fernando el Católico. Finalmente, en 1841, se construyó el mercado, aunque la techumbre no fue posible rematarla hasta 1915.
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EL SALVADOR. Iglesia desaparecida en 1842

La parroquia San Salvador, una de las más antiguas de Madrid, estaba en la calle Mayor, frente a la plaza de la Villa, haciendo esquina con la hoy calle de los Señores de Luzón

Parece que primeramente fue dedicada a Santa María Magdalena, pero cambió el nombre por la de "El Salvador" cuando —según se dice— San Isidro encontró a su burra junto a la puerta de la iglesia sana y salva, sin ninguna herida, después de haber sido atacada por un lobo.

La efigie del altar mayor, San Eloy, fue realizada en 1640 por Juan Pascual de Mena y costeada por el gremio de los plateros.

En esta desaparecida iglesia estuvo enterrado don Pedro Calderón de la Barca, que vivía en la calle Mayor, y cuyos restos sufrieron después accidentada peregrinación, siendo depositados finalmente en la iglesia de Ntra. Sra. de los Dolores, en la calle de San Bernardo. Pero allí, al ser incendiada y saqueada en 1936, perdimos para siempre los huesos de Calderón.

De antiguo, junto a la iglesia, en la plazuela de la Villa, solía celebrarse un mercado en el que sólo estaba permitido que compraran los hijosdalgo; el pueblo llano acudía a otro, que se instalaba en la plaza del Arrabal, hoy plaza Mayor.


Iglesia de San Salvador en el plano de Texeira de 1656

El gobierno de Madrid, en sus comienzos históricos, se realizaba en concejo abierto, convocados la totalidad de los vecinos a la llamada de la campana de la iglesia del Salvador. Y como este sistema fue haciéndose cada vez más difícil al crecer la Villa y el número de habitantes, el rey Alfonso XI, en el año 1346, sustituyó este concejo abierto por un "regimiento" formado por doce regidores que, en representación de los vecinos, eran los encargados de tratar los asuntos comunales. Nace así el Ayuntamiento de Madrid, de cuyas reuniones se conservan actas escritas desde 1464.

Las reuniones de los regidores se realizaban en un salón que, sobre el atrio de la iglesia del Salvador, fue habilitado para tal menester, y dicho salón, así como la torre con su campana y el reloj, estaban cedidos al Ayuntamiento.

Esta situación de interinidad habría de continuar hasta 1559, año en el que se decide eliminar el atrio del Salvador y con él el salón del Ayuntamiento. El motivo fue el ensanche que hubo de realizarse en la calle Mayor para dar paso a la comitiva de recibimiento de la reina doña Margarita, esposa de Felipe III. Se hace preciso entonces disponer de domicilio propio, y para tal fin se compran unas casas allí mismo, en la plaza de la Villa, que pertenecían a Juan de Acuña, donde se empezó a edificar la Casa de la Villa, obras que no terminarían hasta el año 1696.

En 1842, y después de grandes polémicas, se acordó derribar la iglesia parroquial del Salvador, uniéndose su titularidad a la cercana de San Nicolás.

Desapareció así —ya parecía casi una costumbre en todo el siglo XIX— uno más de los vestigios medievales de Madrid.
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EL CONCEJO DE MADRID Y EL FUERO DE 1202

Fue a partir de 1118 cuando en Madrid se empezó a aplicar la primera legislación castellana, el fuero que ya antes había recibido Toledo tras su reconquista a los árabes en el año 1085. Este texto permaneció vigente durante casi un siglo, pues no se otorgó una nueva normativa jurídica hasta 1202, el llamado Fuero de Madrid, sancionado y firmado por el rey Alfonso VIII.

El Fuero de Madrid es un códice en pergamino de veintiséis hojas, formando cuatro cuadernillos (falta el segundo), redactado por el propio Concejo de la Villa, que recopila más de ciento cuarenta leyes que ya estaban en vigor a lo largo del siglo XII, añadiéndose otras nuevas disposiciones. Escrito con letra gótica en un latín romanceado, tenía un carácter administrativo, penal y procesal, siendo su jurisdicción únicamente para los vecinos cristianos. Los judíos y mudéjares se regían por sus propias leyes y contaban con sus propios jueces.

El Fuero de Madrid parece que fue poco apreciado por los antiguos cronistas de la Villa y permaneció olvidado hasta 1748, año en el que fue encontrado por el archivero municipal don Alfonso de Castro y Villasante, que lo copió y tradujo, omitiendo las últimas leyes, que calificó de ilegibles. Se han realizado ediciones del mismo en 1932, 1963 y, últimamente, un facsímil de la copia de 1932.

Entre las ordenanzas recogidas figura la rigurosa prohibición del duelo, lo mismo fuera que dentro del recinto amurallado, y la de llevar cuchillo o cualquier otra arma escondida.

Se prohiben igualmente los insultos, palabras soeces y blasfemias.

El Fuero dicta normas también sobre la limpieza pública y sobre el abastecimiento, fijando incluso los precios. Se castigan los fraudes: aguar el vino o falsear las medidas, por ejemplo. Tampoco podían cobrar más de lo establecido los músicos ambulantes y juglares.


Fuero de Madrid

Están asimismo legislados los gastos de las bodas. No en la dote que aportaban los padres de los contrayentes, pero sí en los gastos de la celebración de la ceremonia, que debían ser moderados.

Como propio de la época, el Fuero contemplaba la tremenda vejación e insulto que suponía tirarle a alguien de las barbas, aumentándose la sanción si se arrancaban pelos. La multa era de cuatro maravedíes si el mesado era madrileño o hijo de madrileños y si se hacía en público y en el interior de la Villa. En cambio, si un madrileño mesaba las barbas a un forastero no pagaba nada.

El Concejo madrileño, en asamblea conjunta de todo el vecindario, que hasta la promulgación del Fuero se reunía sin fecha ni lugar fijo, decidió hacerlo desde entonces con más frecuencia, al toque de campana, en el atrio de la ya desaparecida iglesia de San Salvador (en la calle Mayor, frente a la plaza de la Villa), y casi siempre a la salida de la misa dominical.

Poco después, al haber dificultades por aumentar el número de vecinos, muchas de las reuniones se hacían en una cámara sobre el atrio de San Salvador y participando solamente los representantes elegidos por la asamblea, que en aquellos tiempos eran cuatro alcaldes, cuatro jurados, los fieles y el gobernador señor de Madrid.

En el año 1346, Alfonso XI, al establecer el sistema de regimiento —ayuntamiento—, en los municipios, da un golpe de gracia a la autonomía de los concejos, que de estar constituidos en asamblea abierta, aunque con representantes elegidos, pasan poco a poco a ser cabildos o concejos restringidos, integrados por un número limitado de personas, los regidores, nombrados por el rey con carácter vitalicio. En Madrid, además de doce regidores, integraban el Ayuntamiento dos alcaldes (uno de la Mesta y otro del clero), el alguacil mayor, los fieles de varas y un escribano.

El proceso culminó en tiempos de los Reyes Católicos, al quedar totalmente sometidos los municipios al poder real de los regidores, cargo que además de vitalicio pasó también a ser hereditario, y en manos definitivamente de la oligarquía urbana integrada por la pequeña nobleza.
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LOS PRIMEROS RELOJES

El primer reloj que hubo en Madrid fue mandado instalar en la torre de la ya desaparecida iglesia de San Salvador a principios del siglo XV. Esta torre, llamada “la atalaya de la Villa”, estaba cedida al Concejo, al igual que ocurría con un salón por encima del atrio utilizado para celebrar las juntas del gobierno municipal.

Se sabe que este reloj, allá por el año 1480, acaso por viejo o porque estuviera construido con materiales de escasa calidad, daba numerosos problemas a los encargados de su mantenimiento, que lo dejaron por imposible, hartos de tanta compostura. Ante esta situación y también por la elevada suma que pedía por la reparación un famoso relojero toledano, el Concejo pensó que no merecía la pena gastar más dinero en él y decidió construir uno nuevo. Para ello fue necesario hacer una recaudación especial entre los vecinos de 30.000 maravedíes y solicitar antes permiso a los Reyes Católicos. El dinero se recaudó, más mal que bien —no debían estar los tiempos para muchos dispendios—, pero el Concejo, ante diversas y acuciantes necesidades que tenía Madrid, destinó los maravedíes a distinto menester. Fueron necesarios dos años más para que los pobrecitos madrileños, pechando de nuevo con su pecunia, vieran por fin instalado el flamante reloj en la torre de San Salvador.


Los primeros relojes

Tiempo después, otro reloj se colocó en la puerta de Guadalajara, muy cerca del anterior, en la misma calle Mayor, a la altura de la plazuela del Comandante las Morenas. Y debido a esta proximidad, el reloj de San Salvador fue desmontado en 1522 y armado nuevamente unos metros más allá, en la puerta de Santa María, aproximadamente en el vértice que forma la unión de la calle Mayor con la del Sacramento.

Un tercer reloj se cree que fue puesto en la torre de la desaparecida y antigua iglesia de Santa Cruz, ubicada muy cerca de la actual, en plena plaza de Santa Cruz, esquina con la calle de la Bolsa. Esta torre, llamada "la atalaya de la Corte", que era la más alta de Madrid, al igual que la del Salvador estaba a cargo del Ayuntamiento, que costeaba el arreglo del reloj y gratificaba al sacristán para que tocara las campanas en caso de fuego.

Ninguno de estos relojes ha llegado a nuestros días. Cuando en 1572 fue derribada la puerta de Santa María —estorbaba para el desfile y actos festivos organizados para recibir a la cuarta esposa de Felipe II, doña Ana de Austria—, con ella desapareció también el reloj. Unos años más tarde, en 1580, para celebrar el nombramiento como sucesor al trono de Portugal de Felipe II, unas grandes luminarias con las que se adornó la puerta de Guadalajara provocaron un incendio y su destrucción, incluido el reloj. El de la iglesia de Santa Cruz se supone que se perdió en 1632, al ser demolida su vieja y ruinosa torre para construir otra nueva, ocasión que se aprovecharía para poner un reloj de reciente compostura.
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EL ESCUDO DE MADRID

En 1569, López de Hoyos dibujó y publicó la figura de una sierpe o culebra grabada sobre una de las puertas del segundo recinto amurallado de la Villa, la llamada Cerrada, conjeturando sobre el posible origen griego de Madrid. Hoy, cuando está totalmente demostrado que nuestra ciudad fue fundada por los árabes (incurre también Hoyos en considerar la segunda muralla como primigenia), aquellas conjeturas, realizadas estando reciente el estreno de la capitalidad, parecen estar motivadas por el deseo de darle a Madrid, con la mejor buena fe, un pasado fabuloso y una solera antigua que no tuvo. Pero, un siglo después, la fantasía de alguien, unida a la de entonces, transformó la sierpe en un grifo o dragón e hizo que el escudo de la Villa, desde 1692 hasta 1961, ostentase una imagen nacida de tan peregrina deformación.

Es en ese año de 1961 cuando el Ayuntamiento, ante estos cambios tan caprichosos en el escudo, quiso saber cuál era el verdadero, solicitando un dictamen de la Real Academia de la Historia. Y es el prestigioso académico don Dalmiro de la Válgona quien lo fija en estos términos: “Sin dragón, el escudo de Madrid sería de plata; el madroño de sinople (verde), terrazado de lo mismo, frutado de gules (rojo), acostado el oso empinante de sable (negro); bordadura de azur cargada de siete estrellas de plata. Al timbre, corona real.”

Desde entonces el escudo ha vuelto a su condición primitiva, y ya no aparece el mítico dragón que nunca tuvo razón para llegar a él, ni la corona de laurel, añadida en el siglo XIX.


Escudos de Madrid

Ya en la batalla de las Navas de Tolosa, en el año 1212, acudieron las milicias madrileñas con su pendón al frente, en el que, bordados, aparecían el oso y el madroño; es, pues, de larga tradición el escudo de Madrid.

Se dice que el oso se alza hacia los frutos del madroño por una disputa entre el Cabildo de la Villa y el Concejo. La causa era la utilización y renta de los terrenos comunales, llegándose a un acuerdo por el que las parroquias disfrutarían de los pastos y el Ayuntamiento del fruto y leña de los árboles. Este antiguo acuerdo se plasmó en la adopción de un oso pasante y paciendo para el Cabildo y de un oso rampante sobre el madroño para el Concejo.

La corona real sobre el escudo fue un privilegio añadido al título de "Imperial y coronada villa", concedido a Madrid por Carlos I en las cortes celebradas en Valladolid en 1544.

Las siete estrellas parecen indicar una representación de la constelación Carro u Osa Mayor. Se hace alusión, de esta manera, a Carpetania, región a la que pertenecía Madrid. Carpetania se deriva del nombre latino Carpetum, que significa carro.
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OSOS Y MADROÑOS

El oso y el madroño son los elementos heráldicos del escudo de la Villa.

Osos se dice que hubo por estas tierras. Hasta bien entrado el siglo XVI, los montes de encinas, con gran abundancia de perdices, palomas, liebres, conejos, gamos, venados, jabalíes y antiguamente osos, llegaban hasta casi las mismas lindes de la población. Esos bosques fueron quizá el elemento decisorio para que Felipe II, gran enamorado de la caza, instalara la Corte en Madrid.

Madroños, en cambio, ni existieron en cantidades a tener en consideración en tiempos pasados ni es fácil encontrarlos ahora. No los tenemos en zonas como la Casa de Campo, la Dehesa de la Villa o El Pardo, y si alguno aparece en el Retiro o en otros jardines es porque el Ayuntamiento ordenó plantarlos por aquello del tipismo o de hacer honor al escudo.

Parece, pues, que el madroño no es propio de nuestra flora, y que su inclusión en el escudo es una más de las muchas contradicciones de los madrileños, que ponemos sello de castiza a la Cibeles, que es una diosa frigia, importamos de fuera el schotis y nos traemos el mantón... de Manila.


El oso y el madroño

Investigador hay que sostiene que no es madroño el árbol del escudo, sino almez, que ese sí que es propio de la tierra, y sí que también da frutos o bayas rojas.

Uno de los madroños de nuestros jardines públicos, quizá el más señero, es el que crece en la plaza de la Lealtad, junto al Obelisco erigido en memoria de los héroes de la defensa de Madrid contra la invasión francesa de 1808. Es ya centenario, y el excesivo crecimiento de sus ramas amenaza con derribarlo. Para impedirlo, le han sido instaladas unas fuertes horquillas de hierro a modo de muletas, pero su progresiva inclinación resulta inquietante.

La tradición afirma que el madroño tiene la propiedad de curar hinchazones malignas. Por ello los osos, que suelen padecer inflamaciones oculares, comerían su fruto. Tal interpretación explicaría la imagen rampante que el escudo del municipio presenta.
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IGLESIA DE SANTIAGO

Situada en la plaza de Santiago, es una de las once parroquias que se mencionan en el Fuero de Madrid de 1202. Su templo actual es de nueva construcción.

En esta parroquia, que tenía una alta torre con el clásico chapitel madrileño, celebraban sus capítulos los caballeros de Santiago, y había capillas y enterramientos de los Losada, Rivadeneira y otras familias de alto linaje.

Se sabe que allí se veneraba una imagen de la Virgen de la Esperanza, antiquísima, que tenía muchos fieles, entre los que se encontraba Felipe II, que en más de una ocasión mandó llevarla al Alcázar. También, en Santiago, se creó la Cofradía de Ntra. Sra. de la Vida, que, curiosamente, sólo admitía como cofrades a los sacristanes en ejercicio.


Iglesia de Santiago según el plano de Texeira de 1656

En el año 1809, dentro del plan de reformas urbanísticas que José Bonaparte emprendió en los alrededores del Palacio Real, se procedió al derribo de la iglesia y a la construcción de una nueva, más pequeña, y utilizando el solar de unas edificaciones también demolidas junto a la antigua.

La nueva iglesia, terminada en 1811, y a la que se unió la parroquialidad de la también derribada San Juan, fue proyectada por Juan Antonio Cuervo, ayudante de Ventura Rodríguez y discípulo de Villanueva.

La fachada, de gusto neoclásico, presenta un cuerpo central, adornado de cuatro pilastras sobre plano macizo de ladrillo, rematado por un entablamento dórico. Sobre la puerta, adintelada, con ménsula y ligero alero, hay un relieve, barroco, de Julián San Martín, Santiago en la batalla de Clavijo.

El interior, de planta de cruz griega, con un deambulatorio incompleto en su perímetro, se remata con cúpula, sin tambor, y una graciosa linterna.


Iglesia de Santiago

La capilla mayor, semicircular, esta decorada con un magnífico lienzo de Francisco de Ricci, fechado en 1657, procedente de la antigua iglesia, Santiago en la batalla de Clavijo. Se completa esta capilla con las figuras, en mármol blanco, obra de Julián San Martín, de los Santos Padres de la Iglesia: San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio y San Ambrosio.

Entre su patrimonio artístico, la mayoría del siglo XIX, destacamos una imagen de la Virgen de la Fuencisla, de Salvador Páramo; otra de la Virgen de la Esperanza, de Francisco Bellver; la Beata Mariana de Jesús, bautizada en esta parroquia en 1562, talla policromada de Julián San Martín, y una Virgen del Carmen, de la escuela de Carmona, del siglo XVIII, y que procede de la antigua iglesia. También bellos cuadros, como el Tránsito de San Julián, de Maella; San Nomberto, de Bayeu, y San Francisco de Asís, de Alonso Cano. De la antigua parroquia de San Juan pasaron a Santiago un San José con el Niño; un San Juanito, del siglo XVIII, y el bello cuadro Bautismo de Cristo, de Carreño.

El 15 de febrero de 1837, a las cuatro de la tarde, partió de esta parroquia el entierro de Mariano José de Larra, gloria del Romanticismo, que vivía en la cercana calle de Santa Clara. Y en el momento de la inhumación en el desaparecido cementerio de la Puerta de Fuencarral, en la zona de Arapiles, se dio a conocer José Zorrilla, otra gloria de nuestra Literatura, con unos sentidos versos:

"Ese vago clamor que rasga el viento..."

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IGLESIA DE SAN JUAN. Desaparecida en 1811

Esta iglesia, que estaba en la actual plaza de Ramales, dedicada a san Juan Evangelista y san Juan Bautista, fue erigida en el siglo XII, y era una de las diez parroquias intramuros que se citan en el Fuero de Madrid de 1202.

Parece ser que en 1254 se derribó la antigua edificación y se construyó una nueva, pues, en ese año, el obispo de Silva, fray Roberto, previa licencia del arzobispo de Toledo, consagró la iglesia. Así constaba en un documento escrito en pergamino y redactado en latín, y también en una lápida adosada al muro en el lado izquierdo del presbiterio.

Junto a la puerta principal de San Juan había tres piedras redondas: en la central estaba esculpida una cruz; en la de la izquierda, un cordero, emblema del Bautista, y en la de la derecha, el nombre de Jesús en griego.

En el altar mayor se veneraban dos imágenes, San Juan Bautista y San Juan Evangelista, sustituidas más tarde por la Virgen de la Gracia y del Socorro.


Iglesia de San Juan en el plano de Texeira de 1656

En una de las capillas se veneraba otra imagen de la Virgen María, muy antigua, que mandó traer Felipe II desde El Campillo, cerca del Escorial, y a la cual tenía gran devoción.

En el año 1606 se agregó a esta parroquia la de San Gil, que a su vez había recibido antes la feligresía de San Miguel de la Sagra, construidas junto al antiguo Alcázar y desaparecidas al aumentar la extensión de las edificaciones palaciegas.

San Juan, hasta 1624, fue la parroquia de los reyes, y en ella fue bautizada la infanta doña Margarita de Austria, hija de Felipe IV e Isabel de Borbón. Y allí tenían sus capillas y enterramientos varios linajes nobles de Madrid como los Dávila, los Herrera, los Solís y los Luján.

El 30 de diciembre de 1773 se fundó en esta parroquia la Congregación de la Esperanza, dedicada a luchar contra el vicio y la perversión. Célebres eran las procesiones que sus cofrades, portando teas encendidas, realizaban por las calles del pecado (la Ronda del Pecado Mortal), recitando terribles aleluyas alusivas a las penas del infierno.


Ubicación de la desaparecida iglesia de San Juan

En el año 1811, José Bonaparte, dentro del plan de reformas en el entorno del Palacio Real, mandó derribar la iglesia de San Juan, uniéndose su parroquialidad a la cercana de Santiago, derribada también en 1809, pero que había sido edificada de nuevo. A Santiago pasaron algunas de sus imágenes y cuadros: un San José con el Niño; un San Juanito, barroco, del siglo XVII, y un bellísimo cuadro de Carreño, Bautismo de Cristo, fechado en 1683.

En la plaza de Ramales, abierta sobre el solar del viejo San Juan, se erigió, en 1961, un sencillo monolito que recuerda que allí estuvo enterrado el pintor Diego de Velázquez, cuyo cuerpo lamentablemente desapareció con la demolición.

Según algunos historiadores, la piqueta destructora del francés sólo afectó al alzado del edificio, y no a su cripta, en donde se supone recibió sepultura el artista. Con el paso del tiempo, la ubicación exacta de los restos fue olvidada, y los intentos por recuperarlos —el último en 1999— siempre han sido vanos. Velázquez murió en 1660 de una pancreopatía aguda o peritonitis, lo que en el siglo XVII se denominó una “terciana sincopal minuta sutil”. Fue amortajado con el manto capitular de la Orden de Santiago, con la roja insignia al pecho, el sombrero, la espada, botas y espuelas. Una vez finalizadas las tareas de excavación, el Ayuntamiento construirá un aparcamiento subterráneo en este lugar, y en la plaza, peatonalizada, se marcará con granito oscuro la planta del histórico templo.
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IGLESIA DE SAN NICOLÁS

Se encuentra esta iglesia en la calle y plaza de San Nicolás, a las que da su nombre. De arquitecto desconocido, data su edificación del siglo XII, siendo citada en el Fuero de Madrid de 1202 como una de las diez parroquias intramuros que por entonces existían en la Villa.

Aunque ha sufrido varias transformaciones a lo largo de los años, conserva su bella torre mudéjar (declarada monumento nacional en 1931) y numerosos detalles arquitectónicos en el interior del mismo estilo.

La capilla mayor está presidida por un retablo neoclásico de principios del XIX, con una imagen de Ntra. Sra. de los Dolores del siglo XVIII, de autor anónimo, pero que sigue el estilo del escultor de la escuela madrileña Salvador Carmona. Como esta imagen no era apta para los desfiles procesionales de Semana Santa, se encargó otra a Valeriano Salvatierra, que la donó al templo en 1825, y que se venera en una de las capillas laterales.

Otras imágenes interesantes son un busto de la Dolorosa, en madera policromada, del granadino Pedro de Mena, de mediados del XVII; un Niño Jesús, sevillano, de mitad del XVII; un San José con el Niño, rococó, del XVIII; un San Nicolás, de Juan Alonso de Villabrille y Ron, y un bellísimo Ecce Homo del escultor flamenco Nicolás Bussy. También bellas pinturas de los siglos XVII XVIII cuelgan en varias zonas del templo.

A los pies de la iglesia, bajo el coro, una lápida nos recuerda que allí estuvieron depositados, hasta su traslado a Santander, los restos de Juan de Herrera, arquitecto del Escorial. También allí fue bautizado el poeta Alonso de Ercilla.


Torre de San Nicolás

En el año 1805 fue desmantelado y abandonado el templo, pasando la feligresía a la cercana iglesia del Salvador y el edificio a usarse como almacenes militares, Tres años después, en 1808, serviría de cuartel a las tropas francesas; posteriormente, a cuartel de Alabarderos y, en 1823, a sede de la Banda de Voluntarios Realistas.

En el año 1825, al solicitar la Orden de los Servitas un templo en Madrid, se le concedió éste, por lo que volvió a abrirse al culto.

La Orden de los Servitas, Venerable Orden Tercera de Siervos de María, fundada en 1233 por San Felipe Benicio, propaga el culto a Ntra. Señora de los Dolores.

En 1842, año en el que se acordó derribar por ruinosa la cercana iglesia del Salvador en la calle Mayor, fueron reunidas las dos parroquias en el templo recuperado y restaurado por los servitas.

Hoy día, aunque esta iglesia permanece en pie, conociéndosela por San Nicolás de los Servitas, las dos antiguas parroquias tienen su sede en el solar del que fue templo de San Juan de Dios, en Antón Martín.
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IGLESIA DE SAN PEDRO EL VIEJO

La iglesia de San Pedro, que está situada en la calle del Nuncio, esquina a la costanilla de San Pedro, ahora, cuando ha perdido alguna de sus escasas obras de arte y su condición de parroquia (es una de las citadas en el Fuero de Madrid de 1202), en su modestia, resulta insuperable.

Edificada sobre una antigua mezquita árabe, parece ser que fue reconstruida por el rey Alfonso XI para conmemorar la toma de Algeciras (1345). Sí es seguro que, reinando Felipe IV, se realizaron unas drásticas reformas para adaptarla al gusto barroco, obras ejecutadas por el maestro Francisco Sanz y finalizadas en 1661 (de esta época son los escudos reales que pueden verse en las fachadas norte y sur). También se realizaron algunas reformas durante el siglo XVIII y después de las guerras de la Independencia y de 1936.

En 1891 se trasladó la parroquia y la advocación a la iglesia de la Paloma, por lo que, desde entonces, recibe la denominación de San Pedro el Viejo para distinguirla de su sucesora, llamada San Pedro el Real.

La parte más antigua conservada es la torre, que data de su época de reconstrucción en el siglo XIV. De estilo mudéjar, muy esbelta, se adorna en las cuatro caras con aspilleras inscritas en arquitos ciegos de herradura. El cuerpo del campanario, con ventanas geminadas de medio punto, alojó una famosa campana, sustituida por otra en 1801, que según la tradición, por su gran tamaño, no podía ser subida a su lugar y una mañana apareció puesta en él. Su tañido atraía la ansiada lluvia o alejaba las tormentas de pedrisco.


Iglesia de San Pedro el Viejo

Junto a la puerta de entrada por la calle del Nuncio (existe otra cegada por la costanilla de San Pedro) hay dos dependencias, con sus propias puertas de acceso, que fueron sede de dos antiguas hermandades: la Cofradía del Cristo de las Lluvias, vinculada con la famosa campana milagrosa de la torre, y la Venerable Congregación de Sacerdotes Naturales de Madrid, hoy en la calle de San Bernardo.

En el interior apenas pueden verse restos medievales. Casi todo es fruto de la remodelación del siglo XVII. Presenta un conjunto de planta basilical, con naves laterales a ambos lados del presbiterio, rematadas con sendas grandes capillas. La del lado izquierdo, que conserva la bóveda gótica de nervaduras de su fábrica primitiva, era propiedad de la familia Luján, y guardó la estatua en alabastro de don Antonio de Luján, arzobispo de Mondoñedo, y que actualmente se encuentra en el Museo Arqueológico de Madrid; hoy esta capilla pertenece a la Cofradía de la Virgen del Perpetuo Socorro. La otra capilla, la de la derecha, donde antiguamente estaba el Cristo de las Lluvias, hoy es la del Santísimo.

La nave central, con arcos de medio punto entre pilastras toscanas, se cubre con bóveda de cañón con lunetos laterales.

El retablo del altar mayor, barroco, casi churrigueresco, de Sebastián de Benavente, tiene columnas salomónicas, escudos reales, angelotes portando la tiara papal, una hornacina con una Inmaculada del siglo XIX y una copia del cuadro de Guido Reni La crucifixión de Cristo realizado por Juan Bautista Caturnio. A ambos lados de este retablo, sustituyendo a las muy buenas esculturas de Manuel Gutiérrez, San Pedro y San Pablo, destruidas en 1936, se encuentran dos cuadros del siglo XVII, San Francisco de Asís y Santa Isabel de Hungría.

Otra obras de arte son un buen busto de Ecce Homo y un San José con el Niño, barrocos, colocados en la nave de la derecha; una soberbia escultura de San Roque, obra de Esteban de Agreda, en la capilla del Perpetuo Socorro; un San Antonio, del siglo XVIII, y la imagen de Jesús Nazareno conocida como Jesús el Pobre, obra de Juan de Astorga, de gran veneración en todo Madrid.
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JESÚS EL POBRE

En la calle del Nuncio, en pleno cogollo del Madrid antiguo, se encuentra la iglesia de San Pedro el Viejo, que conserva uno de los pocos vestigios medievales de la Villa: su bella torre mudéjar. Y allí, en el lateral izquierdo, frente a la puerta de entrada, en un sencillo retablo construido con algunas piezas recuperadas (en 1936 se perdió el original), se venera una imagen de Jesús Nazareno, que las gentes sencillas han denominado popularmente como Jesús el Pobre.

Esta extraordinaria imagen, realizada a finales del siglo XVIII por el imaginero sevillano Juan de Astorga, fue cedida al templo en 1812 por la duquesa viuda de Santiesteban y Medinaceli, que antes la había tenido en su casa-palacio de Sevilla, la popular "Casa de Pilatos".


Jesús el Pobre

Contemplando esta efigie, y a pesar de que sus fieles devotos no quieren para nada hablar de comparaciones, éstas surgen fácilmente con el de Medinaceli, con el que presenta varias semejanzas: ambos son tallas en madera, vestidos con el hábito nazareno de la misma casa ducal de Medinaceli; son de un tamaño similar, de parecidas posturas, y están colocados sobre sencillas peanas. Las diferencias se hallan en los escapularios, más sencillo en el Pobre; en la melena que en éste cae sobre los hombros, mientras en el otro lo hace sobre la espalda. La mayor distinción se encuentra en los rostros: el de Medinaceli es de un profundo sentimiento y padecimiento, con la cara envejecida y ennegrecida; el del Pobre resulta más juvenil, sin arruga alguna, con los ojos más abiertos, de los que parece que, de un momento a otro, se va a desprender una lágrima.

La devoción al Jesús Nazareno de la calle del Nuncio tiene una profunda raigambre popular: frecuentes son las visitas todos los viernes del año, preferentemente los de Cuaresma, y su Hermandad Penitencial saca la imagen en procesión la tarde del Jueves Santo.
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EL MISTERIOSO CABALLERO DE SAN PEDRO EL VIEJO

Cuando entramos en cualquier iglesia medieval, el silencio que allí reina nos invita a la oración y a la meditación. Pero en todas ellas se respira también un cierto aire de misterio; nos sentimos cautivados por sus severas arquitecturas, sus penumbras, claroscuros y sus tumbas, que siempre guardan personajes de leyenda. La que fue primero mezquita y luego iglesia cristiana de San Pedro el Viejo, en la calle del Nuncio, además de la leyenda de su famosa campana, encierra un hecho misterioso. Nos cuenta Jerónimo de Quintana en sus Grandezas de Madrid que, en el siglo XVI, tras el derrumbamiento de una de las paredes de la sacristía, apareció el cuerpo de un caballero "de punta en blanco", que así se llamaba o decía cuando iban con la armadura completa, expresión que en nuestros días utilizamos para indicar que vamos con nuestras mejores galas. El tal caballero apareció de pie, con su yelmo, hombreras, peto, espaldar, guanteletes, escarcelas, cota de mallas y demás pertrechos de la armadura, y conservando intacto el cuerpo salvo la cabeza, que era la única parte no embalsamada.


Iglesia de San Pedro el Viejo

¿Quién fue este misterioso caballero? ¿Cuál fue la causa de ser enterrado sin ataúd en un muro y en posición erguida? Nunca se supo. Jerónimo de Quintana no lo aclara en su libro, sólo indica que, tras unos días de ser expuesto, fue de nuevo depositado en el mismo lugar, al ser reparado el muro. En la actualidad, en la iglesia de San Pedro el Viejo nadie sabe nada del tema, ni hay ninguna inscripción, lápida o cartel que indique el lugar donde está emparedado el misterioso caballero.
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IGLESIA DE SAN MIGUEL DE LA SAGRA. Desaparecida entre 1536 y 1560

De San Miguel de la Sagra, una de las once parroquias históricas de la Villa —se cita en el Fuero de Madrid de 1202—, poco se sabe, ya que fue la primera en desaparecer. Parece ser que estaba dentro del primer recinto amurallado, en el llamado Campo del Rey, junto al puente levadizo y foso del Alcázar, muy cerca de la puerta de la Sagra de la que tomó el sobrenombre. Este espacio estaría hoy situado aproximadamente en la plaza de la Armería.


Ubicación de la primitiva iglesia de San Miguel de la Sagra

Es casi seguro que fue una iglesia muy pequeña, de estilo mudéjar, con una única nave, cubierta ésta con armadura de madera, y con una torre alta y delgada. Dada su situación, debió ser una iglesia frecuentada por los labradores de los campos —la Sagra— que desde allí se extendían hasta el río y por el personal militar y de gobierno de la ciudad. Sin duda que también los primeros reyes que con mayor o menor regularidad empezaron a vivir en el Alcázar —Pedro I y luego los de la dinastía de Trastámara— elegirían este templo para sus practicas religiosas cuando se encontraban en Madrid.


Iglesia y convento de San Gil en el plano de Texeira de 1656

Esta antigua iglesia desapareció en alguno de los años comprendidos entre 1536 y 1560, coincidiendo y con motivo de la ampliación y reformas emprendidas por Carlos I en el Alcázar, pero en sustitución se construyó otra nueva justo al lado, en zona ya de la actual plaza de Oriente. Allí pasó la titularidad de la parroquia bajo la advocación antigua de San Miguel —pronto olvidada— y la añadida de San Gil, que fue la que prevaleció popularmente con el sobrenombre de Real por convertirse en la parroquia de Palacio.

En el año 1606, Felipe III donó esta iglesia y unas casas inmediatas a los religiosos franciscanos descalzos para que erigieran un convento, que empezó a construirse en 1613 y fue conocido cariñosamente por el de "los Gilitos". Permaneció en pie hasta la época de José Bonaparte, a principios del siglo XIX.


Ubicaciones del convento y del cuartel de San Gil

Carlos III, que también quiso favorecer a los Franciscanos de San Gil, les levanto otro convento en el llamado Prado de Leganitos, la actual plaza de España, que no estuvo terminado hasta 1797, ya en tiempos de Carlos IV, pero que nunca llegó a ser ocupado por los religiosos —dicen que la reina María Luisa se opuso a ello por temor a ser espiada por los monjes, dada la cercanía con el Palacio Real—, por lo que fue destinado posteriormente a cuartel de guardias de Corps y luego albergó fuerzas de Caballería y de Artillería. Célebre por las varias asonadas que de él partieron en los turbulentos finales del siglo XIX, este cuartel de San Gil desapareció en 1908.
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MONASTERIO DE SAN MARTÍN. Desaparecido en 1810

Este antiquísimo monasterio de Padres Benitos ocupaba el espacio de la actual plaza de San Martín, donde se ubicaba la iglesia —al lado de las Descalzas— y las dos manzanas de casas que, entre la propia calle de San Martín y la de Hileras, median hasta la del Arenal.

Consta que el rey Alfonso VII, a 13 de julio de 1126, confirmó el privilegio ya concedido por Alfonso VI, haciendo merced al prior de San Martín para que pudieran poblar en esta villa el entorno del monasterio, que quedó bajo su jurisdicción, y que entonces estaba extramuros.

Hasta el reinado de Felipe III, este monasterio dependía de Santo Domingo de Silos, pero ya en el reinado de este monarca, al confirmarse la capitalidad de Madrid, el arzobispo de Toledo don García de Loaysa consiguió que San Martín quedara independiente y tuviera abad propio.


Monasterio de San Martín en el plano de Texeira de 1656

La Iglesia de San Martín, que fue una de las parroquias históricas de la Villa (aparece en el Fuero de Madrid de 1202), era de escaso interés artístico, y la relación que de ella nos hacen algunos cronistas pertenece a una profunda reforma que a principios del siglo XVII fue dirigida por el maestro Gaspar Ordóñez. De esta misma época era la capilla mayor, costeada por don Alonso Muriel y Valdivieso, secretario de Felipe III, que allí tuvo su enterramiento junto a su esposa Catalina de Medina.

Enterrados en otras capillas estuvieron también el arzobispo de Laocidea y patriarca de las Indias don Manuel Ventura de Figuería, fray Miguel Sarmiento, el geógrafo y marino Jorge Juan y, clandestinamente, para que no fueran profanados por los franceses, Daoiz y Velarde. Cuando fue demolida la iglesia en 1810, los restos de los héroes del 2 de mayo de 1808 permanecieron escondidos hasta 1814, año en el que fueron trasladados, una vez terminada la guerra de la Independencia, a la iglesia colegiata de San Isidro.

Recibían culto en San Martín la antigua imagen del Cristo de los Milagros, la veneradísima Virgen del Alumbramiento, Ntra. Sra. de Montserrat, Ntra. Sra. de la Encarnación y, como titular del monasterio, San Martín, cuya imagen a caballo, partiendo su capa con un pobre, era obra de Pereira.


Monasterio de San Martín

Al ser demolida la iglesia por José Bonaparte en 1810, la titularidad de la parroquia pasó al antiguo templo de Portacoeli, en la calle de la Luna. Este templo perdió su condición de parroquia en el año 1991, quedando convertido en filial de la de San Ildefonso; después, durante unos años, la Delegación Diocesana de Inmigración instaló allí la Capellanía Polaca, y en la actualidad, tras ser bellamente restaurado, se ha abierto como Templo Eucarístico, para la exposición y adoración permanente del Santísimo Sacramento.

El edificio del antiguo monasterio, tras el derribo de la iglesia, fue conservado y ocupado por diversas dependencias oficiales, sucumbiendo finalmente durante el período revolucionario de 1868.
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ANTIGUA IGLESIA Y CONVENTO DE SAN FRANCISCO

Hay una antigua tradición que asegura que el propio San Francisco de Asís, cuando vino a España haciendo el Camino de Santiago, a su regreso se desvió de la ruta, predicando en las provincias castellanas y en Madrid. Aquí en la Villa, en el año 1214, sus moradores le ofrecieron como limosna unos terrenos en el arrabal, fuera de las murallas, sobre el río, donde el Santo, con ramas y adobe, al lado de un huerto donde había una fuentecita cuyas aguas curaron al venerable San Francisco de unas tercianas que padecía, levantó un pequeño y pobre cenobio y una ermita. A su alrededor crecería después la ciudad, el llamado arrabal de San Francisco.

Con el tiempo, sus discípulos, los franciscanos, ayudados por los donativos de los fieles, fueron agrandando el primitivo convento, cuya iglesia se dedicó a Jesús y María, aunque era más conocida por el nombre de San Francisco o el de Ntra. Sra. de los Ángeles. Importantes fueron también las donaciones efectuadas por muchos de nuestros reyes y, sobre todo, por las principales y mas linajudas familias madrileñas, que colaboraron en la fundación de magníficas capillas.

El vasto caserón del convento, con diez patios, doscientas celdas, noviciado y enfermería, estaba situado a la izquierda de la actual iglesia de San Francisco el Grande, al final de la calle de Bailén, y se extendía, por la calle del Rosario, hasta la Cuesta de las Descargas.


San Francisco predicando en Madrid

Este inmenso monasterio, cabeza de la Orden en España, residencia del ministro general y de los comisarios generales de las Indias y Tierra Santa, daba cobijo en sus celdas a los mejores predicadores y escritores franciscanos, a lo más selecto, de tal manera que al franciscano irlandés padre Wadding, que escribió una historia de la Orden a mediados del siglo XVII, le parecía que allí, ante la erudición que en todos encontró, estaba en un concilio permanente de Padres de la Iglesia.

El templo, de estilo gótico, con techumbre de madera en su única nave general y bóveda de crucería en el ábside, tenía entre los contrafuertes veinticinco grandes capillas laterales, donde había cuarenta suntuosas tumbas, veintiocho de ellas con estatuas de alabastro. Allí reposaban los restos de personajes pertenecientes a familias de alta alcurnia como los Vargas, Ramírez, Luzón, Luján, Cárdenas, Solier y, en la capilla mayor, en el más espléndido mausoleo de todos, los de Ruy González de Clavijo, embajador de Enrique III en la corte del Gran Tamerlán de los tártaros. Esta última tumba fue luego trasladada a una capilla lateral para poner en su lugar la de doña Juana, esposa de Enrique IV.

En sus mas de cuarenta altares se supone que se venerarían numerosas imágenes, de las que sólo hay conocimiento de la existencia de la Virgen de la Aurora, una Inmaculada que por proceder de América era llamada La Indiana, San Onofre y Ntra. Sra. del Olvido, la única conservada, y que se encuentra en la primera capilla de la izquierda en San Francisco el Grande. También había pinturas de Carducho, Caxés, Solís, Nardi y Pereda.

Parece ser que las reformas de ampliación realizadas en este viejo templo en el año 1617 no debieron ser suficientes, puesto que en 1760, ante el escaso espacio útil, el gran número de franciscanos de su inmenso convento (ciento cincuenta en aquella época) y, también, por el deseo de tener una iglesia más representativa, lamentablemente se derribó, perdiéndose para siempre una de las poquísimas iglesias góticas de Madrid, además de sus sepulcros artísticos y esculturas funerarias, un verdadero panteón de personas reales e ilustres y parte de la historia de la Villa.


Monasterio de San Francisco en el plano de Texeira de 1656

El 8 de noviembre de 1761 se ponía la primera piedra del futuro San Francisco el Grande, trasladándose el culto, mientras duraron las obras, a la cercana capilla de la Venerable Orden Tercera, asociación piadosa seglar de carácter independiente, pero que entonces estaba dentro del ámbito conventual.

El antiguo convento, en el que se hicieron también importantes reformas a cargo de Sabatini, fue escenario, en 1834, al igual que el actual Instituto de San Isidro y entonces Colegio de los jesuitas, de las terribles y espantosas matanzas de frailes, acusados por el populacho de envenenar las aguas de Madrid y provocar una epidemia de cólera.

En el año 1835, en tiempos de la desamortización de Mendizábal, los franciscanos tuvieron que abandonar el convento, que se convirtió en cuartel de Infantería y de Prisiones Militares, desapareciendo totalmente en 1961. Sólo está en pie la nueva iglesia, San Francisco el Grande, que quedó dependiendo de la Casa Real y ahora del Ministerio de Asuntos Exteriores.
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DOS ANÉCDOTAS DEL CONVENTO DE SAN FRANCISCO

Dos hechos curiosos o anecdóticos se cuentan referidos al convento de San Francisco. El primero, que tiene como protagonista al propio santo de Asís, se desarrolla en una zona que luego, en tiempos del rey Juan II, sería ocupada por el palacio de los duques de Arjona y, más modernamente, por el de los duques de Pastrana, también desaparecido. Este último palacio formaba esquina en la calle de Dos Amigos (cerca de la hoy plaza de Cristino Martos) con la de Leganitos, que hasta allí llegaba antes de abrirse la Gran Vía y formarse la plaza de España. En tiempos lejanos, todos estos terrenos estaban ocupados por las fértiles huertas del convento de San Martín, huertas regadas por un arroyo, llamado de Leganitos, que discurría por la actual calle de los Reyes y se precipitaba en torrentera a un barranco en la ahora plaza de España. Y cuenta la leyenda que, en cierta ocasión, San Francisco de Asís, que estaba predicando en Madrid y acababa de construir un pequeño cenobio, encontró por estos parajes a un malhechor que, perseguido por los alguaciles, le rogó que no lo delatara, marchándose rápidamente. Al rato, llegaron gentes armadas tras el huido, y preguntado el Santo por el fugitivo, metiéndose las manos en las mangas de su hábito y señalando su interior , respondió: "Por aquí no ha pasado el hombre que buscan". Y no mentía, ya que el perseguido no había pasado por su bocamanga.

La casa que perteneció al duque de Pastrana, ya desaparecida, tenía en la fachada una efigie de san Francisco, para recordar esta sencilla historia.


San Francisco de Asís

La otra anécdota se refiere al famoso rosario de la Aurora, procesión que salía del antiguo y desaparecido convento de San Francisco por una puerta lateral que daba a la calle del Rosario y comunicaba directamente con la capilla de Ntra. Sra. de la Aurora. Los cofrades, con treinta y seis enormes faroles y otra gran profusión de luces, recorrían en oración las calles de Madrid, acudiendo inmensa cantidad de devotos que iban engrosando la comitiva según avanzaba la carrera. Muchos años se celebró esta devoción, hasta que una vez, encontrada esta procesión en la desaparecida calle de los Remedios (en la actual plaza de Tirso de Molina) con otro rosario organizado por el asilo de Santa Catalina de los Donados, se suscitó, al ser la calle tan estrecha, una discusión violentísima sobre cual de las dos tenía preferencia de paso. El tumulto llegó a tal extremo que las dos cofradías la emprendieron a farolazos, teniendo que intervenir la guardia para calmar los ánimos y separar a los contendientes. La autoridad, a consecuencia de tal refriega, prohibió desde entonces las dos procesiones, quedando el dicho popular de decir, refiriéndose a algo que termina violentamente, que "acabó a farolazos como el rosario de la Aurora".
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COFRADÍA DE LA SANTA VERA CRUZ

A mediados del siglo XIII fue fundada en el convento de San Francisco la cofradía de la Santa Vera Cruz, que poseía una ermita en la calle del Humilladero y un hospital para peregrinos en el arrabal de San Francisco, más allá del convento, en zona entonces despoblada.

La ermita, humilladero, que era la primera estación de un Vía Crucis procesional organizado por el propio san Francisco, fue posteriormente ampliada y convertida en templo, al unirse la antigua cofradía con la de Santa María de Gracia, cuya imagen presidía el altar. En el siglo XVII tuvo una nueva ampliación, y en una de las capillas se guardaban algunos de los pasos que figuraban en la procesión de Semana Santa. Después, al ser derribado en 1903, todas las imágenes, objetos de culto y titularidad de las cofradías pasaron a la cercana iglesia de los Irlandeses, que, situada al final de la calle del Humilladero, fue incendiada en 1936 y ya no se volvió a reedificar.

El hospital de Peregrinos de la Vera Cruz también se trasladó, en 1555, a la calle de Tetuán, que antiguamente y por esta causa se llamaba de Peregrinos. Este hospital, regido por frailes franciscanos, era como todos los de la Edad Media muy distinto a lo que su nombre hoy nos sugiere; era más bien un albergue: proporcionaba cobijo para dormir, espacio para descansar y comida, con algún servicio complementario como arreglo de ropa y calzado. La asistencia se daba totalmente gratuita y allí podían permanecer durante una semana "de bóbilis" los visitantes menesterosos que acudían a Madrid. Algunos de estos hospitales, no todos, contaban con infraestructura para cuidar y sanar enfermos.


Hospital medieval

En 1580, este hospital fue requerido por el Ayuntamiento para recoger a los atacados de una pestilencia; que así se llamaba entonces a las epidemias de gripe o catarro que con tanta frecuencia han castigado a Madrid. Y como uno de los síntomas de la enfermedad era el estornudo, desde aquella época viene la costumbre de decir "Jesús" ante tal convulsión, expresando cristianamente el deseo de que el enfermo curase.

En 1587, al haber quedado sin uso el hospital, se empezaron a recoger mujeres arrepentidas de su mala vida, que al ir empezando a tomar cuerpo de Comunidad, el presidente del Consejo de Castilla don Francisco de Contreras les edificó en la calle de Hortaleza, en 1623, el convento de Recogidas de Santa María Magdalena de la Penitencia. Este edificio es, en la actualidad, sede de una central sindical.
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ANTIGUO CONVENTO DE SANTO DOMINGO. Desaparecido en 1869

En el año 1217 llegaron a Madrid varios religiosos, discípulos del que luego sería santo Domingo de Guzmán, con la intención de predicar y obtener fondos para la fundación de un convento. Su labor fue tan extraordinaria, tan eficaz, que los vecinos los colmaron de limosnas y el concejo de la Villa les donó un terreno en el arrabal, fuera de las murallas, cerca de la puerta de Valnadú, en lo que hoy es la plaza y cuesta de Santo Domingo, donde rápidamente empezaron la construcción.

Cuando al año siguiente el propio Domingo de Guzmán vino a interesarse por el estado de las obras y a participar él mismo en ellas, no le pareció conveniente que sus frailes disfrutaran de tanta hacienda y rentas, por lo que decidió establecer allí una comunidad de religiosas dominicas, siendo doncellas de Madrid las primeras que tomaron el hábito y las primeras que constituían un convento de monjas en España.

Años más tarde, en 1257, ante la poca capacidad del primitivo y sencillo convento, se determinó derribarlo y construir otro, inmenso, en ladrillo mudéjar, que llegaba en su trasera a la hoy costanilla de los Ángeles y se extendía hasta parte de la actual plaza de Oriente por terrenos de la llamada "Huerta de la Reina", cedidos estos por el rey Fernando III en 1228. Éste es el grandioso monasterio, cuyas campanas se oían en todo Madrid, que llegó casi intacto en su estructura exterior a 1869, año en el que desgraciadamente se demolió.

El retablo de la capilla mayor del templo de Santo Domingo, añadido en el siglo XVII, barroco, contenía extraordinarias pinturas: la Virgen del Rosario, que presidía el cuerpo central, y Santo Domingo y San Pío V, en los laterales. Buenas imágenes de santos de la Orden ocupaban los intercolumnios corintios de separación y, en la parte superior, como remate, Jesucristo con San Juan y María a los lados.


Santo Domingo

En las capillas laterales también había cuadros de mérito: San Agustín, de Ricci; una Sagrada Familia, de Eugenio Caxés, y la Adoración de los Reyes, de Carducho.

En este templo recibía culto la imagen de la Madona de Madrid, muy poco conocida, y que actualmente está en la zona de clausura del nuevo convento de dominicas de la calle de Claudio Coello.

Pero lo más importante de Santo Domingo era el coro, magnífica obra realizada bajo la dirección de Juan de Herrera por encargo de Felipe II, que contenía el bellísimo mausoleo en mármol blanco (allí fue trasladado desde otras dependencias) de la princesa doña Constanza de Castilla, nieta del rey don Pedro I, que fue priora del convento durante cincuenta años.

En una de las capillas estaba enterrado el propio rey don Pedro, del que se cuenta una famosa leyenda. Habiendo dado muerte el que pasó a la historia de España con el sobrenombre de El Cruel a un sacerdote, junto a Santo Domingo, siempre que pasaba el monarca por aquellos contornos se le aparecía la sombra del cura, avisándole que "habría de ser piedra en Madrid". El vaticinio se cumplió, pues, enterrado don Pedro en el convento, el mausoleo tenía su estatua orante, una magnífica figura en alabastro que se conserva en el Museo Arqueológico.


Monasterio de Santo Domingo

Otra leyenda relacionada con Santo Domingo se refiere a la sepultura en su bóveda de doña María de Cárdenas, de la que sus sirvientes no sabían que padecía desmayos catalépticos. A la noche siguiente del entierro, las monjas escucharon dolorosos gemidos, ignorando la causa de los mismos, pero que, meses después, al abrir el panteón para un nuevo enterramiento y encontrar a la desgraciada fuera del ataúd, lo comprendieron: había sido enterrada viva.

En este viejo convento estuvo también el sepulcro, durante cuatro años, del príncipe don Carlos, hijo de Felipe II, hasta que fue trasladado a el Escorial en 1573.

Y Santo Domingo, que había resistido cientos de años y guerras, incluso durante la ocupación francesa fue asaltado y su zona de huerta confiscada para los planes urbanísticos de José Bonaparte, lamentablemente sucumbió a la piqueta, con todos sus tesoros dentro, en la revolución de 1868. Las monjas dominicas, expulsadas de su convento, tuvieron entonces que pedir alojamiento provisional en el de Santa Catalina, de la calle Mesón de Paredes, donde estuvieron hasta 1882, año en el que se termino de edificar un nuevo convento de Santo Domingo en la calle de Claudio Coello, que también fue asaltado en 1936 y luego reparado.
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LA PILA DE LOS BAUTISMOS REALES

En el nº 112 de la calle de Claudio Coello, entre Diego de León y General Oráa, se encuentra la nueva sede del convento de Santo Domingo, que perdió su antiguo emplazamiento en la cuesta y plaza del mismo nombre durante la revolución de 1868, y que allí fuera fundado en 1218.

Pocas son las cosas que las monjas dominicas conservan de su primitivo y rico monasterio, obligadas a abandonarlo en el plazo de tres días desde que recibieron la orden tajante del Gobierno, y que incluso sufrieron el asalto del populacho antes de desalojarlo; pero entre el pequeño tesoro que pudieron salvar se encuentra una pila bautismal de gran valor histórico y sentimental, ya que perteneció a la iglesia del castillo de los Guzmán y en ella fue bautizado santo Domingo de Guzmán.

De esta iglesia, que luego pasó a ser sede parroquial del pueblo de Caleruega (Burgos), mandó el rey Fernando III el Santo que fuera sacada la pila, entregándosela en custodia a las monjas dominicas para que fuera utilizada en el bautizo de los miembros de la realeza de España. Desde entonces, éste ha sido su cometido, habiendo tenido que ser multitud de veces transportada fuera del convento y varias veces a diversos puntos de España.


Pila de Santo Domingo

La pila, de mármol blanco, está recubierta exteriormente con un engaste de plata adornado con relieves de oro, varios escudos de esmalte y una banda central que imita hojas de palma. Este engaste, en el que se utilizaron 174 onzas de plata, se realizó en 1771, y sustituye a otro más antiguo de escaso valor y muy deteriorado.

En los desplazamientos de la pila fuera del convento, en un estuche especial con varas laterales para transportarla, se seguía un riguroso ceremonial, hoy más simplificado, que incluía el viaje en carroza y el acompañamiento del jefe superior y del capellán mayor de la Casa Real. Y cuando los bautizos eran en el Palacio Real de Madrid, se utilizaba una columna de plata que servía de pie a la pila y se guardaba en el llamado salón Gasparini, lugar de las celebraciones.

Esta pila de los bautizos reales, auténtica reliquia medieval, que se encuentra en una capilla lateral del templo de las dominicas de Claudio Coello, ha venido a dar un poquito de historia a un barrio nuevo casi carente de ella, el barrio de Salamanca.
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EL POZO DE SANTO DOMINGO Y LA HUERTA DE LA REINA

En la calle de Campomanes, entre las plazas de Sto. Domingo y de Isabel II, en el nº 3, hay una casa normal de vecinos que aparentemente no tiene ninguna característica especial, pero que, sin embargo, guarda uno de los vestigios medievales más antiguos de la Villa, también tesoro de nuestro patrimonio emocional y religioso, y que en la actualidad pocos madrileños conocen.

Estos terrenos estuvieron ocupados hasta el año 1868 por el antiguo convento de Santo Domingo, que de tener una pequeña extensión en el año de su fundación, 1218, pasó, tras sucesivas compras y cesiones, y en mayor medida con la donación de la llamada Huerta de la Reina, a cerrar entre sus tapias todas las amplísimas tierras entre la plaza de Sto. Domingo y parte de la actual de Oriente.

Y dice la tradición que nada más fundarse el convento, ante la necesidad que tenían las monjas dominicas de pagar a servidores que les trajeran el agua de los cercanos caños del Peral, el mismo santo Domingo de Guzmán cavó un pozo en aquellas tierras, tan ricas en aguas subterráneas, para que tuvieran así agua para su servicio.


Pila de Santo Domingo

Este pozo, que es el que se conserva en la calle de Campomanes, ha sido durante siglos lugar de peregrinación de los madrileños, que atribuían a sus aguas poderes curativos para diversas enfermedades. Hoy, allí permanece, sólo, tranquilo, olvidado en un rincón del patio, con sus trece metros de profundidad, sus aguas claras como en los tiempos monjiles y su brocal construido después de la guerra de la Independencia, ya que el primitivo lo destruyeron los franceses.

La llamada Huerta de la Reina era una extensa finca de recreo, con jardín y huerta, cerca del antiguo Alcázar, que el rey Alfonso VIII, el vencedor de las Navas de Tolosa, regaló a su esposa doña Leonor de Inglaterra. Ocupaba el grandísimo espacio que hoy tienen la plaza de Isabel II, parte de la de Oriente y la zona de la calle del Arenal hasta la actual de las Fuentes, que recibió este nombre cuando se abrió porque allí había una alameda, perteneciente al jardín, con ocho hermosas fuentes, rematadas con bustos de los ocho Alfonsos reyes de Castilla.

La finca se abastecía de agua de los caños del Peral, aguas que se filtraban a través de corrientes subterráneas desde la laguna de Luján (en la actual plaza Mayor). Estos caños, que ya existían en tiempos de los árabes, alimentaban también unos baños y lavaderos públicos situados junto a la puerta de Valnadú.

Cuando Fernando III el Santo, en el año 1228, cedió todos estos terrenos a las monjas dominicas, el pueblo pasó a llamarlos Huerta de la Priora, y el convento, que ya había sido el primero de monjas fundado en España, se convirtió por muchos años en el de mayor extensión de Madrid.
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LA MADONA DE MADRID

A pesar del sugerente nombre y ser una de las imágenes más antiguas que se conservan, pocos madrileños conocen la existencia de esta Virgen, imposible de visitar, ya que se encuentra en la zona de clausura del nuevo convento de Santo Domingo, en el nº 112 de la calle de Claudio Coello.

Según la tradición, fue el rey Fernando, en el año 1228, cuando tomó bajo su protección a las monjas del antiguo y hoy desaparecido convento de Santo Domingo en la plaza del mismo nombre, quien les donó esta imagen junto con los terrenos de la llamada Huerta de la Reina


Madona de Madrid

Hoy, por investigaciones realizadas por diversos críticos de arte, parece descartada esta procedencia de la imagen, ya que su talla es posterior, seguramente del siglo XIV, y quizá sea donación de doña Constanza, nieta del rey D. Pedro I, que fue priora del convento en esta época.

La imagen, de unos 50 cm de altura, en madera policromada, representa a una Virgen sedente, en trono bajo, con proporciones perfectas en sus facciones, que mantiene sobre su pierna izquierda al Niño Jesús, levemente sostenido con el brazo materno, y alza una flor en su mano derecha. El vestido de la Virgen, con un gran broche circular en el cuello, se cubre con un manto que envuelve al propio Niño y que llega hasta los pies del trono, donde se alternan representaciones de castillos y leones heráldicos.

La contemplación de esta imagen, celosamente guardada por las monjas dominicas en su clausura, que sólo ha salido en contadísimas ocasiones para figurar en algunas exposiciones, y que refleja una gran serenidad, gracia, equilibrio..., nos conmueve por la expresión bondadosa del rostro de la Virgen, que no mira a su Hijo, sólo lo presenta y entrega al pueblo.
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SAN GINÉS

San Ginés, en la calle del Arenal, esquina a Bordadores, una de las parroquias históricas de Madrid, erigida extramuros a mediados del siglo XIII junto con un hospital del mismo nombre, era, desde antiguo, una de las iglesias más populares, ya que en ella se daba culto al famoso Cristo de San Ginés. El actual templo data sólo del año 1645, aunque mejor sería decir desde 1826 por las posteriores restauraciones y reconstrucciones a que ha sido sometido.

Se sabe que fue reedificado por los monarcas castellanos y que, en el año 1358, un capellán de don Pedro I, Juan González, pidió limosna para reponer parte del tesoro artístico robado sacrílegamente por un grupo de moriscos y judíos, habiendo concedido el papa Inocencio VI, desde Aviñón, Bula de Indulgencia Plenaria a quienes ayudasen en esa obra de piedad. En 1483, el caballero madrileño Juan Gómez Guillén costeó la construcción de la capilla mayor, que fue la que, al hundirse en 1642, provocó que fuera necesario el derribo de gran parte de la iglesia. El nuevo edificio, barroco, obra de Juan Ruiz, terminado en 1645 a expensas del adinerado feligrés Diego de Juan, que invirtió en él setenta mil ducados, y que al menos en gran parte de su obra de fábrica ha llegado a nuestros días, constaba de tres naves, planta de cruz latina y cúpula ciega sin tambor ni linterna. De esta época son la torre y la capilla aneja del Santísimo Cristo de San Ginés.


Iglesia de San Ginés

En el año 1756, Diego Villanueva realizó reformas importantes en el templo, que no serían las definitivas, pues, el 16 de agosto de 1824, de nuevo las desgracias se ceban en San Ginés, que sufre un devastador incendio. Las obras de reconstrucción, iniciadas rápidamente y por arquitecto desconocido, estaban terminadas en 1826. Éste es verdaderamente el templo que conocemos; aunque la entrada por la calle del Arenal fue reformada en 1872 por el arquitecto José María de Aguilar y, en 1960 y 2003, se llevaron a cabo muy acertadas restauraciónes.

El templo, al exterior, es de una soberana belleza, destacando sus muros, de ladrillo y mampostería, y la torre, alta, escueta, geométricamente perfecta, esbeltísima, con campanarios de balcones volados y chapitel de la más pura ortodoxia madrileña.


Torre de San Ginés

El cuadro del altar mayor, El martirio de san Ginés de Arlés, es una restauración y reconstrucción, hecha por José San Martín, del que pintara Ricci en 1672, destruido en su parte inferior en el incendio de 1824. A ambos lados, como cabeceras de las naves laterales, en sendos retablos, están las imágenes de San José, obra de Juan Adán, y la de la , patrona de la Rioja, bellísima, de Valeriano de Salvatierra.

En las capillas laterales, cerradas con artísticas verjas, y profusamente iluminadas al igual que los graciosos altarcitos-vitrina empotrados en los muros, hay multitud de imágenes, algunas de verdadero interés. Destacamos: Ntra. Sra. de la Soledad, que sale en la procesión de Semana Santa, y que es una copia de la realizada por Gaspar Becerra para el desaparecido templo de la Victoria, ésta última perdida en el incendio de San Isidro en 1936; Ntra Sra. del Amor Hermoso, de Mariano Bellver; Santísimo Cristo de los Afligidos, de Nicolás Fumo, y la Virgen de la Cabeza, con un altar y retablo similar al original de Andújar, de la que es Patrona.
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CAPILLA DEL SANTÍSIMO CRISTO DE SAN GINÉS

La iglesia parroquial de San Ginés se rehizo, en 1645, sobre el antiguo y derrumbado templo de finales del siglo XI o principios del XII. La obra fue realizada por el alarife Juan Ruiz, que al poco tiempo, hacia 1651, construye una capilla aneja por encargo de la Congregación de devotos del Santísimo Cristo.

Esta capilla, que ha llegado casi intacta a nuestros días, en el año 2003 fue restaurada e incorporada de nuevo al templo parroquial. Desde 1960 había funcionado como iglesia independiente (tapiadas las comunicaciones interiores), con entrada por la calle de Bordadores y desde el atrio de la iglesia parroquial.

Junto a la construcción de esta bellísima capilla barroca, excelente obra de la arquitectura de la época, se debió renovar y agrandar la bóveda (cripta) bajo el subsuelo de San Ginés, de un espacio similar, también con tres naves, que pasó a pertenecer a la cofradía del Santísimo Cristo, que puso en ella, poco más tarde, imágenes italianas de Nicolás Fumo.

Pocos conocían la existencia de esta capilla del Cristo de San Ginés, antes casi siempre cerrada. Y menos de la cripta, hundida en el suelo y en el mismo corazón de Madrid, y que se destinó a enterramientos y a ejercicios penitenciales de los congregantes, que sabemos tenían lugar los viernes y especialmente los de Cuaresma. Allí, los hermanos, mientras rezaban oraciones comunitarias, se disciplinaban para castigar sus cuerpos en el rigor cuaresmal, prácticas que terminaron en los comienzos del siglo XIX, tras las invasión francesa.


Cristo de San Ginés

En la capilla del Cristo, de planta de cruz latina, muy apropiada para la meditación, hay que destacar la decoración en mármoles de distintas tonalidades, realizada por Francisco Sánchez en 1756, con incrustaciones de bronce dorados en sobrepuertas y capiteles. Sobre el crucero se levanta la cúpula, sobre pechinas, decoradas éstas con pinturas de las mujeres fuertes de la Biblia: Judit, Raquel, Ester y Abigaíl. Así mismo, en el tambor de la cúpula, están las de los Santos Patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob y José.

Preside la capilla, en un enmarcamiento marmóreo diseñado por Sebastián Herrera Barnuevo y ejecutado por Bartolomé Zambigo, la imagen del Santísimo Cristo de San Ginés, de Alfonso Giraldo Vergaz, realizada en 1807 para sustituir a la antigua, que era muy tosca y de escasa calidad artística.

La capilla, tesoro del patrimonio madrileño, es un verdadero museo, sobre todo en obras pictóricas. Destacamos: una Inmaculada, de Antolínez; Cristo camino del Calvario, de Cabezalero; otra Inmaculada, de Palomino; Cristo sepultado por los ángeles, de Alonso del Arco; Presentación de Nuestra Señora, de Lucas Jordán; Oración del huerto, de Gaubrier; Expulsión de los mercaderes del templo —¡la joya!—, de Domenicos Theotocópuli, El Greco, y el boceto de Ricci para el altar mayor de San Ginés, representando el martirio del Santo.

Entre las imágenes, además del Cristo titular: Cristo atado a la columna y un Ecce-Homo, ambos de Giacomo Columbo; Cristo caído y con la cruz a cuestas, de Nicolás Fumo, y un bellísimo Cristo crucificado, de marfil sobre cruz negra, de Alonso Cano.
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EL COCODRILO DE LA IGLESIA DE SAN GINÉS

Llama poderosamente la atención de quien se acerca a visitar la iglesia de San Ginés, en la calle del Arenal, el enorme cocodrilo disecado que se conserva bajo el altar de una de las capillas, la dedicada a la Virgen de los Remedios. Este reptil tiene su historia. Sucedió que a finales del siglo XV, el madrileño don Alonso de Montalbán, aposentador de los Reyes Católicos (su misión consistía en buscarles alojamiento en sus múltiples desplazamientos) y perteneciente a una de las familias más influyentes de la época, estando reciente el descubrimiento de América, se trasladó a aquellas tierras, y allí se enriqueció. Cuando después de unos años quiso regresar a España, al poco de zarpar, un grupo de enormes y enfurecidos cocodrilos atacó el barco y, para librarse de ellos, tuvieron que refugiarse en la isla de Portobelo. Mas, ya en tierra, don Alonso y su familia, al tener que soportar la persecución de uno de los caimanes, sintiendo peligrar sus vidas por encontrarse en un momento acorralados, se encomendaron a la Virgen y, milagrosamente, el cocodrilo cayó fulminantemente muerto. Posteriormente, en acción de gracias, don Alonso, que era feligrés de San Ginés, mandó colocar el cocodrilo bajo el altar de la Virgen de los Remedios.


Cocodrilo de San Ginés
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SANTA CRUZ

La parroquia de Santa Cruz, una de las históricas de la Villa, fue creada en el siglo XIII, y su antigua iglesia, que se hizo ampliando una ermita, estaba en los arrabales extramuros, en lo que hoy es la plaza de Santa Cruz, haciendo esquina con la calle de la Bolsa. El nuevo templo parroquial está situado unos metros más allá, al principio de la calle de Atocha.

La antigua iglesia sufrió, en el año 1620, un incendio que sólo afectó a la sacristía, destruyéndose gran cantidad de ornamentos y archivos. Famosa era la torre de Santa Cruz, la "atalaya de la Corte", la más alta de Madrid, que se derribó en 1632 por amenazar ruina, no terminándose de reconstruir, después de muchas vicisitudes, hasta 1680. Tanto esta torre como la de la parroquia del Salvador estaban a cargo del Ayuntamiento, que costeaba la compostura de sus relojes y gratificaba a los sacristanes para que tocaran las campanas cuando se declaraba algún fuego.

El 9 de septiembre de 1763, de nuevo otro incendio asoló Santa Cruz, reduciendo a cenizas en este caso todo el templo. Mas, ante tanta adversidad, sólo cabía la acción: se reedificó, utilizando los viejos cimientos y algunos muros que lograron sobrevivir. La reinauguración se celebraba el 2 de agosto de 1767.


Primitiva iglesia de Santa Cruz en el plano de Texeira de 1656

De este templo sabemos que en su fachada principal, muy sencilla, se abría una portada de granito, realizada por Donoso; que su interior era de cruz latina, de cortas dimensiones, decorado con pilastras dóricas y triglifos en el cornisamiento, y que tenía un suntuoso retablo mayor, de mármoles, con un gran cuadro, La Santa Cruz. Muy buenas imágenes se veneraban en sus capillas, y destacaban: un San Antonio y un Santo Cristo, de autores desconocidos; la Virgen de la Soledad y Ntra. Sra. de la Caridad, ambas de Mena, y la Virgen de la Paz, de Luis Salvador Carmona.

En esta iglesia tenían asiento dos cofradías, la de la Paz y la de la Caridad, que cuidaban del socorro espiritual y corporal de los infelices ajusticiados, y que se encargaban también de colocar por los caminos las cabezas o miembros desgajados de aquellos desgraciados, como era costumbre en otros tiempos. Y otro fúnebre privilegio tenía Santa Cruz: el de cumplir los fines del actual Depósito Judicial. Allí eran exhibidos los cuerpos de quienes morían por accidente o violencia, expuestos en espera de que llegase alguien a identificarlos.

Derribado el viejo templo de Santa Cruz en 1869, pasó la jurisdicción de la parroquia a la cercana iglesia del que había sido convento y colegio de dominicos de Santo Tomás de Aquino, en la calle de Atocha. Pero el 13 de abril de 1872 —las desgracias se iban acumulando— se incendia Santo Tomás, la obra maestra y joya del Barroco madrileño, y de nuevo, ya definitivamente, en parte de su solar se edifica la nueva iglesia parroquial de Santa Cruz, que se inaugura el 23 de enero de 1902.

Esta iglesia actual, cuya construcción dirigió el marqués de Cubas, es una mezcla de estilos, predominando el neogótico y el neomudéjar. Su fachada principal presenta un arco apuntado con arquivoltas y coronado por un gran gablete que remata una cruz. Del centro parte la torre, esbeltísima, de 60 metros de altura, en cuyo primer cuerpo se abre un enorme rosetón y en el segundo destaca el reloj, enmarcado éste en una decoración almohade. El tercero, es el de las campanas, rematado con un soberbio matacán que le da aspecto de atalaya medieval.


Torre de la actual iglesia de Santa Cruz

El interior, de una sola nave, con bóveda de crucería, tiene ocho capillas laterales y otra más en la cabecera. En el crucero, en este caso con bóveda de terceletes, se levanta la cúpula, con bóveda estrellada sobre tambor. El retablo del altar mayor, neogótico, realizado por Emilio Tudanca en 1962, contiene distintas imágenes y pinturas relacionadas con la Cruz y, en el cimborrio, un Lignun Crucis procedente del convento carmelita del cerro de los Ángeles.

Casi todas sus buenas imágenes, que procedían del antiguo templo y de otras iglesias desaparecidas, fueron destruidas en la guerra civil de 1936; las actuales, en profusión por todas las capillas y crucero, son en su mayoría tallas modernas. De especial interés son: un Sagrada Familia, de Ricardo Font, de 1943; San Juan de Dios, de Alsina Subirat, de 1850, y una pequeña imagen de la Virgen del TránsitoVirgen de los Desamparados, del siglo XVII, y el popularísimo San Antonio El Guindero.

De la iglesia de Santa Cruz salen en Semana Santa las procesiones de la "Real Cofradía de Esclavos de María Santísima y de los Siete Dolores, Santísimo Cristo de la Agonía y Descendimiento de la Santa Cruz", fundada en 1495, que lo hace la tarde del Jueves Santo, y la "Real y Primitiva Cofradía del Glorioso Patriarca San José y del Santísimo Cristo de la Vida Eterna", fundada por el gremio de carpinteros en 1850, el Sábado Santo.
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SAN ANTONIO EL GUINDERO

Érase una vez en Madrid, siglo XVII, cuando, en plena Cuesta de la Vega, con un sol ardiente que calcina el polvoriento camino, un hortelano, sudoroso, regordete, con pinta de Sancho Panza, sentado en la parte trasera de su burro, detrás de unos serones repletos de jugosas guindas, azuza al pobre animal, que apenas puede con el último tramo de la cuesta.

—¡Arre, burro! ¡Arre, burro!


San Antonio el Guindero

Mas el burro no puede dar ni un paso; se para, cocea y está a punto de —acaso pensando en las burradas que le obliga a hacer su dueño— tumbarse en tierra. Se apea nuestro buen hombre, que intenta tirar de la bestia, y cuando amaga descargar su vara sobre el hocico del animal, éste retrocede, se espanta, rompe la cincha y las guindas con sus rabillos se desparraman y ruedan dando saltitos cuesta abajo.

—San Antonio, San Antonio... —murmura entre dientes el desolado labriego, que mirando el suelo alfombrado con el precioso fruto, ve que allí está, perdido, el trabajo de todo un año en su pequeño huerto de orillas del Manzanares. Pero, sobreponiéndose a la adversidad, intenta recoger poco a poco las ahora polvorientas guindas, y cuando levanta la cabeza en un momento de descanso, nota que a su lado un fraile, joven, casi un muchacho, embutido en su estameña franciscana, ha hecho todo el trabajo, rellenando de nuevo los serones con las guindas, que además parecen ahora mas relucientes y frescas.

Agradecido, el campesino se ofrece a entregarle un buen capacho de guindas al generoso y providencial fraile, que despidiéndose con una sonrisa en los labios le dice: "Llevadlas a la iglesia de San Nicolás, que allí estaré".

Al día siguiente, se acercó el hortelano a esta iglesia, muy cerquita de la plaza de la Villa, y allí le dijeron que no había frailes, que nunca existió en San Nicolás ningún fraile. Contrariado, estaba ya dispuesto a marcharse cuando, por curiosidad, entró en una capilla y, lleno de estupor, abobado, contempló que delante de sus ojos tenía al fraile, con la misma cara, con la misma sonrisa, con el mismo hábito franciscano. El fraile era el del cuadro que colgaba en la capilla, san Antonio.


Leyenda de san Antonio el Guindero

Desde entonces, el san Antonio representado en esta pintura comenzó a tener una profunda devoción por parte de los madrileños, fundándose en San Nicolás de los Servitas, en 1720, su Congregación, numerosísima, en la que han figurado a lo largo de la historia muchos de nuestros reyes.

Tras estar el cuadro durante muchísimos años en la iglesia de San Nicolás y luego en Santa María, pasó a la de San Luis, en la calle de la Montera, salvándose en el incendio provocado que asoló esta parroquia en 1935. Después, en los años cincuenta, se instaló definitivamente en Santa Cruz.

El 13 de junio se celebra la fiesta de san Antonio, san Antonio El Guindero para los que tienen devoción a este famoso cuadro, y ese día se reparten en la iglesia de Santa Cruz bolsitas con unas cuantas guindas en su interior, recuerdo del milagro, y que según la tradición dan prosperidad en las casas en las que se las guarda. Algo similar a lo que ocurre con los panecillos de san Antón.
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EL MADRID RELIGIOSO EN LA EDAD MEDIA

Una vez que Madrid fue tomado a los árabes en el año 1085, se constituyó aquí un arciprestazgo con sede en la hoy desaparecida iglesia de Santa María y bajo la jurisdicción de la diócesis de Toledo, lo que explica la no existencia de una catedral gótica o barroca como en tantas otras ciudades del orbe cristiano.

Según el Fuero concedido a la Villa en 1202, había en Madrid once parroquias: Santa María, San Andrés, San Justo, San Salvador, San Miguel de los Octoes, Santiago, San Juan, San Nicolás, San Pedro, San Miguel de la Sagra y, extramuros, la radicada en el monasterio de San Martín. A cada una de ellas pertenecía un barrio o collación, sobre el que tenía potestad religiosa, judicial, fiscal y también de levas militares y de elecciones concejiles.

Con las incorporaciones posteriores de las parroquias de San Ginés y Santa Cruz, ambas extramuros, se completaba la red parroquial del Madrid medieval, que en tiempos de Alfonso X se organizaba en forma de cabildo, para presentarse más cohesionada frente al Obispado toledano y frente a la intromisión del propio concejo madrileño.

Como instituciones monásticas, además de San Martín, estaban San Francisco, Santo Domingo y, erigidas al final del medievo, los Jerónimos y Santa Clara.

Mientras la vinculación con la parroquia era obligada desde el mismo momento del nacimiento, la relación con los monasterios dependía del esfuerzo que los monjes pusieran en ganarse el favor de los fieles, siendo los franciscanos los que mayor incidencia tenían en la piedad popular.

A estos lugares de culto, abundantísimos para la reducida villa medieval de entonces, se añadían las ermitas y los humilladeros.

Las ermitas eran pequeños santuarios, generalmente alejados de la población, de las que existe muy poca información. Cerca de la ermita de la Virgen de Atocha, transformada en un gran centro de espiritualidad en la Edad Moderna tras construirse el gran santuario y monasterio de los dominicos, estaba la de San Juan, Santa Catalina, Santa Polonia, Santa Colomba, Santa María Magdalena, San Blas, el Cristo de la Oliva y San Sebastián, convertida esta última en parroquia en 1550. La ermita de San Luis, que dio origen a una parroquia ya desaparecida, se encontraba en el camino de Hortaleza, en la actual calle de la Montera. También en el camino de Hortaleza se hallaba la de Santa Bárbara, en el sitio luego elegido para la fundación de un convento de mercedarios descalzos. Próxima a la puerta de Moros había una ermita dedicada a san Millán, embrión asimismo de una desaparecida iglesia posterior, y famosa porque allí se llevaba a los endemoniados para que fueran desposeídos. Y la última, de las que hay noticias, estaba junto a la puerta de la Vega, la de San Lázaro, en una leprosería que allí existía.

Los humilladeros eran pequeños oratorios, situados cerca de los caminos de salida de las ciudades, donde los viajeros pedían protección a Dios, a la Virgen o a sus santos preferidos cuando iniciaban un viaje. Se conocen los abiertos al lado de las puertas de Guadalajara, Valnadú, Vega y Moros, este último en la calle, que por eso se llamó así, del Humilladero.


Madrid religioso a finales de la Edad media

Otras instituciones religiosas, muy peculiares, eran los beaterios. Lo formaban grupos de mujeres, solteras o viudas, que se decidían a vivir en comunidad bajo un riguroso ascesis y sin estar sometidas a ninguna regla ni a jerarquía eclesiástica alguna. Su forma de vida se consideraba por el pueblo como ejemplo de santidad; pero no eran del agrado de la iglesia oficial por escapar a su control, por lo que fueron obligadas en tiempos posteriores a tomar los hábitos de los conventos normalmente establecidos. Había uno junto a la puerta de Valnadú, cuyas beatas asistían a los oficios religiosos del convento de Santo Domingo, y otro cercano a la iglesia de San Pedro el Viejo.

Madrid, y más en la Edad Media, ha sido siempre muy mariana. Prueba de ello son las diversas advocaciones de la Virgen que tenían altares en las iglesias de aquellos tiempos: la Virgen de la Estrella, en la parroquia de San Miguel de los Octoes; la Virgen de la Antigua, en San Nicolás; la Madona de Madrid y la Virgen del Rosario, en Santo Domingo, y Ntra. Señora del Paso, en los Jerónimos. Éstas son las conocidas; se supone que habría muchas más. Pero la predilección de los madrileños se encaminaba por el culto a la Virgen de Atocha, que se remonta al año 939, en tiempos de la primera conquista de Madrid por Ramiro II, y a las vinculadas a la iglesia de Santa María: Ntra. Señora de la Almudena, encontrada en un lienzo de la muralla en 1085, y la Virgen de la Flor de Lis, que muchos creen una representación antigua de la Almudena.

El culto al Patrón, san Isidro, un labrador, puede parecer extraño en el Madrid actual, pero hay que tener en cuenta lo que era la Villa entonces: un poblachón de profundo carácter rural. Otra cosa que puede parecer extraña es su origen humilde —un simple siervo, criado de los Vargas—, cuando la santidad estuvo vinculada en aquella época a personalidades ilustres, eruditas y pertenecientes a las clases dominantes. Isidro representa por el contrario el ideal de santidad franciscana, más cercano al pueblo llano, que valoraba la sencillez, la piedad, la caridad y la oración privada. Milagros aparte, no hizo otra cosa en su vida sino orar, orar mucho y arar, cavar, podar, segar y trillar. Y son los madrileños, tras su muerte en 1172 y una vez encontrado su cuerpo incorrupto en 1212, los que inmediatamente lo consideran santo, muchísimo antes de serlo oficialmente en 1622.

Hay noticias de la terrible epidemia de peste de 1348, que remitió milagrosamente cuando se hizo voto de ayuno y de celebrar todos los años las fiestas de la Inmaculada Concepción y de san Sebastián con sendas procesiones.

Otra celebración era la del Corpus Christi, que se generalizó en los últimos siglos medievales gracias al impulso dado por el papa Juan XXII. Desde un primer momento, además del fervor religioso, tuvo un carácter urbano, expresándose en ella, como en tantos otros sitios, el poderío de la Villa. Desfilaban los clérigos, religiosos y las distintas cofradías, ataviados todos con sus ropajes más ricos y espléndidos, pero también lo hacían todas las instituciones oficiales de la Villa, organizaciones de todo tipo y representantes de los diversos gremios. Durante aquella época, las custodias para la exposición de la Sagrada Hostia tenían forma de torre o de fachada de iglesia. La forma actual de viril del que parten rayos estilizados se generalizó a partir del siglo XVII, al igual que las de gran tamaño para las procesiones.

También hay constancia de un Vía Crucis procesional por las calles del Madrid medieval, organizado al principio por san Francisco cuando aquí estuvo en 1214, y que siguió luego celebrándose durante muchísimos años.

Los beneficios económicos en torno a la muerte desencadenaban con frecuencia roces entre monasterios y parroquias. Las familias poderosas tenían su enterramiento en el interior de las iglesias, en capillas particulares con grandes mausoleos, que suponían un aporte de ingresos en forma de limosnas, misas, obras de caridad, fundaciones y capellanías; en cambio, los pobres lo hacían en el exterior, en espacios acotados junto a las mismas iglesias. Si el difunto pertenecía a alguna cofradía, ésta tenía una gran participación en todo el ceremonial de los oficios funerarios, además de haberle servido en vida a la canalización de su religiosidad, siendo la mortaja la propia de la cofradía o el hábito de San Francisco para los hombres y el de Santo Domingo para las mujeres.
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ANTIGUA ERMITA DE LA VIRGEN DE ATOCHA

Antes de que Madrid fuera fundada por los árabes, acaso por estos parajes sólo existieran una o varias quinterías de labradores. Pero sí se sabe que en la margen derecha del Manzanares, en una alameda conocida por el Soto o Sotillo, famosa luego por celebrarse allí la romería de Santiago el Verde el 1 de mayo y situada aproximadamente entre la antigua puerta de Toledo y el portillo de Embajadores, había una ermita en la que se veneraba una imagen de la Virgen, cuya antigüedad la leyenda traslada nada menos que al año 51, traída aquí desde Antioquía por discípulos de San Pedro. La existencia de tal ermita queda confirmada por una carta, conservada en la catedral de Toledo, en la que su arzobispo, luego San Ildefonso (siglo VII), recomienda su visita a un canónigo.

La siguiente referencia histórica, del siglo XI, nos habla de la ermita, de 15 pies de larga y 12 de ancha, situada ahora en el que sería camino de Vallecas, el emplazamiento ya definitivo y también actual de su iglesia-santuario. Y es de nuevo la leyenda, adornada literariamente por varios de nuestros autores (Lope de Vega, Salas Barbadillo, Francisco de Rojas y más modernamente Hartzenbush), la que viene a explicarnos el porqué de este cambio.


Virgen de Atocha

Cuando los árabes ocuparon toda esta zona y fundaron Madrid en una fecha comprendida entre los años 854 y 886, la antigua ermita fue destruida y la imagen de la Virgen escondida muy posiblemente por algún labriego o pastor de los alrededores, Y la tradición dice que el caballero cristiano Gracián Ramírez, natural de Rivas del Jarama, que en el año 932 participó junto a Ramiro II en la primera y no consumada conquista de Madrid, encontró la imagen en un campo de esparto o tochas —"atochar"— que de ahí le viene el nombre dado desde entonces a la Virgen.

Gracián Ramírez, que antes de entrar en batalla se había encomendado a la Virgen por la inferioridad del ejército cristiano, temiendo morir y sospechando que los crueles moros tomarían represalias con su mujer y sus hijas, las degolló para así evitar que fueran deshonradas.


Antiguo monasterio de Ntra. Sra. de Atocha

Después, cuando victorioso pero acongojado por la muerte que él mismo había dado a sus seres queridos regresó a casa, se operó el milagro: encontró a su mujer y a sus hijas vivas, postradas ante la Virgen, con la única huella de unos hilillos de sangre alrededor del cuello. Y Gracián Ramírez, agradecido por hecho tan extraordinario, construyó entonces la ermita en el atochar.

Tras la conquista definitiva de Madrid por Alfonso VI en el año 1085, aumentó el culto a la Virgen, recibiendo a lo largo de los años grandes donaciones de tierra y bienes, por lo que, un siglo más tarde, el arzobispo de Toledo, viendo ya suficiente el patrimonio creado, destinó allí dos capellanes y mandó erigir un templo más amplio, pero respetando la ermita, que estuvo en pie hasta la época de Felipe II.


Proyecto Arbós para la basílica de Atocha

Se sabe que San Isidro oraba ante Ntra. Sra. de Atocha con frecuencia y que en su parroquia, San Andrés, existía una cofradía que el día de la Asunción acudía a la ermita en romería.

La vieja imagen de la Virgen de Atocha, si las leyendas son ciertas, no puede ser la actual, también muy antigua, pero que los críticos de arte como mucho consideran del siglo XIII. Tal vez la primitiva fue destruida por los árabes o quizá ardió a causa de algún accidente provocado por una tormenta o por dejar cirios encendidos, siniestros tan frecuentes en aquella época.


Actual iglesia de Ntra. Sra. de Atocha

Esta imagen de la Virgen que hoy conservamos, de pequeño tamaño, unos 60 centímetros, en madera ennegrecida por el tiempo, con los ojos muy grandes y rasgados, de dulce rostro bizantino, está sentada y sostiene con la mano derecha una manzana; en su lado izquierdo, formando parte de la misma talla, se halla el Niño, bendiciendo al pueblo con los dedos índice y anular y sujetando con la otra mano un libro.


Camino a la ermita de la Virgen de Atocha

El camino de la ermita, bordeado de álamos, era variopinto. Pasada la puerta de Guadalajara (en la calle Mayor, a la altura de Ciudad Rodrigo), se extendía el arrabal, con la gran laguna de Luján (ocupaba la actual plaza Mayor) y zonas pantanosas con cañaverales en su contorno. Desde el caserío a la ermita se alternaban los barrancos, las zonas arboladas, quintas de labriegos, un espeso olivar en lo que hoy son las calles de Cañizares y de la Magdalena, viñedos en el flanco norte y otras varias ermitas: San Sebastián, Sta. María Magdalena, Sta. Catalina, San Juan, Santa Polonia, Santa Columba, el Cristo de la Oliva y San Blas.
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VIRGEN DE VALVERDE

Los orígenes del culto a la Virgen de Valverde se remontan a tiempos anteriores a la dominación árabe, coincidiendo con la propia historia del antiguo pueblo de Fuencarral, hoy un barrio más de la municipalidad de Madrid. La tradición afirma que la antiquísima imagen fue escondida durante el período musulmán por miedo a que fuera destruida. Después, el 25 de abril de 1242, unos pastores la encontraron junto a unas retamas. Inmediatamente fue llevada en procesión a Fuencarral, con todas sus gentes emocionadas, e instalada en la iglesia parroquial. Pero, al parecer, no era éste el deseo de Ntra. Señora, pues por dos veces ocurrió un fenómeno extraordinario: la imagen de la Virgen desaparecía de la iglesia para ser encontrada de nuevo junto a las retamas, donde la vieron los pastores. Comprendieron entonces los foncarralenses que la Virgen quería que se erigiese un santuario en aquel paraje de su aparición. Y así se hizo, tras otro hecho portentoso: en el pozo practicado para las necesidades de la construcción, siendo la zona muy seca y estéril, manó el agua de forma milagrosa a pocos metros de la superficie, secándose, también incomprensiblemente, nada más terminadas las obras. Este pozo, con un brocal de mármol, se conserva en la nave de su ermita, que se encuentra a unos dos kilómetros del antiguo pueblo de Fuencarral, junto al borde izquierdo de la carretera de Colmenar Viejo, y que, naturalmente, después de tantos siglos transcurridos, ha sufrido numerosas modificaciones y reconstrucciones.


Virgen de Valverde

La imagen de Ntra. Señora de Valverde, en madera, de cuarenta y cinco centímetros de altura, es una Virgen sentada, con el Niño en la rodilla izquierda y una manzana en la derecha. A partir del siglo XVII, al igual que sucedió con otras muchas imágenes, y como moda propia del barroquismo imperante, se la vistió con ricos ropajes, y así suele venerarse. Pero, desgraciadamente, la imagen actual sólo es una copia —magnífica, eso sí— de la primitiva, destruida durante la guerra civil.

Su fiesta se celebra el 25 de abril, y todos los 25 de cada mes y domingos hay misa por la tarde en la ermita-santuario, que, al tener santera (guardesa), se puede visitar todos los días.
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LA ERMITA ROMÁNICA DEL RETIRO

El único vestigio —más bien humilde resto— de arquitectura románica que podemos encontrar en Madrid, fuera de los museos, se encuentra en el parque del Retiro, cerca del llamado Paseo de Coches, no muy lejos del ángulo que forman las calles de O´Donnell y Menéndez Pelayo, siendo muy pocos madrileños, incluidos los habituales paseantes del parque, los que conocen cuál es su origen.

No son realmente restos de arquitectura románica autóctona madrileña, ya que pertenecen a una ermita medieval edificada extramuros de la castellana ciudad de Ávila en el año 1232, dedicada a San Pelayo y luego también a San Isidro. En tiempos de la desamortización de Mendizábal, la ermita, que ya estaba bastante deteriorada por el transcurso de los años, perdió su condición de lugar de culto y, como sucediera con otras muchas iglesias y conventos, fue incautada por el Gobierno. Puesta en venta, la compró el filántropo don Emilio R. Nicolau, que la cedió, precisamente y no sin cierto toque de ironía y malicia, al Estado, para que el causante de su posible ruina tuviera así la obligación de conservarla.

Bajo la dirección de Ricardo Velázquez, genial arquitecto del Palacio de Cristal y del Ministerio de Fomento, la ermita, una vez desmontada, fue instalada en los jardines del Museo Arqueológico durante una temporada; luego, en el año 1897, se montó de nuevo y ya definitivamente en el Retiro, donde su ya precario estado, los traslados, la humedad de los jardines, el abandono y las inclemencias del tiempo la fueron convirtiendo en una completa ruina. Por la mente de don Antonio Cánovas del Castillo pasó en un momento la idea de restaurarla, incluso estaba ya realizado el proyecto y asignadas las correspondientes partidas presupuestarias, pero los vaivenes de los gobiernos de entonces lo impidieron y todo quedó en eso, en una idea.


Ermita románica del Retiro

Mejor suerte corrió el proyecto de restauración de 1999, dirigido por Alberto Aldomar y llevado rápidamente a efecto, que al menos ha conseguido consolidarla y evitar su progresivo deterioro.

La parte mejor conservada es la puerta de acceso a la ermita, flanqueada de columnas pareadas que sostienen una bella arcada, y que da entrada a ninguna parte, al vacío de los jardines. Del resto poco queda: algunos muros, sillares, piedras entre la vegetación, todo con un cierto aire tenebroso, misterioso, romántico.
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LA CASA DEL PASTOR

En la calle de Segovia, en el solar que hace esquina con la cuesta de los Caños Viejos y llega hasta la plaza del Alamillo, estaban, hasta hace poco tiempo, los míseros restos de la llamada Casa del Pastor. Y allí, adosado a la única pared en pie de la casa, como prueba de su nobleza y de su origen medieval, lucía el escudo más antiguo de la villa de Madrid. La desidia del Ayuntamiento, la especulación y el poco interés por conservar el legado histórico acabó con todo. Antes, desgraciadamente, se dejó que fuera arruinándose poco a poco, sin hacer ningún tipo de reparaciones; después —triste destino—, se permitió que sirviera como vertedero de inmundicias y como refugio de mendigos, y el colofón, previsible dados los antecedentes, fue dar entrada a la piqueta destructora. Ahora, desde 1988, un edificio de viviendas, muy moderno, muy funcional —un verdadero pegote en aquel entorno histórico—, se alza en su lugar, compitiendo en altura con el Viaducto. El escudo sigue allí —¡qué aberración!—, adornando uno de los muros laterales del nuevo edificio, para que sus vecinos presuman de no sé qué postín.

La Casa del Pastor, que perteneció a un arcipreste de nombre José, persona muy caritativa con los pobres, además de la antigüedad tenía una famosa leyenda. Se dice que el buen arcipreste, notando cercana su muerte, comunicó la intención de que la casa pasara a ser propiedad de quien Dios quisiera, dando también la solución material y legal para tal deseo al escribano que redactaba el testamento: la casa se entregaría a quien primero entrara en Madrid, al día siguiente de su muerte, por la puerta de la Vega. Así se hizo, siendo un pastor el agraciado, que desde ese momento pasó a tener un lugar destacado en la historia de Madrid.


Escudo de Madrid en la Casa del Pastor

Se decía también que del sótano de esta casa partían pasadizos subterráneos hacia la plaza del Alamillo, que posiblemente eran anteriores a la construcción de la propiedad del arcipreste José, ya que sí es seguro que aquí hubo anteriormente un depósito de grano o alhóndiga árabe.

Se sabe que esta casa, allá por el siglo XIV, fue utilizada en algún momento como sede de la reunión del Concejo de la Villa (de esta época sería el escudo que blasonaba su fachada), y que luego, en el XVII, fue reconstruida parcialmente, retocado el escudo y habitada por el arquitecto Jerónimo de Churriguera.
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EL "ESTUDIO DE LA VILLA"

El "Estudio de la Villa" fue fundado el 7 de diciembre de 1346, fecha en la que el rey Alfonso XI concedía a Madrid una cátedra de Humanidades, a cuyo maestro pagaría el Concejo 200 maravedíes por su trabajo. Parece que en un principio estuvo instalado en la calle de los Mancebos, trasladándose después, en el siglo XVI, al nº 2 de la calle de la Villa.

El bachiller Pedro Hurtado es el primer nombre conocido como maestro del Estudio, al que sustituyó, en el año 1488, Fernando de Loranca. Durante esta época el "Estudio de la Villa" era la única institución con capacidad para impartir clases, ya que Isabel la Católica había prohibido el establecimiento de cualquier otra escuela en 1481. En el año 1544 inició su etapa más brillante con el maestro Alejo de Benegas, que vino expresamente desde Toledo para reanimar el Estudio. En el año 1568, sucediendo a Francisco del Bayo, fue nombrado maestro el presbítero Juan López de Hoyos, al que se le pagaba el salario acostumbrado entonces de 2500 maravedíes, más dos reales cada mes por cada uno de los estudiantes y un cahiz anual de trigo. Discípulo suyo fue un muchacho ingenioso y despierto, también algo travieso, llamado Miguel de Cervantes Saavedra, del que se cuenta que recibió una fuerte reprimenda y severo castigo por saltar una tapia en la cercana calle del Rollo y robar uvas de parra.


Documento de autorización del Estudio de la Villa

En el año 1569 fueron fundados los "Estudios de los Jesuitas" en la calle de Toledo, y al maestro López de Hoyos, para recompensarle por la disminución de alumnos y de ingresos económicos, se le nombró cura párroco de San Pedro y luego de San Andrés. Y en el año 1619 llegaría el cierre del "Estudio de la Villa", ya en total declive ante el auge de la escuela de la Compañía de Jesús.

Aunque con López de Hoyos se inició la decadencia del "Estudio de la Villa", él fue su maestro más famoso por haber escrito obras básicas para el conocimiento del Madrid histórico. De su pluma salieron libros como La relación de la muerte y honras fúnebres del príncipe don Carlos, Declaración de las armas de Madrid, Historia de la enfermedad, felicísimo tránsito y suntuosas exequias de la reina de España Isabel de Valois, en la que hay dos cartas donde habla con su natural entusiasmo de la antigüedad de Madrid, y Recibimiento que hizo la villa de Madrid a la reina doña Ana de Austria, que incluye una topografía del Madrid de aquella época.
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PEDRO I EL CRUEL Y SUS LEYENDAS MADRILEÑAS

Pedro I, rey de Castilla-León (1334-1369), ha pasado a la historia envuelto en la leyenda. Habitualmente se le ha presentado como un terrible monstruo, de ahí el calificativo de cruel, pero hay que tener en cuenta que todas las fuentes que se han conservado de su reinado fueron escritas por gentes del bando de su rival, su hermanastro don Enrique.

Pedro I, que residió en muchas ocasiones en Madrid, restauró y mejoró todas las dependencias del Alcázar. Madrid, en compensación, le fue siempre fiel, siendo la Villa uno de los principales escenarios de las disputas con su hermanastro. Memorable fue la defensa contra las tropas del bastardo que, en 1366, hicieron los madrileños de su ciudad, capitaneados por los Vargas, Luzones, Lujanes, Herreras, Lassos, Barrionuevos e, incluso, por el prior de San Martín.

La lucha fratricida concluyó en la trágica noche del 23 de marzo de 1369, cerca del castillo de Montiel (C. Real), cuando Pedro I, tras ser derrotado, acudió a la tienda de su bastardo hermano Enrique, con el propósito de entablar negociaciones y engañado por el mercenario francés Beltrán Duguesclin. Allí, alevosamente, fue asesinado. Con Enrique empezaría a reinar en el trono castellano-leonés la nueva dinastía de los Trastámara.

Los restos de Pedro I fueron traídos a Madrid, bastante tiempo después, en 1444, por su nieta doña Constanza, priora entonces del hoy desaparecido monasterio de Santo Domingo en la plaza y cuesta del mismo nombre, donde fueron depositados en un suntuoso sepulcro con la estatua orante del monarca. Esta estatua se conserva actualmente en el Museo Arqueológico.


Pedro I el Cruel

La vida de don Pedro I estuvo enraizada con todo un Madrid legendario, y de él, de sus luchas, de sus amigos y enemigos, se cuentan cientos de historias.

Se dice que en cierta ocasión, estando don Pedro inspeccionando las obras del Alcázar, se le comunicó el asesinato de uno de sus partidarios en la Cuesta de la Vega. Rápidamente se dirigió allí, embozado con su capa para no ser reconocido, y dispuesto a oír los naturales comentarios que dirigían los que pasaban por el lugar. Al cabo de unas horas, cuando lo hizo un individuo que ni se inmutó ante la presencia del cadáver, el monarca gritó: "¡Ese es el asesino!". Efectivamente, entregado a la Justicia, se demostró que era el culpable.

Buen ejemplo de la lealtad de Madrid a su rey, fue lo sucedido en una granja por la zona actual de Lavapiés. Llegados a ella los partidarios de don Enrique, el propietario se negó a darles alojamiento y se encerró en una especie de torrecilla. Todo terminó cuando los sitiadores, subiendo por una escala, allí mismo lo ahorcaron. En su honor, "Torrecilla del Leal" se llamó —aún así se llama— a la calle que por aquellos parajes después se abrió.

Por la misma zona de Lavapiés, en una casa de campo que pertenecía a una bella señora llamada María Esperanza, acudió, a altas horas de la noche, un caballero angustiado pidiendo refugio. El huido era nada menos que el aventurero y mercenario francés Beltrán Duguesclin, que intentaba salvarse de la persecución de los partidarios de Pedro I. La dama, viuda reciente, accedió a darle cobijo, iniciándose entre ellos una historia de amor. Luego, pudo escapar el francés, y en los campos de Montiel... participar directamente en el magnicidio que cambió la historia. En represalia, los madrileños incendiaron las propiedades de María Esperanza, que tuvo que refugiarse en casa de su hija. Para recordar tal suceso, "Esperanza" se llama la calle que por allí se formó, y "Esperancilla" —no podía ser menos—, la que se hizo por la casa de la hija.
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EL MADRID DE LOS TRASTÁMARAS

EL MADRID DE LOS TRASTÁMARAS

Con la entronización en 1369 de Enrique II, primer rey de la dinastía de los Trastámaras, tras el asesinato de su hermanastro Pedro I, se inicia una etapa en la que, al residir los monarcas de la nueva casa reinante —unos más, otros menos— con frecuencia en Madrid, poco a poco la Villa va adquiriendo un ambiente "precortesano" que ya entonces preludiaba su glorioso futuro como Corte de los Austrias.

A Enrique II, El de las Mercedes, por las muchas que tuvo que hacer a los nobles que le ayudaron en las disputas con Pedro I, le sucedió, en 1379, su hijo Juan I, que se adhirió con toda la Iglesia española al papa cismático de Aviñón Clemente VII. En 1383, para pasar largas temporadas en Madrid, ordenó la reparación de las murallas y que se hicieran obras de acondicionamiento en el Alcázar. Murió en Alcalá de Henares, en 1390, a consecuencia de una caída de caballo.

Enrique III, que había sido nombrado Príncipe de Asturias, título que desde entonces ha sido concedido a todos los herederos de la Corona, fue proclamado rey en Madrid, a los once años de edad, pues aquí residió casi de continuo al serle muy propicio el clima a su precaria salud de tuberculoso. En Madrid, en el año 1393, estando reunido en la iglesia de San Martín con sus regentes y tutores, sufrió el asalto de los condes de Benavente y de Trastámara —éste último de su propia familia—, para arrebatarle la Corona, pero reunidas las Cortes aquí en la Villa, le declararon mayor de edad con catorce años y le juraron fidelidad. Y Madrid fue igualmente escenario, al poco tiempo, de su boda con Catalina de Lancaster, nieta de Eduardo III de Inglaterra, celebrando el Concejo grandes fiestas y jolgorios populares.

Enrique III profesó a nuestro villa un gran afecto, siempre correspondido. Aquí convocó numerosas Cortes, de aquí salió la ordenanza de los Corregidores municipales, que —cosa curiosa— en Madrid sólo podían serlo personas de pelo fuerte y sano, y hermoseó más el Alcázar con el levantamiento de nuevas torres. El concejo madrileño, agradecido, le regaló el monte del Pardo, donde el monarca construyó una pequeña Casa Real con pabellón de caza. Falleció en Toledo el 25 de diciembre de 1406, dicen que envenenado por el médico judío D. Maix, dejando a su hijo y sucesor, Juan II, de catorce meses de edad, bajo la tutela de su madre y de su tío don Fernando de Antequera.

Juan II, que continuó con esta predilección por Madrid, se trasladó a la Villa definitivamente el 20 de octubre de 1420, al ser declarado mayor de edad. Aquí convocó, un año después, una de las más solemnes Cortes del Reino que se recuerdan de los tiempos antiguos; aunque ésta sería una de sus escasas intervenciones en el gobierno de Castilla, ya que abandonó todo en manos de su valido don Álvaro de Luna y él se dedico a la caza, a la literatura y a los espectáculos, convirtiendo el Alcázar en uno de los principales centros de expansión de la cultura prerrenacentista.

Durante el reinado de Juan II, Madrid pasó por dos pruebas amargas y casi alucinantes: las lluvias torrenciales de 1434 y la epidemia de peste de 1438, que dejaron una gran secuela de muertos.


El Madrid de los Trastámaras

Enrique IV, que subió al trono a la muerte de su padre, en 1454, y que casi siempre vivió en Madrid, abandonó también el gobierno en manos de sus favoritos. No teniendo hijos de su primera esposa, doña Blanca de Navarra, la repudió y se casó en segundas nupcias con la hermosísima princesa Juana de Portugal, y aquí la presentó oficialmente y la paseó a las ancas de su caballo —adelantándose en siglos al tipismo andaluz— cuando estaba embarazada y esperaba el nacimiento de la princesa Juana, de sospechosa paternidad —los rumores, malintencionados o no, salieron del entorno cercano al monarca—, que fue pronto apodada por el pueblo La Beltraneja, por suponerla hija del valido del rey don Beltrán de la Cueva.

Enrique IV, como sus antepasados de la dinastía Trastámara, siguió favoreciendo a Madrid: ordenó la reforma de la plaza de San Salvador (actual plaza de la Villa), para convertirla en el verdadero centro oficial; fundo en 1463 el monasterio de los Jerónimos, en el paseo del Pardo, que luego fue trasladado por los Reyes Católicos al Prado; ese mismo año concedió un mercado franco a celebrar delante del Alcázar, que un año más tarde cambió a la plaza del Arrabal (en la hoy plaza Mayor); reparó los resquebrajamientos de los muros del Alcázar, causados en el año 1465 por un gran terremoto; mandó trasladar los tesoros de la Corona, de Segovia a Madrid, y concedió a la Villa el privilegio de titularse "muy noble y muy leal".

Aunque Enrique IV convocó Cortes en Madrid y éstas juraron fidelidad a su hija Juana, muchos nobles se opusieron y, tras el simulacro vergonzoso y grotesco de destronamiento de un monigote que representaba al monarca, nombraron sucesor a su hermanastro Alfonso y luego, muerto éste en extrañas circunstancias, a su hermanastra Isabel, casada con el infante de Aragón don Fernando. Ante esta situación, Enrique IV no tuvo más remedio que capitular y aceptar a Isabel, con lo que firmaba su propia deshonra. Murió en Madrid, en 1474, también con alguna ligera duda entre historiadores sobre si fue muerte natural, y poco después de retractarse y nombrar de nuevo sucesora a su hija Juana, por lo que Castilla se dividió en dos bandos y la guerra civil fue inevitable.

Las victorias de Toro y Albuera y el tratado de Alcócavas pusieron fin a la contienda con el triunfo de doña Isabel, retirándose la desgraciada Juana al convento de Clarisas de Coimbra, en Portugal.

Madrid fue siempre fiel a La Beltraneja, reducida y refugiada en el Alcázar, por lo que los Reyes Católicos no pudieron entrar en la Villa hasta el año 1477, aposentándose siempre que aquí estuvieron en el palacio de uno de sus principales valedores, don Pedro Lasso de la Vega, en la plaza de la Paja, convirtiéndose ésta en el centro de esa "precorte" madrileña que pronto sería efectiva.
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UN REY DE ARMENIA ES NOMBRADO SEÑOR DE MADRID

Curioso acontecimiento en Madrid, casi anecdótico y novelesco, fue el episodio acaecido en 1383, cuando por decisión de Juan I, la Villa, hasta entonces siempre realengo, se convirtió temporalmente en señorío.

Un personaje extraño, León V, rey de Armenia, había sido desposeído de su reino y encarcelado por el soldán de Babilonia. Por intercesión del rey castellano Juan I, que paga el rescate, recobra la libertad y llega a Burgos, a rendir pleitesía al monarca y agradecerle su redención. Ahora, con la añoranza de sus reinos perdidos, triste, melancólico, viviendo de la caridad, vaga por Castilla y va de acá para allá, sin rumbo fijo, como alma en pena, depresivo, enfermo. En Medina del Campo sufre un pasmo y no se muere de puro milagro. En Segovia tiene que guardar cama durante muchos días, maltrecho por unas raras calenturas que nadie es capaz de diagnosticar, ni siquiera su fiel acompañante y antiguo mentor, especie de sabio Merlín, brujo, médico, filósofo y ciento de cosas más.


León V de Armenia

A la Corte llegan noticias de tales desgracias, y Juan I, siempre tan caritativo, para que el armenio pudiera vivir de acuerdo con su categoría, le nombra de por vida Señor de Madrid y le da los pueblos de Andújar y Villarreal, además de una renta de ciento cincuenta mil maravedíes.

Como no es lo mismo el gobierno de un país oriental que el de una villa cristiana, con caballeros poderosos, con concejo cerrado, con los madrileños en fuerte oposición y enojados por la pérdida de su realengo, sólo dos años estuvo León V en Madrid, aunque le dio tiempo para reparar el Alcázar. Después, se desentendió de sus obligaciones y marcho a París, donde murió en 1390. Y los madrileños respiraron tranquilos cuando, muerto el de Armenia, fueron, en 1391, reinando ya Enrique III, reintegrados a la corona de Castilla.
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RUY GONZÁLEZ DE CLAVIJO

Ruy González de Clavijo, madrileño, llamado en su tiempo El Orador, tenía su mansión señorial en la parte alta de la plaza de la Paja, junto al palacio que luego acogió la Capilla del Obispo. Fue un personaje muy influyente de su tiempo y camarero de los reyes castellanos Enrique II, Juan I, Enrique III y Juan II.

Y uno de estos monarcas, Enrique III, que proyectaba una alianza con el Gran Tamerlán para hacer frente al peligro otomano en el Mediterráneo, lo envió como embajador a la corte de aquel emperador tártaro.

Inició el viaje el 23 de marzo de 1403, en el puerto gaditano de las Muelas, y tras largo recorrido lleno de peligros y dificultades, viajando por Creta, Rodas, Constantinopla, Pera, Trapisonda, Armenia, Persia y el Turquestán, llegó con sus catorce acompañantes a la ciudad de Samarkanda, en el Asia central, el ocho de septiembre de 1404. Ese mismo día fue recibido por el Gran Tamerlán, al que convenció de la importancia de su rey, estableciendo lazos de amistad y tratados con aquel sanguinario personaje, de quien contaban mil y una atrocidades en los países conquistados por sus terribles hordas tártaras.


Ruy González de Clavijo

Regresó a Castilla, después de viaje tan azaroso, con numerosos regalos de aquellas tierras y dos muchachas esclavas, que el rey castellano liberó y casó con dos nobles del reino.

Testimonio curiosísimo de este extraordinario viaje es un manuscrito, atribuido al propio González de Clavijo, que fue editado en libro muchísimo tiempo después, en 1782, con el larguísimo título de Historia del Gran Tamerlán e itinerario y narración del viaje y de la embajada que Ruy González de Clavijo le hizo por mandato del Muy Poderoso Señor Rey Enrique el tercero de Castilla.

El dos de abril de 1402 moría en Madrid este famoso caballero, servidor leal de los cuatro primeros monarcas castellanos de la dinastía de los Trastámara, siendo enterrado en la capilla mayor de la antigua iglesia del convento de San Francisco en un suntuoso sepulcro de alabastro. Esta iglesia fue derribada en el siglo XVIII para construir en su lugar el actual templo de San Francisco el Grande.
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ERMITA DE SANTA MARÍA DE LA ANTIGUA

Esta ermita campesina, luego capilla del cementerio del antiguo municipio de Carabanchel Bajo, y que está situada al final de la calle de Monseñor Óscar Romero, es uno de los escasos ejemplos de arquitectura mudéjar que se conservan en Madrid; aunque por las restauraciones poco afortunadas que ha sufrido en tiempos pasados, hoy sólo es un vestigio depauperado de lo que hubo de ser allá por el siglo XIV, que en esos años se estima que debió construirse.

Al exterior, con algunas construcciones anejas que ocultan su aspecto primitivo, presenta una extraordinaria portada mudéjar con tres arcos concéntricos rehundidos —lobulado y ondeado el central— de un perfecto sardinel.


Santa María la Antigua

La torre, de planta rectangular, con cubierta de teja árabe a cuatro vertientes, y quizá la parte más singular de todo el conjunto, consta de un primer cuerpo, de mampostería, y un segundo, de ladrillo, destinado a campanario, con seis huecos de distintos tamaños.

En el interior, de una sola nave rectangular, con ábside semicircular en el que se aprecia una ventana ojival, es de destacar el coro, donde aún persiste el emparrillado de vigas y largueros propios del mudéjar. En la ultima restauración, practicada a finales del siglo pasado, rascando las paredes encaladas del templo han salido frescos medievales del siglo XIV o XV, de los que en Madrid existen muy pocas piezas. También, excavando el suelo, se han encontrado varios enterramientos del siglo XIII, el muro de una iglesia que precedió a la actual y restos de la época romana, muy abundantes en esta zona.

En el retablo mayor, barroco, del siglo XVII, se encuentra la escultura moderna de Nuestra Señora Santa María de la Antigua, realizada por Francisco Gijón a imitación de la destruida durante la guerra civil de 1936.
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LA CAÑADA DE LA CALLE DE ALCALÁ

Pocos pueden imaginarse actualmente un Madrid con actividad ganadera, pero nuestra villa estaba en el camino de la Mesta, el que recorrían los rebaños de ovejas trashumantes buscando nuevos lugares para apacentar según la temporada del año.

El "Honrado Concejo de la Mesta" fue una asociación de ganaderos de Castilla nacida oficialmente en el año 1273, durante el reinado de Alfonso X. En realidad no fue una innovación, pues Alfonso X se limitó a reconocer, dar carácter oficial y reunir en un sólo organismo las Mestas de Cuenca, León, Soria y Segovia, interesadas en utilizar los pastos de invierno de la Mancha, Extremadura y Andalucía. La principal misión de la Mesta fue la organización de las cañadas (caminos entre los distintos pastizales) y solucionar los conflictos que pudieran surgir entre los propios ganaderos y entre estos y las diversas comunidades de tránsito y estancia.

Las más importantes cañadas reales fueron la leonesa, la manchega y la segoviana, una de cuyas variantes pasaba por Madrid.

A finales del siglo XVI, al disminuir la exportación de lanas y también al ir perdiendo terreno la ganadería en su constante pugna con la agricultura, la Mesta entró en decadencia y fue suprimida en las cortes de Cádiz en 1808. Fernando VII la restauró a finales de ese mismo año, pero finalmente desapareció en 1836.


Principales cañadas de la Mesta

En los días de mayor auge de la Mesta, a mediados del siglo XVI, el total de las vías pecuarias, incluyendo cañadas, cordeles y veredas, superaba los 125.000 kilómetros, casi el uno por ciento de la superficie peninsular. Y eran recorridas por dos millones y medio de ovejas, pertenecientes a unos tres mil ganaderos, la mayoría modestos, pero algunos tan pudientes como los monjes del Escorial, con cuarenta mil cabezas, o los cartujos del Paular, con treinta mil.

Para todo este trajín y por cada diez mil reses que se ponían en marcha se necesitaba el buen hacer de un mayoral y cincuenta pastores, con la ayuda inestimable de dos perros. Estaban también los factores, que regentaban los numerosos ranchos en donde se efectuaban las esquilas, y, dentro de estos, los ligadores, que ataban las reses; los tijeras, que realizaban el corte; recibidores, que recogían los vellones; velloneros, que los trasladaban a los almacenes; apiladores, que los amontonaban; moreneros, que curaban las cortaduras con polvo de carbón y vinagre; vedijeras, que barrían las lanas caídas, y escanciadores, que daban de beber a todos los operantes.

Dentro del mismo negocio estaban igualmente los que trabajaban en batanes, tenerías y telares; los que cultivaban el zumaque y la rubia para el curtido y la tinción; los arrieros, contratistas y comerciantes que daban salida al producto, y, por supuesto, los oficiales reales que vigilaban las cañadas.

En el año 1418 el concejo de Madrid estableció un pacto con la Mesta, por el cual los ganaderos que entraban por el camino de Alcalá de Henares, la hoy calle de Alcalá, encontraban el paso abierto en su viaje a Talavera y luego a Andalucía, y podían apacentar en los predios del Común, junto al río Manzanares, por un máximo de tres días.


Mojón de la Cañada Real Segoviana junto a la Puerta de Alcalá

De todo esto hoy sólo queda el recuerdo, hecho piedra en la plaza de la Independencia, junto a la Puerta de Alcalá. Allí, el paso del ganado por la Cañada Real Segoviana está señalado con un mojón de granito guadarrameño, que curiosamente ha aguantado el paso de los años y la piqueta destructora de las sucesivas autoridades municipales.

Para reivindicar el uso de estas casi desaparecidas cañadas, lleva años poniéndose en marcha un viaje trashumante de ovejas hacia los pastos de Extremadura, con paso incluido por Madrid. El discurrir del ganado por las principales calles de la nuestra villa, sustituyendo por unas horas a los automóviles, lleva aparejado el pago de una tasa de diez maravedíes, que el mayoral paga religiosamente a un representante del Ayuntamiento.
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EL PARDO

La primera noticia que se tiene de los montes de El Pardo es de 1312, en tiempos de Alfonso XI, citándose como una propiedad de Johan Roiz Sasomon e indicándose que antes había pertenecido a Elvira Fernández. La segunda, de 1350, también con el mismo rey; menciona que éste, tras acotar la dehesa de Tejada allí existente, mandó escribir un libro de montería, en el cual se lee que El Pardo "es buen monte de puerco en invierno et en tiempo de panes" y que en su espesura se encontraban osos. Pero El Pardo entró verdaderamente en la historia en 1399, cuando fue regalado a Enrique III por el concejo de Madrid, muy agradecido del afecto que el joven monarca sentía por nuestra villa —aquí había sido nombrado rey en 1930 y aquí residió casi de continuo por serle muy favorable el clima a su débil salud de tuberculoso—. Poco después, en 1405, Enrique III construye en el monte una pequeña residencia real con pabellón de caza, iniciándose así la vinculación de este lugar con la Corona.

Perfeccionada esta residencia por Enrique IV, El Pardo fue escenario de grandes fiestas cortesanas, entre las que destacó la dada en honor del embajador de Bretaña, el duque de Armenach, y que ha pasado a la posterioridad porque dio lugar a la fundación del monasterio de San Jerónimo el Real y, también, a la maledicencia pública de atribuir la paternidad de la princesa doña Juana, apodada por este motivo La Beltraneja, no al rey y sí a su favorito don Beltrán de la Cueva.

Los Reyes Católicos no prestaron demasiada atención a El Pardo; pero sí Carlos I, que habiendo cazado allí repetidas veces, en 1543 ordenó la demolición de la antigua casa y en su lugar la edificación de un palacio.

Se ha dicho que este inmenso coto de caza, unas 15.500 hectáreas de bosque (encinas, chaparros, robledales, enebros, chopos, olmos, álamos, fresnos), con abundancia de perdices, palomas, liebres, conejos, gamos, venados, jabalíes, lobos, zorros y antiguamente osos, fue el elemento decisorio para que Felipe II, enamorado de la caza, instalara la Corte en Madrid en 1561.

En 1604, en tiempos de Felipe III, cuando precisamente la Corte se había trasladado a Valladolid, el palacio de El Pardo sufrió un voraz incendio que casi termina con todo en cenizas. La tarea de reconstrucción fue encargada al gran arquitecto Francisco de Mora, continuada después por su sobrino Juan Gómez de Mora, que conservaron sólo la zona oeste del antiguo palacio y la llamada puerta de Carlos V.

De esta misma época fue la fundación, en 1613, del convento de Ntra. Sra. de los Ángeles de Padres Capuchinos, más conocido como el del Cristo del Pardo.


El monte de El Pardo

En 1738, reinando Felipe V, el primer Borbón, el arquitecto francés Francisco Carier levantó la iglesia, unida al palacio, cuya torre es posterior, de tiempos de Fernando VII, según proyecto de Isidro González Velázquez.

En 1751, Fernando VI, para impedir la entrada en el monte de cazadores furtivos y leñadores, mandó construir una tapia que lo cerrase de 2,50 metros de alto y 0,80 de ancho, y con una longitud de casi 100 kilómetros. Se encargó de las obras el ingeniero Francisco Nangle, que también levantó la principal de las puertas de acceso, la famosa Puerta de Hierro, en colaboración en este caso con el arquitecto Francisco de Moradillo, el escultor Domingo Olivieri y el cerrajero Francisco Barranco.

Esta vieja y emblemática puerta, que quedó durante muchos años aislada en el Km. 6 de la carretera de A Coruña, debido a las modificaciones de entradas y salidas de la capital, ha sido trasladada 200 metros, a una isleta en el margen derecho de la carretera de Villalba (N-VI).

La última reforma importante del palacio de El Pardo fue en 1772, cuando Carlos III encargó su ampliación a Sabatini. Después, ha tenido diversas restauraciones y transformaciones para adecuarlo al nivel de los tiempos.

Desde 1845 y hasta la guerra civil de 1936, El Pardo fue lugar de romería sonada cada 13 de noviembre, festividad de San Eugenio.

"Un día de San Eugenio, yendo hacia El Pardo le conocí..." cantaba una tonadillera. Un escritor de la época, aludiendo a la romería y a lo típico de ella, el recoger el fruto de las encinas, decía: "Todo el mundo se alborota y acude a la bellota". Y el refranero metereológico recomendaba: "Abrígate mi niña pa san Eugenio, que El Pardo y la bellota traen el invierno".
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DON BELTRÁN Y LA BELTRANEJA

Aparece Beltrán de la Cueva por primera vez en la historia en Úbeda, durante un viaje de Enrique IV. El rey nota en el joven un algo especial; aprecia su innata inteligencia, su porte, su gallardía..., y no duda en pedirle, casi ordenarle, que marche con él a Madrid. Allí, va escalando puestos, ganando honores y riquezas, convirtiéndose en uno de los hombres más poderosos de su tiempo y, sobre todo, logrando la total confianza del rey, que deja en sus manos el gobierno de Castilla.

Pero además es valiente, decidido, el mejor en los torneos, galante, apuesto, ocurrente; viste con lujo descarado y encandila a las mujeres. Y Juana, la reina doña Juana, la bellísima Juana de Portugal, se enamora en silencio de don Beltrán, acaso cansada de tantas infidelidades de Enrique IV.

Aunque la reina quiere ocultar sus sentimientos, siempre se notan cosas: hay sonrisas, hay miradas..., y hay también enemigos, incluso dentro de la propia Corte, dispuestos a cambiar el rumbo de la historia, que con maledicencia airean estos supuestos amores de doña Juana y don Beltrán.


Don Beltrán y la Beltraneja

La gente, influenciada por los bulos, empieza a atar cabos y a dar explicación maliciosa a muchas situaciones pasadas, como las sucedidas en la fiesta cortesana dada en 1460 al embajador de Bretaña, el duque de Armenach, que curiosamente también fue motivo de la fundación del monasterio de los Jerónimos.

Se dispuso aquel agasajo en la residencia real de El Pardo, durando cuatro días la multitud de festejos y convites. En la última jornada llegó la apoteosis con un paso honroso o torneo, que se celebró en una amplia tela —así se designaba el campo destinado para que los caballeros midieran sus armas— situada cerca de la hoy ermita de San Antonio de la Florida. Y allí —¡ay!—, al justar don Beltrán —parece lo más natural— en honor de su reina, la gente, recordándolo, comenzó a hacer cuentas y a sospechar, con mil cábalas y suposiciones, de la paternidad de Enrique IV sobre la princesa Juana, atribuyéndola más a don Beltrán.

La muerte de Enrique IV en 1474 desató la guerra sucesoria entre la princesa Juana, acusada sin ninguna prueba de ilegítima y cruelmente apodada La Beltraneja, y la hermanastra de su padre, Isabel, que concluyo en 1479 con el triunfo de ésta. La pobre Juana, en cambio, después de ser anulado su matrimonio con Alfonso V de Portugal, celebrado cuando ella tenía tan sólo trece años, fue obligada a recluirse en un convento de monjas portugués. Pasado algún tiempo, la “excelente señora” —así era llamada en tierras portuguesas— abandonó el claustro y marchó a vivir a la corte lusa. Siguió llamándose reina hasta su muerte, acaecida en Lisboa, en 1530, cuando contaba sesenta y ocho años.
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LOS JERÓNIMOS

En 1460, en tiempos de Enrique IV, vino a Madrid el embajador de Bretaña, el duque de Armenach, siendo agasajado con multitud de festejos, entre los que destacó un torneo de justas o paso honroso celebrado en las cercanías de la Florida. Quedó tan contento el rey del resultado de la fiesta caballeresca, que quiso perpetuar su recuerdo, y para ello ordenó que se erigiese en aquel paraje un monasterio, que sería ocupado por monjes jerónimos.

Poco después, en 1503, ante las malas condiciones de salubridad del cenobio, edificado junto al río Manzanares, consiguieron los monjes que los Reyes Católicos lo trasladaran a los altos del Prado, hoy en la actual calle de Ruiz de Alarcón y junto al Museo del Prado. Se construyó como el anterior en un estilo gótico tardío, con posible traza de Enrique Egas.

El apoyo que por parte de los reyes disfrutó desde el principio el monasterio de San Jerónimo el Real, vulgarmente conocido como "Los Jerónimos", alcanzó incluso a que Felipe II mandase levantar, adosado a la parte oriental de la iglesia, un cuarto o aposento de retiro para sus oraciones. Más tarde, esta estancia habría de ser origen y dar nombre al palacio del Buen Retiro , que para Felipe IV mandara edificar su valido el conde-duque de Olivares. Quedó así el monasterio unido a la residencia palaciega, celebrándose en su iglesia bodas, bautizos y funerales de la realeza, y también las proclamaciones del príncipe heredero, carácter que aún mantiene.

Famosa era la opulencia y riqueza de este monasterio. Se decía maliciosa y exageradamente que allí, de cada carnero hacían dos albondigillas y daban tres de ración a cada fraile.

Los Jerónimos y el palacio del Buen Retiro fueron ocupados por los franceses en 1808, que lo transformaron todo en cuartel de Artillería. En la misma iglesia sufrieron prisión muchos de los desgraciados que en la noche del 2 al 3 de mayo de ese año fueron fusilados en el Prado. Los estragos a causa de la guerra fueron tremendos: del palacio quedó en pie únicamente el llamado "Salón del Reino" y el "Salón de Baile" (Casón del Buen Retiro). Del monasterio sólo se salvaron, aunque muy erosionados, los muros y cubierta de la iglesia, perdiéndose sus imágenes, capillas, enterramientos, ornamentación y retablos, incluido el del presbiterio, que había sido construido en Flandes por encargo de Felipe II.

Volvieron los monjes jerónimos después de la guerra y procuraron arreglar mínimamente el desastre que encontraron; pero pasados unos años, tuvieron que abandonarlo cuando, después de la terrible matanza de frailes del 1 de julio de 1834, llegó la época de la desamortización. En ese momento fue convertido en parque de Artillería y, posteriormente, en hospital para inválidos y enfermos de cólera. Y sólo el interés por parte de don Francisco de Asís Borbón, esposo de la reina Isabel II, impidió que la iglesia de los Jerónimos fuera totalmente destruida, promoviendo su restauración en 1848.


Iglesia de los Jerónimos

Narciso Pascual Colomer, encargado de las obras, reinventó el templo, añadiendo las dos torres de la cabecera, numerosos pináculos y la portada, en la que se pusieron esculturas de Ponciano Ponzano. Todo se hizo prácticamente nuevo, a excepción de las grandes y hermosas bóvedas con sus ricas nervaduras góticas.

Las reformas fueron proseguidas entre 1879 y 1883, antes de ser declarado el templo sede de una nueva parroquia al servicio de aquella zona, por Enrique Repullés y Vargas, que suprimió revocos exteriores, añadió tribunas en las capillas y llenó todo con imágenes y cuadros traídos de conventos e iglesias desaparecidas.

La escalinata que baja a la calle de Ruiz de Alarcón se construyó en 1905, con motivo de la boda de Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg.

Durante la guerra civil de 1936, se salvó de asaltos, pero sí tuvo graves desperfectos, siendo restaurada por Francisco Iñiguez. Su última rehabilitación a fondo concluyó en 1993, necesaria por el deterioro que sufría.

El templo, constituido por una gran nave, crucero, ábside poligonal, cinco capillas a cada lado y coro alto a los pies, aloja numerosas piezas artísticas , algunas de verdadero mérito. Podemos destacar, entre las imágenes: una réplica antigua (s. XVII) del famoso Cristo de los Dolores de Serradilla (Cáceres); una Dolorosa, de vestir, de Jerónimo Suñol (s. XIX), copia de la desaparecida de Becerra: una Inmaculada (s. XVII) muy en el tipo de las del vallisoletano Gregorio Fernández, y el Cristo de la Buena Muerte, de Juan Pascual de Mena (s. XVIII), obra maestra de nuestra imaginería, que procede de la antigua y desaparecida iglesia de Santa Cruz. Entre los cuadros: dos de Vicente Carducho (s. XVII), San Ramón Nonato y San Pedro Armengol, provenientes de convento de Santa Bárbara; otro, de Lucas Jordán (s. XVII), con la Virgen del Rosario, y un óleo de Juan Bautista Mayno (s. XVII), con La venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles.

En el exterior, a la derecha de la iglesia, el arquitecto Rafael Moneo edificó el complejo de ampliación del Museo del Prado, obra muy polémica por su dudosa eficacia y estética, además de ocasionar la desaparición de los restos del antiguo claustro del convento.
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HOSPICIO DE SANTA CATALINA DE LOS DONADOS

Don Pedro Fernández de Lorca, tesorero de Juan II y luego secretario con Enrique IV, fundó este hospicio en 1460, y lo puso bajo la protección de santa Catalina, de quien era muy devoto. Se había compadecido de los que, no teniendo más beneficio que el producto de su trabajo, llegaban a una edad avanzada y quedaban en la miseria al no poder ganarse el sustento. Y para recoger y tener mantenidos, "donados", a estos pobres menestrales, cedió su casa y el terreno de unas viñas que poseía junto al arroyo del Arenal, en la hoy plaza de Santa Catalina de los Donados.

Curiosísimo era ver a los donados con su traje de gala, hecho que sucedía una vez al año, cuando acudían la víspera del día de Difuntos al monasterio de los Jerónimos, cuyo prior era también el rector del hospicio, y en cuya iglesia, en la capilla de Santa Catalina, estaba enterrado el fundador en un bello mausoleo. Consistía el casi grotesco uniforme en ropón largo pardo, becas azules, sombrero de amplias alas y, además, unas melenas postizas empolvadas, que resultaban ridículas en aquellas figuras decrépitas.


Santa Catalina de Alejandría

En el año 1585, Felipe II, al ordenar la reforma y concentración de estos asilos piadosos, respetó esta instalación, pero no sus viñas, que fueron arrancadas y los terrenos utilizados para la construcción de casas. Hay una graciosa anécdota sobre este hecho. Se cuenta que uno de los acogidos, al ser destruido el viñedo y creer que ya no tomaría más vino, se quejaba amargamente: "Yo, que soy viejo, y que sólo me alimenta la bebida, voy a desfallecer si diariamente no me dan un cuenco de vino". Y el rector, por aquellos tiempos fray José de Sigüenza , le contestó: "Mejores vinos hay en las lomas de Madrid y en San Sebastián de los Reyes. De ese vino beberéis para que alarguéis mucho la vida, hermano". Oído esto, el viejo truhán y desdentado, cambiando rápidamente de cara, respondió entre risas: "Mándeme de esos vinos vuestra reverencia". Y así ocurrió, desde ese día tuvo el anciano doble ración de vino. Lucas Jordán inmortalizó esta escena en un gran cuadro, con la figura del viejo donado en actitud llorosa y suplicante.


Ubicación de Santa Catalina de los Donados

El hospicio tenía una pequeña capilla, célebre porque allí se daba culto a la Virgen del Henar, cuya cofradía organizaba una procesión con el rezo del Rosario. En cierta ocasión, al entrar la comitiva en la estrechísima y ya desaparecida calle de los Remedios (en la actual plaza de Tirso de Molina), se suscitó una violentísima discusión con otra procesión que venía desde el convento de San Francisco (la de Ntra. Sra. de la Aurora), por ver quién tenía preferencia de paso. El tumulto acabó a farolazos. De aquel episodio quedó el dicho popular, cuando queremos referirnos a un hecho violento, de que "acabó como el rosario de la Aurora".

Desapareció el hospicio, anacrónico ya en tiempos modernos, y en parte de su solar, donde estuvo la antigua capilla, se erigió en 1917 la pequeña iglesia del Santo Niño del Remedio, de muy popular y madrileñísima devoción.
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CONVENTO DE SANTA CLARA

El convento de la Visitación de Nuestra Señora, de monjas franciscanas, que vulgarmente era conocido como de Santa Clara o de las Clarisas, fue fundado por doña Catalina Núñez, esposa de don Alonso Álvarez de Toledo, tesorero del rey Enrique IV y luego contador mayor de Castilla en tiempos de los Reyes Católicos. En 1470 estaba terminado, junto a la iglesia de Santiago, dentro del recinto amurallado cristiano, en la calle luego llamada —por el convento— de Santa Clara.


Santa Clara de Asís

Allí se veneraba una imagen de la Virgen de la Consolación, que tenía muchos devotos entre los madrileños, y también, pero dentro de la clausura, un crucifijo de gran tamaño, con la Virgen María, san Juan y la Magdalena a los pies. Muchas maravillas se contaban de esta imagen de Cristo, al que enviaban paños para que las monjas tocaran su cuerpo, y que luego eran puestos sobre los enfermos.


El convento de Santa Clara en el plano de Texeira de 1656

El convento fue demolido durante la invasión francesa, para realizar los planes urbanísticos que José I ideara para el entorno del Palacio Real. Las religiosas, expulsadas, encontraron un primer acomodo en el convento de la Concepción Francisca (vulgarmente, de La Latina), y después en unas casas habilitadas en la carrera de San Francisco, donde estuvieron hasta que les fue concedido y convertido en residencia conventual el palacio del duque de Montemar (el actual instituto Lope de Vega), en la calle de San Bernardo. De allí salieron en 1833, a la muerte de Fernando VII, para ir al convento de Santa Clara de Ciempozuelos, retornando nuevamente a Madrid al quedar incorporadas al convento de las Calatravas, también desaparecido.
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LAS VALLECAS

El convento de Nuestra Señora de la Piedad, de monjas bernardas, vulgarmente llamado de Las Vallecas, fue fundado por Alvar Garcidíez de Rivadeneira , maestresala de Enrique IV, en 1473, en el entonces pueblo de Vallecas , que de él recibieron el cariñoso apelativo.

En el año 1522 fueron trasladadas a Madrid por el cardenal Siliceo, que les edificó casa en el camino y luego calle de Alcalá, siendo la primera construcción que se hizo por aquellos parajes. Al ir repoblándose la zona, el convento hacía esquina con la calle de Virgen de los Peligros y tenía la trasera en la de la Aduana.


Ubicación de Las Vallecas

Su iglesia, que debió ser renovada de su aspecto primitivo, poseía pilastras y ornato de orden jónico, y en alguno de sus altares había buenos cuadros de Bayeu y Carreño. Allí se veneraba una talla de Nuestra Señora, de origen africano, conocida como Virgen de los Peligros, y que dio nombre a la calle lateral. Muchos eran los prodigios a esta imagen atribuidos, entre ellos el realizado con una niña de cinco años, salvada milagrosamente de morir ahogada cuando cayó a un pozo.


Virgen de los Peligros

El convento fue derribado en tiempos de la desamortización de Mendizábal y sus religiosas acogidas en el del Santísimo Sacramento, que también desapareció en 1975, aunque su iglesia se conserva en la calle del Sacramento como sede del Arzobispado Castrense.

El solar de la calle de Alcalá fue ocupado sucesivamente por la Bolsa de Comercio (una de las varias ubicaciones que ha tenido antes de recalar definitivamente en la plaza de la Lealtad); por un teatro, el del Museo; por un conocidísimo café, el Fornos, y, finalmente, por el edificio del Banco Vitalicio. El Fornos, uno de los locales de más animada vida del Madrid alfonsino, llenó todo un capítulo en la historia amable de nuestra villa. El café, que permanecía abierto toda la noche, era sede de tertulias de comediantes, escritores, políticos, artistas, aristócratas, financieros, toreros. Famosas eran sus cenas baratas a la salida de la cuarta del Apolo, la última sesión (de una a dos de la noche) en el cercano y desaparecido teatro de la calle de Alcalá, durante muchos años considerado catedral del género chico.
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EL LAZARETO DE SAN ANTÓN

A principios del siglo XV, los alrededores de los caminos de Fuencarral y Hortaleza, alejados de la ciudad, estaban casi siempre desiertos, y en cierta ocasión, con motivo de una de las frecuentes epidemias de peste de la Edad Media, fueron utilizados aquellos parajes para establecer un lazareto que apartara a los enfermos de la Villa. Este lazareto u hospital, situado en terrenos de la hoy calle de Pelayo, pasó a ser regido por monjes de la Orden Antoniana (fundada en 1093 en Francia), de cuyo Santo Patrón tomó el nombre: Hospital de Agonizantes e Infecciosos de San Antonio Abad.

San Antonio Abad —san Antón—, que nació en Egipto en el año 251, y que se retiró al desierto haciendo vida de penitencia, fue tentado por el demonio y protegido varias veces por diversos tipos de animales, por lo que es venerado como protector de todas las criaturas irracionales.

Los religiosos antonianos, agrupados bajo el ejemplo del venerable ermitaño, se dedicaban a regentar hospitales para enfermos incurables y con llagas, aplicándoles una especie de grasa o “pócima de san Antón”. Este remedio, que obtenían de la piel del cerdo, les hacia poseer grandes piaras de estos, que eran muy apreciados por las gentes y reconocidos por una campanilla que llevaban al cuello.

Posteriormente, al trasladar los Antonianos el hospital a la calle de Hortaleza, Pedro de Ribera les construyó, entre 1720 y 1744, la iglesia que todos conocemos.


San Antón

Tras ser suprimida la Orden Antoniana por Pío VI en 1787, la iglesia y el hospital, abandonados, fueron cedidos en 1794 a los Escolapios o Hermanos de las Escuelas Pías, orden que se había originado en 1597 por impulso de san José de Calazanz.

Los Escolapios, que allí establecieron sus escuelas, además de los edificios heredaron la muy madrileña y pintoresca costumbre de celebrar, el 17 del mes de enero —fiesta de san Antón—, el tradicional desfile y bendición de animales, las llamadas "vueltas de san Antón".

Otra tradición es la venta de panecillos. Recuerdan el pan que a san Antón le llevó en cierta ocasión un cuervo al desierto. Se dice que estos panecillos dan prosperidad a quien los conserva durante todo el año. Su formula, secreta —sólo la conocen los religiosos—, los mantiene sin ponerse duros ni rancios en mucho tiempo.

Cerrado el colegio por los Escolapios en 1990, el edificio, abandonado, ha tenido varios dueños y sufrió un espectacular incendio en 1995. Luego, su nuevo propietario, el Ayuntamiento, lo vendió al Colegio de Arquitectos de Madrid, que se encargó de su rehabilitación.

La iglesia, que fue clausurada en 1994 por riesgo de hundimiento parcial, sufrió también el incendio de 1995, aunque muy ligeramente, siendo reabierta en 1996 después de algunas obras de consolidación. El culto se mantiene en la actualidad de manera muy restringida; pero todos los años, cuando llega la fecha del 17 de enero, mientras la iglesia se llena de fieles, inusitados y ruidosos visitantes pasan por el rito tradicional: "Reciba, Señor, tu bendición este animal, y por la intercesión de san Antón se vea libre su cuerpo de todo mal".
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HOSPITAL DE LA PASIÓN

A mediados del siglo XV fue fundado por los Dominicos, en la esquina de la calle Maldonadas, junto a la desaparecida iglesia de San Millán y frente a la plaza de la Cebada, el Hospital de Mujeres de la Pasión.

En el año 1636 el hospital se trasladó a la calle de Atocha, y el viejo edificio, perdido ya su antiguo uso, se utilizó como convento de la Orden de Santo Domingo hasta que fue derribado en tiempos de la dominación francesa.


Las dos ubicaciones del desaparecido hospital de la Pasión

A partir de la segunda mitad del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, mientras en la parte alta de la calle de Atocha se erigen iglesias y conventos, en la baja proliferan los hospitales de nueva fundación o el traslado de los antiguos: en 1552, el hospital del Amor de Dios, fundado por Antón Martín para el cuidado de enfermos de larga duración; en 1606, el Hospital General, que había sido fundado por Felipe II y estuvo primero en la calle de Santa Catalina; en 1616, el de Montserrat; en 1636, el traslado del hospital de la Pasión, y en 1638, el de Niños Desamparados. Todos se agruparían posteriormente en el Hospital General, totalmente remodelado en la época de Carlos III, y para el que se construyó un nuevo edificio según proyecto incompleto de Sabatini. Hoy, la inmensa mole de este antiguo hospital, en la plaza del Emperador Carlos V y calle de Santa Isabel, acoge el Museo Reina Sofía.

Poco se sabe del hospital de la Pasión. Hay una noticia de 1658, expresando que durante ese año hubo un ingreso de 2552 enfermas. Mesonero Romanos, en su Manual de Madrid, refiriéndose a esta institución, integrada ya en el Hospital General pero con funcionamiento autónomo, dice: “El hospital de la Pasión está servido, con un celo admirable, por Hijas de la Caridad, habiendo además otras corporaciones de señoras que visitan y consuelan a las enfermas. En el año 1831 había 4207 enfermas, de las cuales fallecieron 621, se curaron 3222 y quedaron en cama, para el año posterior, 364”.
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EL GRAN DILUVIO, LA PESTE, EL HOSPITAL DEL BUEN SUCESO Y OTRAS DESGRACIAS

En tiempos del reinado de Juan II, Madrid sufrió verdaderas calamidades: desde el 29 de octubre de 1434, y sin parar durante cuatro días, cae sobre la villa un tremendo aguacero (¡el año del diluvio!, al que se remontan aún hoy, las ponderaciones para demostrar la antigüedad de algún suceso). El temporal causa el desbordamiento del Manzanares y el aislamiento del caserío. La situación es tan caótica que empieza a aparecer el hambre; y cuando cesa la lluvia, en las calles aparecen multitud de cadáveres y proliferan las enfermedades.

En el año 1438, una epidemia de peste que asola Castilla, también afecta a Madrid. Se calcula que mueren cinco mil de sus veinte mil habitantes de entonces. Para recoger a los apestados se crea rápidamente un lazareto-hospital en el arrabal, junto a un humilladero dedicado a San Andrés, en lo que más tarde sería la Puerta del Sol. Ocupaba aproximadamente el solar del edificio esquinero entre la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo, el que luce en la azotea el ya emblemático y castizo anuncio luminoso de "Tío Pepe". Este lazareto, abandonado posteriormente, sería luego recuperado por Carlos I para instalar el Hospital Real de Corte, en cuya iglesia se veneraba la imagen de la Virgen del Buen Suceso, que daba nombre popular a todo el complejo. En el año 1867 fue trasladado a la calle de la Princesa, y actualmente sólo subsiste la iglesia, renovada en 1975.


Virgen del Buen Suceso

Más desgracias se suceden en Madrid en los años siguientes: en 1466, un terremoto derriba numerosas casas y hasta el Alcázar sufre quebrantos, y en 1494 y 1495, ya en tiempos de los Reyes Católicos, de nuevo las lluvias, nieves y huracanes azotan la villa. Los viejos puentes de madera sobre el Manzanares, en los caminos de Segovia y Toledo, y las puertas de Valnadú y Guadalajara sufren serios desperfectos; de tal magnitud los puentes que fue necesario, ante el peligro de derrumbamiento, destinar cuarenta mil maravedíes para los arreglos.
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LA PLAZA DEL ARRABAL

La plaza del Arrabal, hoy plaza Mayor, fue abierta a finales de la Baja Edad Media sobre el terreno de la hasta entonces laguna de Luján, en el arrabal de Santa Cruz, fuera del segundo recinto amurallado de la Villa, el cristiano.

Aunque es seguro que ya desde el siglo XIII existían casas al otro lado de la laguna, en el camino de Atocha, fue durante el siglo XV, reinando Juan II, cuando se procede a su secado, cortando las vías de agua que la mantenían. Aparece así un espacio que pronto tomó configuración como plaza.

Al estar cerca de la calle de Guadalajara —la actual calle Mayor—, la más importante y comercial de entonces, y partir de ella la incipiente calle de Toledo, vía de acceso al camino de aquella importante ciudad, de la cual procedían gran parte de las mercancías que se traían a Madrid, en la plaza nació rápidamente una gran actividad comercial, favorecida además al principio por los beneficios económicos que reportaba su situación extramuros, libre del control fiscal que imponía el Concejo.

La actividad mercantil quedó consolidada cuando Enrique VI mandó trasladar aquí, en 1465, el mercado semanal que él antes había ordenado celebrar delante del Alcázar, construyéndose para tal fin unos porches sostenidos por pilastras de madera, para proteger de las inclemencias del tiempo a vendedores, compradores y géneros puestos a la venta.


Plaza del Arrabal

Es ya en tiempos de los Reyes Católicos cuando en la plaza, que poseía un trazado irregular, con una pronunciada pendiente hacia la calle de Toledo, se dejan instalar y se regularizan los puestos de venta fija, que compartían el entorno con casas de aspecto miserable y con gran cantidad de bodegones y mesones. También por esta época se crean en la plaza tres establecimientos oficiales para el control del abastecimiento de la ciudad: la llamada Casa del Arrabal, para abastos generales, principalmente de trigo y harina, y las llamadas Red del Pescado y Red de la Carna.

En el año 1590 se empezó a construir la Casa de la Panadería, y dada la decrepitud de la plaza, que ya se llamaba Mayor, hay una ordenanza para sustituir las pilastras de madera por otras de piedra.

A principios del siglo XVII, era tan ruinoso y feo el aspecto de la vieja plaza, que Felipe III determinó la construcción de una nueva en 1617, que encargó al arquitecto Juan Gómez de Mora, y que después de multitud de vicisitudes, transformaciones, reconstrucciones y algún cambio de denominación es la que hoy conocemos.
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PALACIO DE LOS LASSO

En la plaza de la Paja, con vuelta a las calles de la Redondilla y Mancebos, se encontraba este gran palacio, que desgraciadamente fue derribado en 1880 para construir en su lugar varios edificios de viviendas. Tenía unos sesenta mil metros cuadrados de superficie y, según algunos autores, más de cien habitaciones.

Su construcción la inició, en los últimos años del reinado de Enrique VI, don Pedro de Castilla, biznieto del rey don Pedro I y casado con Catalina Lasso, hija del señor de Mondéjar. La terminó don Pedro Lasso de Castilla, pasando luego a los duques del Infantado por uniones familiares.


Palacio de los Lasso

Los Reyes Católicos, muy amigos de don Pedro Lasso, que había sido uno de los principales defensores de Isabel frente a La Beltraneja, residieron en este palacio durante sus estancias en Madrid, y desde él, a través de un pasadizo elevado que mandaron construir, entraban directamente en la iglesia vecina de San Andrés, que de esta manera se convertía en capilla real. También el palacio fue luego utilizado por el propio rey don Fernando y su segunda esposa, Germana de Foix; por la desgraciada Juana la Loca y su esposo, Felipe el Hermoso, y por los regentes del Reino, el cardenal Cisneros y el deán de Lovaina, que llegó a ser Papa con el nombre de Adriano VI.

A este palacio acudió la Junta de Grandes de Castilla a preguntar a Cisneros cuáles eran sus poderes para la gobernación del Estado, a lo que el Cardenal, abriendo un balcón y ordenando disparos de artillería a las fuerzas armadas concentradas en la plaza de la Paja, respondió: "Estos son mis poderes, con ellos gobernaré hasta que el príncipe Carlos venga".
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EL MADRID DE LOS REYES CATÓLICOS

UN POQUITO DE HISTORIA

Isabel fue reconocida en toda Castilla como reina en 1479, tras resultar vencedora en la guerra civil que enfrentó a sus partidarios con los de Juana la Beltraneja. Y con referencia a Madrid, al finalizar la contienda, lo primero que hicieron los Reyes Católicos fue dar a sus principales caballeros en la Villa, don Pedro Núñez de Toledo, don Pedro Arias y don Pedro de Ayala, facultades extraordinarias para limpiar de rebeldes la zona y para el nombramiento de corregidores, alguaciles y otros oficios del Concejo. Ya antes, en 1477, viendo que Madrid estaba totalmente por ellos, hasta aquí se acercaron los monarcas desde Toledo y permanecieron casi dos meses. Se aposentaron en la casa palacio de los Lasso de Castilla, en la plaza de la Paja, donde la reina aprovechó la cercanía de la parroquia de San Andrés para comunicar ambos edificios a través de un pasadizo elevado.

Muchas fueron las veces que los Reyes Católicos vinieron a Madrid, en alguna ocasión en breve jornada de paso y otras más duraderas, como en 1483, que permanecieron desde enero hasta finales de abril, y en 1494, que estuvieron nueve meses, y que con tal motivo el Concejo organizó numerosas fiestas para celebrar tan gran acontecimiento.

Madrid fue también escenario durante estas visitas de uno de los actos más conmovedores de la época: la administración de justicia por los propios reyes en el Alcázar. Gentes desvalidas, humilladas u ofendidas por los poderosos, agraviados, pobres, siervos..., podían acudir libremente y recibir consolación o solución a sus desgracias.


Los Reyes Católicos

Principales hitos históricos durante el reinado de los Reyes Católicos fueron el fin de la dominación árabe con la anexión del reino nazarí de Granada, la expulsión de los judíos, el establecimiento del Tribunal del Santo Oficio o Inquisición, el descubrimiento de América y la unidad nacional.

Pese a las astutas combinaciones matrimoniales diseñadas por Isabel y Fernando para la sucesión de la Corona y para establecer una red dinástica europea para sus hijos, un cúmulo de desgracias propició que nuevos conflictos sucesorios se reprodujeran a la muerte de la reina en 1504: el príncipe don Juan, casado con doña Margarita de Austria, había fallecido en Burgos en 1497; la primogénita, Isabel, casada con el rey de Portugal Manuel el Afortunado, moría en 1498, de posparto, dejando las esperanzas sucesorias en Miguel, el nietecito, que apenas comenzado el siglo XVI también sucumbía. Quedaba la princesa doña Juana, casada con el archiduque de Austria Felipe el Hermoso, pero el rey Fernando, regente de Castilla hasta que su hija —ya con evidentes signos de locura— regresara de los Países Bajos, estaba poco dispuesto a que el poder efectivo pasara a manos de su yerno, y, ante la aparición de bandos simpatizantes del archiduque —en Madrid encabezados por Arias Dávila—, desencantado, se retiró a sus tierras de Aragón, e incluso casó con Germana de Foix con el iluso intento en su ancianidad de tener un hijo que heredara su propia corona.

Regresó Fernando a Castilla tras la muerte de Felipe en 1506, y en Madrid, en Cortes celebradas en los Jerónimos, de nuevo fue nombrado regente de su incapacitada hija y hasta que su nieto Carlos cumpliera la mayoría de edad. Murió en 1516, por lo que fue nombrada una Junta de Regencia presidida por el cardenal Cisneros, que fijo su residencia en Madrid. Y a Madrid llegaron dos famosísimas cartas de don Carlos, una en 1516, recién muerto Fernando, en la que se instituía rey en unión de su madre doña Juana, y otra en octubre de aquel mismo año, comunicando su próxima llegada a España. Terminaba así la turbulenta dinastía de los Trastámaras y empezaba la de los Austrias.
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EL NUEVO ENSANCHE DE MADRID

Varias son las razones del ascenso de Madrid dentro del conjunto de las ciudades castellanas: la cercanía del monte del Pardo, muy rico en caza, a la que eran tan aficionados los monarcas; su situación en el centro de la Península, en un cruce de caminos; la existencia de la fortaleza del Alcázar, convertido poco a poco en palacio, y su propia realidad urbana, comercial y agraria.

Debido a este rápido progreso, durante el siglo XV se van consolidando los arrabales extramuros a la muralla del s. XII. En tiempo de los Reyes Católicos, el extraordinario ensanche hace necesario construir una nueva cerca que lo abarque. Resulta complicado describir el recorrido de esta cerca, pues ningún resto ha quedado de ella, y es casi seguro que fue una simple tapia con carácter administrativo y fiscal, no militar. Posiblemente arrancaba de la muralla anterior cerca de la puerta de Moros, seguía por la plaza de la Cebada y calle de Toledo para salir a la actual plaza de Benavente, tras la cual, bajando por Carretas, llegaba a la Puerta del Sol. Continuaba después por Preciados o Carmen hasta Callao y, dirigiéndose a la Cuesta de Santo Domingo, se unía a la muralla cristiana cerca del Teatro Real. A las puertas de la antigua fortificación se añadían ahora las de Santo Domingo, Sol, Atocha y los postigos de San Millán y San Martín.

Poco se sabe de estas puertas, salvo su situación en importantes caminos de comunicación de la ciudad. La más importante de ellas, la de Sol, que luego dio nombre a la plaza que allí se formó, se cree que estaba situada a la altura de la calle de Carretas y frente a la Carrera de San Jerónimo. Su nombre se debe a que sobre su arco había sido pintado un sol, tal vez porque la puerta miraba a Oriente. En sus alrededores confluían los arroyos que corrían por las actuales calles de Carretas y Preciados y los caminos a Fuencarral, Hortaleza, Alcalá y al monasterio de los Jerónimos, en el Prado, trasladado a ese paraje en 1503 desde la Florida. También por allí cerca se encontraba la llamada Casa de la Putería, una mancebía en la que las putas madrileñas de entonces aliviaban a los que requerían sus servicios.

La puerta del Sol fue modificada en tiempos de la guerra de las Comunidades, durante el reinado de Carlos I: se añadió un foso con puente levadizo y un pequeño baluarte rematado con seis almenas, para que así tuviera un carácter más defensivo. Desapareció poco después de establecerse la Corte en Madrid en 1561, pues al aumentar considerablemente la extensión de la villa, nuevamente se tuvo que ampliar la cerca.


El Madrid de los Reyes Católicos

Durante la época de los Reyes Católicos Madrid adquirió una fisonomía distinta. El antiguo carácter de ciudad amurallada, protegida para los ataques, propio de la Edad Media, fue dando paso a una ciudad abierta, destinada a la convivencia social y económica, más de acuerdo con los nuevos aires del Renacimiento que nos venían de Italia.

Isabel y Fernando, a través de varios ordenamientos, aconsejaron al concejo madrileño diversas actuaciones para el adecentamiento y ornato de la villa: empedrado de las calles, restricción de las zonas de basureros, prohibición de dejar animales sueltos —cerdos sobre todo— por la vía pública y fuertes multas a quien incumpliera las normas de limpieza. La ordenanza de 1496 es clara sobre algunos casos: "... qualquier que vaciara —¡agua va!— servidor (bacín, orinal grande) en la calle, pague veinte e cuatro maravedís e se alimpie a su costa (...); e si hallare que otro lo echó en la puerta de otro, que pague cient maravedís e que se haga pesquisa sobrello".

También por estos años, con la intención de mejorar las condiciones sanitarias, el Concejo ordenó la construcción de un matadero para el sacrificio de las reses fuera de la cerca, en una zona no precisa de la calle de Toledo, más allá de la plaza de la Cebada.
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LA ACTIVIDAD ECONÓMICA

A pesar del progreso alcanzado en Madrid en los últimos años de la Edad Media, la agricultura seguía siendo la principal actividad de sus habitantes (veinte mil posiblemente en esta época), en su mayoría cristianos, pero con importantes comunidades judía y mudéjar. Y aunque las tierras de la Villa no eran muy buenas, de ellas se obtenían los productos básicos para el mantenimiento de la población, sin ser suficientes para el abastecimiento total. Se cultivaba cebada, trigo, vid, olivo y, en las riberas del Manzanares, hortalizas, legumbres y frutales. Había zonas dedicadas a pastizales para el ganado, ovejas y cabras con preferencia, y casi todas las familias criaban cerdos y gallinas en sus casas.

Pero las mayores medidas proteccionistas de los Reyes Católicos fueron para la industria y la artesanía, que comienzan tímidamente a despegar. Algunas de estas actividades tienden a concentrarse: las relacionadas con los tejidos y con el vestido (de muy buena calidad fueron las sargas y sayales madrileños), en los alrededores de la parroquia de San Ginés; las que tenían como principal materia prima el cuero, en las tenerías de Valnadú (por la plaza de Isabel II) y en las del Pozacho (parte baja de la calle de Segovia); las del metal, en la plaza del Arrabal (hoy Mayor) y junto a la puerta Cerrada, y los hornos para la fabricación de tejas y ladrillos, en las cercanías de la actual plaza de Santo Domingo.

De los muchos oficios que los madrileños practicaban por aquellos años —algunos hoy olvidados—, aquí tenemos una amplia muestra: agujeteros, alarifes, albarderos, alfayates, armeros, borceguineros, boticarios, calceteros, candeleros, canteros, cardadores, carniceros, carpinteros, carreteros, cereros, cirujanos, cordoneros, cuchilleros, curtidores, chapineros, esparteros, físicos, guanteros, gañanes, herradores, herreros, jubeteros, mesoneros, odreros, pañeros, pellejeros, plateros, porquerizos, regatones, relojeros, roperos, santeros, silleros, taberneros, tintoreros, tundidores, zapateros, zurradores...

Resulta sorprendente que ya en aquella época el Concejo se preocupara de establecer una meticulosa reglamentación sobre todos los oficios, con el fin de evitar todo tipo de conflictos y abusos. Algunos detalles, que aquí transcribimos tal y como en su día se escribieron, son curiosísimos:

La duración del contrato de trabajo no es sólo preocupación actual, y así parece desprenderse de una ordenanza de 1496:"... que ninguna persona sea osado de tomar mozo de servizio, así para soldada commo para azemilero, salvo por desdel día de San Pedro fasta todos los Santos e de todos los Santos fasta San Pedro, so pena quel señor que le cojiere de otra manera pague otro tanto commo diere de soldada".


La actividad económica en tiempos de los Reyes Católicos

De 1497, otra, indicándonos la edad mínima: "... que no puede aver ningund pastor de menos de quinze años, so las penas de las ordenanzas".

"Que se pregone que cualquier cortador que cortare carne hedionda (...) que sea traído a la vergüenza por esta Villa y sus Arrabales". Todo parece indicar, ante la necesidad de dar esta disposición en 1489, que no era muy recomendable adquirir carne en las seis carnicerías que tenía Madrid: en la plaza de San Salvador, Valnadú, San Ginés, Santa Cruz, plaza del Arrabal y la de los mudéjares en el Pozacho.

La compra de pescado fresco era casi una aventura, pues sólo se utilizaba el sistema de mantener los peces en agua para que no se pudrieran. Los precios estaban regulados por el Concejo, y las penas a los que abusasen eran ejemplares y originales, como aquella impuesta en 1498: "... en rrazón que los pescaderos avían vendido la libra de los peces a ocho maravedís, aviéndose de vender a siete (...), por ende mandáronles en pena de ello que suelen o allanen el suelo del portal de la eglesia de Sant salvador, con sus gradas de yeso".

Mesones había abundantísimos, y el más antiguo era el de la Carriaza, en la calle del Mesón de Paños, que ya existía en tiempos de Juan II. Tabernas se conocen las de Pedro del Melgar, Pedro de Mena, Juan de Andújar, Pedro de Vega, Juan de Colombres y Toribia Sánchez. En todos ellos, mesones y tabernas, recaía una rígida normativa, de 1496, regulando los precios: "... un cavallero o escudero o mercader que tomaren una cama con su llave, dándole todas las cosas de servicio, cama e mesa y leña y agua, diez maravedís". Esta otra, de 1495, velaba por la calidad del vino: "... cualquier persona que vendiere vino aguado en esta dicha Villa e sus arrabales e tierra (...), si fuere regatón, que le dén cien azotes y pierda el vino (...), y si fuere escudero o caballero, que pierda la tinaja o cuba". Y para los que olvidaban sus deberes religiosos para ir a las tabernas, también había recomendación: "... porque se halla que los domingos e fiestas van muchos vagabundos e otras personas a las tavernas de mañana a bever e comer, que porque Nuestro Señor es deservido en ello, que de aquí adelante ningún tavernero no dé lugar nin consienta que coman nin bevan en su taverna fasta que sean salidos de Misa mayor, so pena que caya en pena de seiscientos maravedís por cada vez".
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EL ENTRAMADO SANITARIO

Durante el reinado de Isabel y Fernando, en la parte inferior de la pirámide sanitaria estaban los sanadores, que podían ser ensalmadores o santeros o saludadores, y que curaban enfermedades —incluido el llamado mal de ojo—, componían huesos rotos o dislocados y arreglaban los cuerpos maltrechos por torceduras, sobreesfuerzos o contusiones con la única ayuda de la pericia de sus manos, sus oraciones, sus imágenes milagreras, sus supersticiones y alguna que otra pócima más o menos medicinal. Todos ellos gozaban de la confianza y el fervor popular.

Juan Malpensado y la mujer de un tal Alonso (éste, a su vez, también santero) actuaban en esta época como ensalmadores oficiales de Madrid, y por ello estaban protegidos por el Concejo, que les había concedido en 1481 el privilegio de estar exentos en el pago de ciertos tributos.

Los saludadores ejercían su trabajo casi siempre de forma ambulante, de paso por pueblos y ciudades. En 1483 nos visitó uno, llamado para sanar a varias personas mordidas por un perro rabioso. Y en 1495 lo hizo Rodríguez de Palacio, de Getafe, contratado durante todo un año.

Más categoría que todos los anteriores tenían los boticarios, oficiales de la Villa y asalariados de ella. Conocemos algunos: Juan Díaz, Alonso de Guadalajara y un tal Fernández. Para poder ejercer pasaban antes por unas pruebas o exámenes que realizaba el Concejo, que también se encargaba de controlar las medicinas que se expendían para así tratar de evitar desgracias como las que se produjeron en 1501, cuando varias personas murieron por tomar solimán (cloruro de mercurio).

Más arriba estaban los cirujanos, que a pesar de no tener ninguna instrucción —los conocimientos se transmitían por lo general de padres a hijos—, durante toda la Edad Media pudieron practicar la cirugía. El único control era el examen previo que les hacía el Concejo. Maese Pedro era cirujano oficial en 1490, con un sueldo de dos mil maravedíes, y en 1492 lo era Juan Ruiz, contratado por tres mil maravedíes.


Médico judío atendiendo a una parturienta

La cima de la pirámide correspondía a los médicos, que en Madrid como en otros muchos sitios eran llamados “físicos”. Contratados previo examen obligatorio, estaban exentos de pagar todo tipo de tributos al igual que cirujanos y boticarios.

El oficio de médico parece que estaba monopolizado por los judíos. Antes de ser expulsados en 1492, de los siete físicos que se conocen cinco eran de esta raza: Don Huda, que ejerció hasta 1481; maestre Zulema, hijo del anterior, que le sucedió en el cargo; Rabí Jacó, el más famoso de todos ellos, que estuvo hasta 1488 con un sueldo de seis mil maravedíes; Rabí Oce, hijo de Jacó, que cogió el puesto a la jubilación de su padre, y Rabí Mo, que decidió establecerse en Madrid en 1489. Los dos últimos, en ejercicio en 1492, fueron expulsados, aunque después volvieron con el disfraz obligado de conversos.

Médicos cristianos anteriores a 1492 fueron el doctor Lorenzo de Solís y el doctor Guadalupe, que era el encargado de examinar a los posibles físicos, cirujanos y boticarios que querían trabajar en la Villa. Posteriormente ejercieron el doctor Talavera, maestre Enrique y el doctor Falino.

A veces el Concejo contrataba a físicos especialistas en algún tipo de enfermedad, como en 1496 con Francisco de Salvatierra, solicitado para curar ciertos tipos de bubas y la sarna.
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LOS ENTERRAMIENTOS

El enterramiento de los difuntos, que se hizo siempre en lugares apartados de los núcleos de población —así lo hicieron los árabes en el Madrid musulmán y luego los cristianos durante años—, vino a partir del siglo XIII a hacerse mayormente en las iglesias, costumbre que se prolongaría hasta principios del XIX. Las gentes, a su fallecimiento, querían estar lo más cerca posible del Dios Todopoderoso, y siempre en presencia de reliquias e imágenes de los santos, para obtener de ellos el beneficio de la intercesión ante el Padre. La Iglesia, por otra parte, consideraba que la visión de los sepulcros ayudaba a recordar la brevedad de esta vida y a mantener a los fieles preparados para el tránsito a la muerte.

Si entre los vivos había clases sociales, también las había entre los muertos: las familias poderosas y la nobleza podían pagarse su sepultura perpetua en el interior de las iglesias, en capillas particulares con grandes mausoleos de mármol; otros, de clases más bajas, sólo lograban acceder a una fosa en el suelo de los templos, bajo una losa de piedra, y los pobres, en ruin y basta caja de pino sin labrar, al exterior, en espacios acotados junto a las parroquias, sin ningún tipo de protección, expuestos sus cuerpos a la rápida destrucción.


Los enterramientos

Como en otros muchos sitios, aquí en Madrid, y sobre todo a partir del aumento de población que la villa experimento durante el reinado de los Reyes Católicos, el espacio de las iglesias se quedó escaso para albergar tanto cadáver, por lo que de tiempo en tiempo se realizaba la llamada "monda de cuerpos", que consistía en remover a los enterrados, mezclar con la tierra los restos de carne en descomposición y extraer los huesos para llevarlos a un osario. Quedaba así espacio para nuevas inhumaciones. Tan macabra operación, además del hedor insoportable y persistente que dejaba, originó la propagación de muchas enfermedades.

Y fue precisamente una epidemia de peste que asoló el país en 1781, y cuyo foco se desató en la parroquia de Pasajes (Guipúzcoa), el motivo por el que Carlos III se vio obligado a decretar la prohibición de los enterramientos en las iglesias y a ordenar la construcción de cementerios bien ventilados fuera de las ciudades, disposiciones que no serían efectivas hasta la época de José Bonaparte, dado el gran arraigo de las costumbres y creencias entre las gentes.
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LA SOCIEDAD MADRILEÑA

La alta nobleza era inexistente en Madrid en tiempos de los Reyes Católicos, y, por otra parte, la aristocracia menor, la de los grandes señores, tampoco se dejaba ver mucho por aquí. Los Arias, Bozmedianos, Lodeñas, Mendozas y Zapatas vivían retirados en sus posesiones de las cercanías de la Villa, con sus gentes.

Sin embargo, llamaba la atención el excesivo número de los que integraban la alta sociedad urbana, formada por los descendientes de aquellos caballeros que, por el mero hecho de tener caballos y armas dispuestas para la acción militar, primero ganaron y después defendieron Madrid, ciudad fronteriza durante muchos años entre los reinos cristianos y las tierras dominadas por los árabes. En tiempos de paz, estos antiguos guerreros se vieron en la necesidad de asegurarse unos ingresos estables, y fueron los órganos del poder local los que asumieron este papel, ya que sus posiciones prominentes les permitían acceder al control del Concejo y del Regimiento. Del disfrute de estos oficios concejiles no se beneficiaron todos los caballeros, sino determinadas familias, cuyos miembros se transmitieron los cargos de generación en generación.

Paralelamente al control político, los Alcocer, Castillas, Coallas, Herreras, Losadas, Lujanes, Luzones, Ramírez, Vargas y demás familias de esta oligarquía madrileña, exentos de todo tipo de tributos, fueron enriqueciéndose progresivamente y apoderándose de la mayor parte del suelo urbano. También imitaron las costumbres y formas de vida de la nobleza: se construyeron grandes casas-palacio, establecieron algunos mecenazgos y consolidaron su prestigio con el mantenimiento de capellanías y la fundación de capillas, hospitales, conventos u otras obras pías. Además, en esta época, algunos ganaron fama en la milicia, como don Francisco Ramírez de Madrid, u ocuparon puestos de honor en la política, principalmente don Gonzalo Fernández de Coalla y don Pedro Núñez de Toledo, que llegaron a ser contadores mayores de Castilla.


Caballeros cristianos en lucha contra los moros

Otros sectores privilegiados, también exentos de tributos, fueron el clero secular y, en mayor medida, las fundaciones monásticas, poseedoras de grandes tierras de labrantía y suelo de la ciudad.

Por debajo estaban los pecheros, grupo constituido por el pueblo llano: campesinos, artesanos, comerciantes, bachilleres, licenciados, maestros, alarifes y cualquier tipo de mano de obra. Su principal característica era que sobre ellos recaían casi en su totalidad las cargas fiscales. Estaban obligados a "pechar" con los gastos del Concejo.

Grupos ya marginados los formaban las comunidades judía y mudéjar, penalizadas con todo tipo de contribuciones y castigadas con derramas y sisas especiales, y, en el escalón más bajo, mendigos y vagabundos.
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LOS JUDÍOS

Los judíos, que fueron una minoría bastante significativa en la Villa, vivieron concentrados hasta finales del siglo XIV —más por costumbre que por obligación— en la llamada Judería Vieja, cerca de la puerta de Valnadú de la muralla cristiana, en los alrededores de la hoy plaza de Isabel II y último tramo de la calle del Arenal.

En el año 1391 fue asaltada la judería madrileña y asesinados muchos de sus integrantes. No hubo causas directas o al menos claras para tal asalto; fue expresión del odio popular, fruto de la intransigencia religiosa y como desahogo de las calamidades de la época. Los que quedaron y no huyeron se dispersaron por la ciudad.

En 1481, nuevamente por motivos religiosos, los Reyes Católicos agruparon otra vez a los judíos —ahora forzosamente— en la conocida como Judería Nueva, al final de la actual calle Mayor, en las inmediaciones de la Cuesta de la Vega. La ordenanza incluía además una penalización con tributos y derramas especiales y la obligación de llevar una rodela encarnada sobre el hombro para el fácil reconocimiento.

Pese a lo mucho escrito sobre la pretendida riqueza de los judíos y su proverbial dedicación al préstamo con usura, la verdad —al menos en Madrid— es que casi todos eran de clase humilde y que se dedicaban a las más variadas profesiones. Realmente acaudalados sólo fueron un tal Mosé Cohen, recaudador de alcabalas y tercias de la Villa, y Jacó Lerma, arrendador de la renta del trigo. Había campesinos, artesanos, muchos pequeños comerciantes, que únicamente podían vender los días de mercado, y médicos, profesión casi monopolizada entonces por la raza judía.


Judíos hispanos

Hay pocos nombres documentados de judíos madrileños de la época: Abraén Cidre, de profesión carnicero; Yanco, Hayn Lerma, Mair de Curiel y Jucaf Barbaza, que comerciaban con trapos viejos y especias, y los médicos Don Huda, Rabí Oce, Rabí Mo, maestre Zulema y Rabí Jacó, el más prestigioso de todos ellos, al que se le permitió vivir fuera de la judería y a no llevar el distintivo propio de los de su raza.

El 31 de marzo de 1492 se promulgó el edicto de la expulsión. Se les dio un plazo de cuatro meses para que, en caso de no convertirse al cristianismo, abandonasen los reinos españoles. Se vieron así en la obligación de dejarlo todo y malvender sus bienes.

No fueron pocos los que se quedaron en la Villa aceptando la conversión —más fingida que real en algunos— y los que, habiendo salido, después volvieron transformados en cristianos nuevos. A muchos de ellos la Inquisición les haría luego la vida imposible.

Los que marcharon se dispersaron en todas las direcciones, especialmente hacia Portugal, Italia, Países Bajos, norte de África y extremo oriental del Mediterráneo. En esta última zona, donde constituyeron una floreciente comunidad, han sabido mantener a través del tiempo su dialecto —el sefardí—, que es el idioma castellano sin evolucionar que se hablaba en España en el momento de la expulsión. Y por amor a su tierra de origen, muchas familias conservan como preciada reliquia, transmitida de padres a hijos, las llaves de sus antiguas casas españolas.
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LOS MUDÉJARES

Otra de las comunidades marginadas en Madrid fue la mudéjar (musulmanes que se quedaron tras la conquista), aunque quizá con menos virulencia que la judía. Al principio fueron obligados a vivir en la llamada Morería Vieja, el tradicional barrio de Morería actual, alrededor de la plaza del Alamillo y parte baja de la calle de Segovia (el Pozacho). Luego, con el paso del tiempo, al dulcificarse la presión que soportaban, ya pudieron ejercer libremente sus profesiones y adquirir posesiones en cualquiera de las collaciones de la Villa, aunque muchos de ellos, por su tendencia a vivir concentrados, lo hicieron en la conocida como Morería Nueva, en las proximidades de la plaza Mayor y Puerta Cerrada. El osario o cementerio de estos musulmanes madrileños estaba en la actual plaza de la Cebada, cerca de la puerta de Moros.

En tiempos de los Reyes Católicos, las leyes dictadas en 1481 para que los hebreos vivieran apartados, afectaron de igual manera a los mudéjares, que se vieron en la necesidad de volver a recluirse en su antigua morería. También fueron obligados a llevar señales distintivas sobre el hombro derecho y a pagar tributos especiales.

En la aljama musulmana, además de una mezquita que se conservó hasta 1531 cerca de la calle de don Pedro, se sabe que había una carnicería para uso exclusivo de mudéjares y una fragua, trasladada ésta aquí tras las órdenes imperativas de 1481, y cuyos propietarios eran Hamad de Cubas y el maestre Hamad el Griñón. Las leyes represoras tendieron a suavizarse en 1482, pasado un año, por lo cual los mudéjares pudieron comerciar a partir de entonces nuevamente en toda la ciudad, con la condición de que regresaran por la noche a la morería. Incluso les fueron concedidas dos de las seis herrerías que el Concejo permitió abrir en los soportales de la plaza del Arrabal (la actual plaza Mayor).


Escena de construcción

Los mudéjares eran buenos agricultores, laboriosos comerciantes —está documentada la existencia de un tal Haimer Maimar, de oficio aceitero—, artesanos y, principalmente, excelentes fontaneros, albañiles y alarifes. El estilo mudéjar, que empleaba los sistemas de construcción románico y gótico con elementos decorativos árabes, se caracterizó por el uso del ladrillo y yeso. Para construcciones modestas se usaba el tapial a base de tierra mezclada con paja.

Hasta 1478 fue alarife de la Villa Abdalá de San Salvador, año en el que le sucedió su hijo Abraén de San Salvador, compartiendo el puesto con Mahomaz de Gormaz. También tuvieron mucho prestigio maestre Jucuf y maestre Hazán, artífice este último del ya desaparecido hospital de la Latina en la calle de Toledo, cuya portada se conserva y fue trasladada a la entrada de la Escuela Superior de Arquitectura.

A partir de 1499, año en el que volvió a endurecerse la política de los Reyes Católicos hacia los mudéjares, algunos marcharon y otros se convirtieron o no tuvieron más remedio que hacerlo al cristianismo (moriscos), integrándose con el resto de la ciudadanía, pero siendo muy castigados por la Inquisición. Finalmente, en el año 1609, Felipe III decretó la expulsión de todos aquellos que, más o menos secretamente, mantuvieron sus creencias y sus prácticas religiosas.
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SANCHO, UN HÉROE CIUDADANO

Érase una vez en Madrid, allá por 1495, año en el que la Villa se vio azotada por un gran temporal de nieves, vientos huracanados y persistentes lluvias, con gran crecida y desbordamiento del Manzanares, que hasta los puentes de madera sobre el río, en los caminos de Segovia y Toledo, sufrieron graves desperfectos y a punto estuvieron de desaparecer.

Y a todo esto, cuando la tormenta un día arreciaba con más fuerza, aconteció lo que pudo acabar en desgracia: un grupo de catorce campesinos que volvían de su trabajo, de tratar inútilmente de salvar sus cosechas, se vieron en un momento aislados en un pequeño soto, rodeados de agua y con peligro de ser arrastrados por una embravecida corriente que arrastraba todo lo que encontraba en su camino.

Parece ser que los gritos desesperados de los infelices alertaron a los vecinos de los alrededores, y que incluso alguno pudo llegar hasta la iglesia de San Pedro y avisar al sacristán para que volteara su famosa campana y tocara a rebato. Pero era muy difícil prestarles ayuda por lo complicado de llegar hasta ellos. Además, muchos andaban más preocupados por atrancar puertas y ventanas, cobijar el ganado y achicar el agua que les inundaba sus pertenencias.


Sancho, un héroe ciudadano

Cuando todo parecía perdido y se preveía un final trágico, de entre el gentío que se arremolinaba en una parte elevada del terreno, a salvo de la riada, salió Sancho, un buen hombre de la Villa de oficio odrero —poco más se sabe de él—, que raudo y valientemente, exponiendo su vida, logró pasar a nado catorce veces y así, uno a uno, rescatar a todos sus despavoridos y casi ya abatidos convecinos.

Nos imaginamos la alegría de aquellos madrileños del siglo XV y los agasajos que recibiría nuestro héroe. El Concejo también supo estar a la altura, pues en sesión extraordinaria celebrada en la cámara que para ello tenía asignada sobre el atrio de la desaparecida iglesia del Salvador (en la calle Mayor, frente a la plaza de la Villa), dictó una orden por la que se exoneraba a Sancho del pago de tributos concejiles de por vida y de la obligación de colaborar en aquellos trabajos que para el bien público todos estaban llamados a realizar.

Años más tarde, en 1501, el Concejo envió una petición a los Reyes Católicos suplicándoles que la exención de impuestos que gozaba Sancho se hiciera también extensiva a los de carácter real, a lo cual sus Altezas concedieron el beneplácito según carta enviada en abril de 1503.
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ANDREA O ANDRÉS, LA MONJA QUE LUEGO FUE CURA

Andrés de Heredia, de familia originaria de Aragón, vio la luz en Madrid en los últimos años del siglo XV, en tiempos de los Reyes Católicos. Al nacer, por tener la parte viril tan escondida y oculta —así lo cuenta el cronista Jerónimo de Quintana en 1629—, sus ignorantes padres, desconociendo verdaderamente su sexo, viendo que no tenía lo que debiera tener, creyeron que era una niña y como tal fue bautizada con el nombre de Andrea.

Parece ser que el normal crecimiento de la llamada Andrea no supuso lo mismo para sus escondidos atributos masculinos, puesto que, ya jovencita, ingresó como novicia en el convento de Santo Domingo, donde llegado el tiempo profesó, y donde hubiera quedado para el resto de sus días de no ser por lo que, pasados unos años, aconteció. Fue en el lavadero del cenobio, cuando andaba ocupada en el acarreo de unos grandes cestos atestados de ropa. Al hacer fuerza para subir uno de ellos, sintió un fuerte dolor en la entrepierna acompañado de un fuerte chasquido que la estremeció, como si se abrieran las carnes en su interior y un no sé qué se rompiera y mudara dentro del cuerpo. Y algo así debió suceder, pues, al subirse los hábitos, la pobre monja comprobó, horrorizada, que había dejado de ser Andrea para convertirse en Andrés, que lo antes constreñido y creciendo al interior, bien que se mostraba ahora en todo su esplendor.


Andrea o Andrés

No pudo el ya varón ocultar durante mucho tiempo aquella cosa tan nueva y sorprendente para él, y también tan difícil de disimular y controlar, una vez liberadas las fuerzas e instintos de su verdadera condición. Para colmo, barbas, bigote y espeso bello afloraron en su piel, y hasta su dulce tono de voz trocó en desabrido vozarrón. Y lo que empezó con simples miradas cómplices y maliciosas, cuchicheos, murmuraciones y dimes y diretes entre las religiosas, acabó, como era de esperar, en escándalo monumental.

Andrés terminó siendo expulsado del convento, y como sabía muy bien leer y escribir, se puso a estudiar Gramática, con el ánimo de ganarse la vida como preceptor. Pero no podía olvidar su vocación y sus votos de religión, y tiempo después, tras pensárselo mejor, tomó la decisión de ingresar en otro convento de dominicos, esta vez naturalmente de hombres, el de Santa Catalina de los Donados de la ciudad de Plasencia. Luego —poco más se sabe— parece ser que estuvo durante cierto tiempo en Roma y al regresó fue ordenado sacerdote.
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EL CALENDARIO DE FIESTAS

Aunque el auténtico Madrid engalanado y festivo afloró y creció con la capitalidad de nuestra villa, allá por 1561, ya antes el calendario regalaba a los madrileños una amplia variedad de celebraciones, la mayoría de carácter religioso.

A finales del siglo XV y principios del XVI la primera fiesta era la de san Sebastián, el 20 de enero, que se originó en 1348 por voto hecho para que remitiera una epidemia de peste que asoló Madrid ese mismo año. La procesión, con una imagen del Santo, comenzaba y finalizaba en la iglesia de Santiago.

El 25 de abril, festividad de san Marcos, se hacía otra procesión desde la ya desaparecida iglesia de San Miguel de los Octoes, en la actual plaza de San Miguel.

La más antigua era la de san Juan, el 23 de junio, con festejos populares animadísimos, entre los que destacaba una corrida de toros.


Ciclo de fiestas en el Madrid de los Reyes Católicos

También había toros el día de Santiago, el lunes de Pascua, en la fiesta de santa Ana y para celebrar la llegada de buenas noticias de las campañas militares o la estancia en Madrid de algún personaje notable, de los propios soberanos o de los príncipes.

Los toros, entre tres o doce —dos de ellos siempre pagados por el gremio de carniceros, obligados a ello como condición de poder ejercer el oficio—, se corrían en la plaza del Arrabal (actual plaza Mayor) o en un descampado junto al Alcázar.

La fiesta más grande era la del Corpus Christi, el jueves siguiente a la octava de Pentecostés, sobre todo a partir de 1481, año en el que el Concejo se propuso imitar el boato de otras ciudades castellanas. La procesión, que entonces salía por la mañana, además del carácter religioso lo tenía también urbano, expresándose en ella el poderío de la Villa. Desfilaban los clérigos seculares y regulares, religiosos y las distintas cofradías, ataviados todos con sus ropajes más espléndidos, pero igualmente lo hacían las familias más distinguidas, representación de los distintos gremios, el Concejo, organizaciones de todo tipo y hasta grupos no cristianos de judíos y mudéjares que ejecutaban juegos y danzas a lo largo de todo el recorrido. Éste se realizaba por la actual calle Mayor, entre la ya desaparecida iglesia de Santa María (frente a Capitanía General) y la plaza del Arrabal. Parece ser que en 1482 la propia reina Isabel asistió a la procesión, contemplándola desde un balcón de la casa solariega de los Lujanes, en la hoy plaza de la Villa.


Las corridas de toros

La última celebración del año antes de la Navidad era la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, también por voto desde 1348, el año de la peste.
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LA LEYENDA DE LA CALLE DE LA ARGANZUELA

En tiempos de los Reyes Católicos, a finales del siglo XV, cuenta la leyenda que por los alrededores de aquel Madrid de entonces, cerca del camino hacia Toledo, vivía un artesano alfarero, el Tío Daganzo, así conocido por ser natural de ese pueblo de la comarca de Alcalá de Henares. Y el tal alfarero, habiendo quedado viudo y tener mucha prole que criar, casó nuevamente con otra mujer, que no fue precisamente la buena madre deseada, sobre todo de la más pequeña, Sanchica.

Dicen que la pobre Sanchica, muy menudita ella, muy poquita cosa, eternamente pachucha, era obligada a recoger los cacharros más pesados del alfar y a realizar las tareas más duras, cual Cenicienta. Y no había día que no aguantara regañinas, castigos y también palizas: por una orza rota, por un lebrillo hecho añicos..., pero casi siempre por tardar siglos en regresar con el cántaro de agua del cercano río, cuando apenas si podía ella con sus propios zapatos.


La Daganzuela

En cierta ocasión pasa por allí la reina Isabel, siente sed y pide un poco de agua a Sanchica, que se la ofrece en el mejor botijo. Pero los ojos llorosos de la niña y sus muchos moratones y heridas conmueven y alarman a la reina, que pregunta... Luego indaga. Se entera. Inmediatamente ordena a uno de sus pajes que llene por completo el botijo y lo vierta mientras camine, y que la operación se repita tres veces. El terreno mojado con el fino chorro de agua será el regalo que Isabel hará a la pequeña. Así compensará en algo todas sus desgracias.

Pasado un tiempo, la calle que por aquella zona se abrió llevaría el nombre de Daganzuela —la hija del Tío Daganzo—, nombre que con los años se iría dulcificando y pasaría a ser Arganzuela. Es una de las últimas del Rastro, y va desde la calle de Toledo al Campillo del Mundo Nuevo


Ubicación de la calle de la Arganzuela

El imprescindible don Pedro de Répide, maestro de cuantos aspiran a ser cronistas de la Villa, en su libro Las calles de Madrid nos cuenta la historia de otra manera. Para él, el Tío Daganzo era un rico labrador, y la Daganzuela, su hija, una real moza, famosa en todo Madrid por ello: por su donaire, simpatía, garbo, tronío rumbo, salero y trapío, cualidades por las que tenía embelesados a muchos de sus convecinos, que pasaban, según fueran o no agraciados con los favores de la joven, de la euforia a la súbita melancolía, aquejados del mal de amores. También afirma Répide que la Daganzuela disfrutó de la amistad de la Reina Católica, y que ese fue el motivo del regalo de la soberana. Añade, sin embargo, que toda esta presumible leyenda bien pudiera ser un invento de don Antonio Capmany, un cronista del siglo XIX muy dado a las fantasías. Sea lo que fuere, aquí están estas historias que relacionan a la Villa con la gran reina castellana.
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IGLESIA DE SAN MILLÁN

San Millán, nacido en Matute (La Rioja), tras un sueño revelador despreció las cosas mundanas y se retiró a vivir en soledad, dedicándose a la vida contemplativa. Su fama de santidad llegó a los oídos del entonces obispo de Tarazona, Dídimo, quien le ordenó sacerdote y le encargo misiones pastorales en Birgegio. Exonerado más tarde de tal quehacer, retornó a su vida eremita de penitencia y oración. Murió en el año 574. Su cuerpo está enterrado en el monasterio de San Millán de la Cogolla.

En Madrid, la ermita a él dedicada, que estuvo situada en la calle de Toledo, frente a la plaza de la Cebada, y que dio nombre a la calle lateral, era especialmente conocida por ser utilizada para practicar ritos contra los endemoniados. A su alrededor creció la ciudad en tiempo de los Reyes Católicos.


Iglesia de San Millán

En 1591, al decidirse que esta pequeña ermita fuera iglesia aneja a la parroquia de San Justo, se adecentó y amplió. Allí se daba culto a un famoso Cristo de las Injurias, cuya Congregación, fundada en 1630 por don Gaspar de Agüero, organizaba una procesión en la madrugada del Viernes Santo. Parece ser que esta imagen contenía en su interior cenizas de otro Crucifijo que, por aquella época —reinando Felipe IV—, fue maltratado y quemado por unos judíos —falsos conversos— en la calle de las Infantas. En desagravio por tan lamentable suceso, además del Cristo venerado en San Millán, fueron talladas otras dos figuras del Crucificado: el Cristo de la Fe, en la parroquia de San Sebastián, y el Cristo de la Paciencia, en un convento de capuchinos que se erigió en la actual plaza de Vázquez de Mella, en el mismo sitio en donde ocurrió la profanación.

El 14 de mayo de 1720 hubo un gran incendio en San Millán, a causa de las velas encendidas en un altar. La reconstrucción, finalizada en 1722, corrió a cargo de Teodoro Ardemans, tallándose otra imagen del Cristo de las Injurias, realizada por Raimundo Capuz, que nuevamente contenía en su interior cenizas de la anterior. Estaba colocada en el altar mayor sobre un retablo de José de Churriguera.


El Cristo de la Injurias

También de interés en esta iglesia eran una Inmaculada, de Palomino; un medallón de San Millán, tal vez de Juan P. de Mena; un retablo con figuras de cuatro profetas, de Michel, y la Virgen de la Merced, en retablo de Churriguera, que procedía del desaparecido convento de la Merced en la plaza de Tirso de Molina.

Aunque en 1806 San Millán fue declarada parroquia titular, no terminaría la centuria, pues en 1869 fue demolida, pasando la titularidad parroquial a San Cayetano, en la calle de Embajadores. Allí, en 1936, asaltada e incendiada esta iglesia, desaparecieron muchas de las imágenes y otras pertenencias trasladadas desde San Millán. El Cristo de la Injurias, que se instaló en la capilla de San Isidro, en la parroquia de San Andrés, también ardió durante la guerra civil.

En el solar de la iglesia de San Millán se formó una plazuela y se edificó la casa en cuyos bajos estuvo el antiguo y popular café de San Millán (ahora hay otro con el mismo nombre), muy típico y castizo, con clientela variopinta formada por comerciantes, industriales, políticos, parejas, algunos escritores y también —muy inusual en aquella época— mujeres solas: cigarreras de la cercana fábrica de tabaco de Embajadores y verduleras del vecino mercado de la Cebada.
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COLEGIO DE SAN ILDEFONSO

El antiquísimo colegio de San Ildefonso de Niños de la Doctrina, que así era su nombre original, conocido vulgarmente en las primeras épocas por el de Los Doctrinos, es una de las instituciones más famosas y populares de la Villa, ya que sus colegiales, niños y niñas, son los que nos cantan los premios de la Lotería Nacional desde 1771.

Creado para la enseñanza religiosa y profesional de niños huérfanos y pobres, se desconoce la fecha de su fundación, aunque sí se sabe que ya existía en 1478, y siempre bajo la dependencia y patronazgo del Ayuntamiento.

Su primera ubicación, al inicio de la Carrera de San Francisco, en la manzana que forma esta calle con las de Aguas y Tabernillas, empezó a evidenciar signos de ruina y a necesitar urgentes y costosas reparaciones en la primera década del siglo XIX, casi nunca realizadas completamente por los escasos recursos disponibles. En 1883, el peligro de derrumbe en algunas zonas del colegio era tan inminente, que se decidió abandonarlo, entregando los alumnos a sus familiares más cercanos hasta que estuviera acondicionada una nueva residencia, con la pensión diaria de una peseta. Esto ocurrió al año siguiente, en 1884, cuando el Ayuntamiento compró un edificio junto a la plaza de la Paja, en el número 1 de la calle de Alfonso VI, con vuelta a la de la Redondilla, que es donde siguen, Allí se trasladaron los sesenta alumnos de entonces en junio de aquel mismo año, siendo inaugurado oficialmente por Alfonso XII el 18 de diciembre.

En ese solar estuvo la mansión de don Beltrán de la Cueva, valido de Enrique IV, y del que se dijo malintencionadamente que era el verdadero padre de la princesa Juana, conocida por La Beltraneja por tal motivo. Esta casa-palacio, sin nada de hoy que nos la recuerde por los muchos derribos, reformas, añadidos y reconstrucciones en ella realizados a lo largo de los años, pasó a ser propiedad, en 1510, de la familia de los Luxanes de la Morería, y, en el siglo XIX, del conde de Benalua y luego del de Revillagigedo, siendo cedida por este último, entre 1870 y 1881, poco antes de ser ocupada por el colegio, a las Salesas Reales, tras ser expulsadas éstas de su antiguo convento de Bárbara de Braganza y antes de tomar posesión de uno nuevo en la calle de Santa Engracia.


Lotería Nacional

Aparte de las instalaciones propias de un centro pedagógico, que actualmente imparte enseñanza en los niveles de Infantil, Primaria y ESO, en el colegio hay instalada una capilla, neogótica, de una sola nave, con algunas obras de interés, algunas cedidas por el Museo Municipal: Jesús en la Cruz, de Antonio de Pereda; Santa Ana enseñando a la Virgen, La última comunión de Santa Teresa y una Inmaculada de autores desconocidos

La lotería en España, tan asociada a los niños y niñas de San Ildefonso, existe desde 1276, año en el que Alfonso X mandó publicar un Ordenamiento de Tuferías, pero la Lotería del Estado no surge hasta 1763, creada por Esquilache, ministro de Hacienda de Carlos III. Era una imitación de la Loto napolitana y semejante a la actual Lotería primitiva. Desapareció en 1862 y nuevamente fue instalada en 1985.

La Lotería Nacional, moderna, pero ya para todos tradicional, que se instituyó en 1811 por las Cortes de Cádiz, destina el veinticinco por ciento de la recaudación al erario público y el resto a premios.
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CONVENTO DE LA SALUTACIÓN DE NTRA. SEÑORA (LAS CONSTANTINOPLAS)

Poco se sabe de este antiguo y ya desaparecido convento de la Salutación de Nuestra Señora, de monjas franciscas, cuya advocación nos recuerda el saludo del arcángel San Gabriel a la Virgen. Fue fundado en 1479 por don Pedro Zapata, comendador de la Orden de Santiago, y su mujer, doña Catalina Manuel de Landa, en la ya inexistente aldea de Rejas, al norte de Coslada. Luego, por ser este cenobio pequeño e incómodo, las religiosas lo abandonaron en 1531 y construyeron otro en Madrid, casi al final de la calle Mayor, ocupando parte de las actuales calles de Calderón de la Barca y de Juan de Herrera, trazadas después de ser demolido el convento, hecho sucedido en 1836, en época de la desamortización de Mendizábal.


Convento de Constantinopla en el plano de Texeira de 1656

En su iglesia, de arquitectura muy modesta, y que fue construida posteriormente, hacia 1628, se veneraba en el altar mayor un famoso cuadro de la Virgen que procedía de Constantinopla —hoy Estambul—, la histórica ciudad que fundara el emperador romano Constantino el Grande sobre el emplazamiento de la antigua Bizancio. El cuadro, que fue regalado por doña Jerónima Luján cuando aquí vino a profesar, dio nombre popular al convento, el de las monjas de Constantinopla.


Ubicación del desaparecido convento de Constantinopla

Por su parte trasera, en la zona de huerta, había un paredón que rodeaba materialmente a la inmediata iglesia de San Nicolás, con varios esquinazos en zigzag que la gente llamaba "biombo". Y ésta fue precisamente la denominación oficial que quedó para la plaza y calle que forman este paraje.
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CONVENTO DE SANTA CATALINA DE SIENA

Santa Catalina, terciaria dominica, nació en Siena (Italia) en 1347, distinguiéndose por su fervor religioso —entraba en continuos éxtasis dolorosos— y por su talento. Cuando se produjo el nombramiento de otro Papa en Aviñón en 1378, luchó para acabar con este cisma y mandó cartas a todos los grandes de Europa para suplicar la unidad de la Iglesia. Murió en Roma en 1380 y fue canonizada por Paulo II. Es Doctora de la Iglesia.

En Madrid, el convento a ella dedicado, de dominicas, que fue fundado en el año 1510 por doña Catalina Téllez, camarera de la reina Isabel la Católica, tenía como una de sus principales misiones el cuidado y educación de hijas de familias nobles.


Santa catalina de Siena

Su primera ubicación estuvo en la parte norte de aquel Madrid de finales del Medievo, muy cerca de la muralla, junto a la puerta de Valnadú, en la actual plaza de Isabel II.

En el año 1574 las monjas se trasladaron más al norte, por la antigua plaza de los Mostenses; pero allí permanecieron poco tiempo, sólo hasta 1610, año en el que gracias al duque de Lerma se instalan en la ahora calle de Santa Catalina, en el edificio que dejó por traslado a la zona de Atocha el Hospital General de la Encarnación y de San Roque.

Este convento de la calle de Santa Catalina, que también tenía fachadas por la calle del Prado, plaza de las Cortes y Carrera de San Jerónimo —su solar lo ocupa hoy el hotel Villa de Madrid—, fue derribado en tiempos de la dominación francesa, obligando a las religiosas a buscar nuevo acomodo. Lo encontraron durante breve tiempo en el palacio de Santiesteban, en la calle del Nuncio, y luego en el ya desaparecido convento de Santo Domingo, en la plaza del mismo nombre. Posteriormente, de manera ya estable, se cobijaron en una noble mansión cedida por el duque de Medinaceli, en la calle del Mesón de Paredes.


Ubicación del desaparecido convento de Constantinopla

Y no terminaría allí el continuo deambular de estas monjas "viajeras", pues, asaltado y arruinado este convento durante la guerra civil de 1936, tuvieron que dejarlo y marchar —parece que definitivamente— al kilómetro seis de la carretera de Burgos.

El espacio que quedo en la calle del Mesón de Paredes, donde se conservan restos —a modo de monumento— del convento, ha sido convertido en una pequeña plaza, que desahoga un poco el agobiante entramado callejero del castizo barrio de Lavapiés.
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EL ARTILLERO Y LA LATINA

Don Francisco Ramírez, El Artillero, famoso general y secretario de los Reyes Católicos, nacido en Madrid a mediados del siglo XV, era descendiente del legendario Gracián Ramírez, caballero que en el año 932 participó junto a Ramiro II en el primer intento —fallido— de conquista de Madrid a los árabes, y que encontró una imagen escondida de Nuestra Señora junto a un campo de esparto o tochas —"atochar"—, imagen que sería venerada a partir de entonces con la advocación de Virgen de Atocha.

Don Francisco estuvo casado con doña Isabel de Oviedo y, después, al quedar viudo, con doña Beatriz Galindo. De este linaje madrileño, con casa-palacio en la hoy calle del Duque de Rivas, partieron dos ramas: la de los Ramírez de Haro, condes de Bornos, y la de los Ramírez de Saavedra, marqueses y luego duques de Rivas.


El Artillero y La Latina

El Artillero, que así era llamado popularmente este personaje, fue quien estuvo al mando de las bombardas, ribadoquines, cerbatanas, pasavolantes, búzanos y demás ingenios artilleros en muchas de las acciones militares emprendidas por los Reyes Católicos, sobre todo en la conquista de Málaga y en las últimas campañas contra los moros sublevados de las Alpujarras. Murió en Lanjarón, en pleno combate, en 1501.

Doña Beatriz Galindo, La Latina, nació en Salamanca hacia 1465, y su extraordinario dominio de la Filosofía y del Latín hizo que la reina Isabel la Católica la requiriese como maestra y consejera. Murió en Madrid en 1535.

Doña Beatriz dejó su nombre unido a la historia de nuestra villa con tres fundaciones: el hospital de La Latina y los conventos de la Concepción Francisca y Concepción Jerónima. Hoy, su recuerdo también perdura y a ella están dedicados un popular y populoso distrito, un teatro, una estación de Metro, una calle, un edificio y un instituto de Enseñanza Media.
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MONASTERIO DE LA CONCEPCIÓN FRANCISCA Y HOSPITAL DE LA LATINA

A la muerte de don Francisco Ramírez, su esposa, doña Beatriz Galindo, La Latina, ordenó construir un hospital y convento en la calle de Toledo, cumpliendo así la última voluntad de su marido y con la intención de en él retirarse en su viudedad.

El Hospital de la Concepción de la Madre de Dios, luego conocido popularmente como el de La Latina, era más de tipo asistencial que específicamente sanitario, aspecto habitual en aquella época. Estuvo terminado en 1507, según se indicaba en una lápida colocada sobre la entrada. Podía alojar a doce enfermos seglares y seis sacerdotes, y disponía de rector, capellán, mayordomo, médico, barbero, boticario y otros sirvientes para una correcta atención. Eso era, al menos, lo que don Francisco requería en su testamento.


Hospital de La Latina

El convento, contiguo al hospital, que fue erigido entre 1502 y 1504, quiso doña Beatriz que fuera ocupado por monjas jerónimas, pero a ello se opusieron los Franciscanos por temor a que el suyo, de varones (estaba al lado de la actual basílica de San Francisco el Grande), perdiera la influencia sobre la zona. Después de muchos litigios, el convento, puesto bajo la misma advocación que el hospital, sería finalmente entregado a religiosas franciscas en 1512.

Todo el conjunto ocupaba un amplísimo espacio en la calle de Toledo y plaza de la Cebada, y parece que fue obra del alarife mudéjar maestre Hazán, en un estilo gótico flamígero con influencias renacentista y mudéjar.


Monasterio de la Concepción Francisca y hospital de La Latina en el plano de Texeira de 1656

En 1904, el Ayuntamiento quiso ensanchar la calle de Toledo y dar más amplitud a la plaza de la Cebada, siendo necesario derribar toda esta magnífica fundación de doña Beatriz Galindo. De la acción de la piqueta sí pudo salvarse la extraordinaria escalera del hospital, gótica, instalada ahora en la antigua Hemeroteca, en la plaza de la Villa, y también su portada, que en 1960, y piedra a piedra, se montó nuevamente junto a la entrada de la Escuela Superior de Arquitectura en la Ciudad Universitaria. Destacan en ella el arco, en ojiva, con dos escudos de armas en los laterales; en la parte superior, un grupo escultórico, San Joaquín y santa Ana, con dos imágenes a los lados, San Francisco y San Onofre; como coronamiento, una ventana enrejada, y, bordeando todo, el cordón de san Francisco.

En parte del solar surgido tras el derribo se levantan hoy varias edificaciones, entre ellas un reducido convento de las Madres Concepcionistas, en estilo neomudéjar, y el teatro de La Latina, cuya propietaria y empresaria es la popular artista de comedia y revista Lina Morgan.
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MONASTERIO DE LA CONCEPCIÓN JERÓNIMA

Poseía doña Beatriz Galindo, La Latina, camarera y consejera de la reina Isabel, y viuda ya de don Francisco Ramírez, una importante heredad entre la calle de Toledo y la zona de la actual plaza de Tirso de Molina, con huerta, viña y jardín alrededor de su propia casa-palacio. Ese fue el lugar que eligió para fundar un monasterio en donde acoger a las monjas jerónimas, pues fue imposible que tomaran posesión de otra fundación anterior, el llamado convento de La Latina (entre la calle de Toledo y la plaza de la Cebada), pese a que a ellas estaba destinado, pero a lo que fuertemente se opusieron los Franciscanos.

El 15 de mayo de 1509 entraban las religiosas en este convento —ya desaparecido— de la Concepción, que tenía un solo piso y ocupaba una extensión de 7630 metros cuadrados entre las calles de Toledo —allí estaba el frente principal—, Colegiata y Concepción Jerónima


Ubicaciones del monasterio de la Concepción Jerónima

Por su construcción y riqueza artística era uno de los mejores de Madrid, aunque poco notable su iglesia al exterior. La entrada a ésta se realizaba por un pequeño patio o plazoleta frente al palacio de Ramírez —hoy de Viana—, espacio que luego, al desaparecer el convento, se prolongaría para formar la calle del Duque de Rivas.

El interior del templo era de una sola nave de cruz latina, con bóvedas góticas en el crucero. A ambos lados del presbiterio se encontraban los extraordinarios sepulcros de alabastro, platerescos, para reposo de los restos de doña Beatriz y su esposo. Estas dos muestras magníficas del Renacimiento madrileño fueron labradas en 1530 posiblemente por Siloé, y en realidad se trataba de dos cenotafios, ya que nunca llegaron a albergar los cuerpos de los esposos. El de doña Beatriz estaba depositado en el coro bajo del convento, y el de don Francisco, muerto en Lanjarón, acaso nunca se trajo a Madrid. En 1903, estos dos monumentos funerarios fueron instalados en la antigua Hemeroteca, en la plaza de la Villa, y, en 1992, trasladados al Museo Municipal de la Calle de Fuencarral.


Monasterio de la Concepción Jerónima en el plano de Texeira de 1656

En el coro bajo había además un altar con una talla de la Virgen, de tamaño natural, con un Niño Jesús en los brazos del que se decía que ganaba en hermosura el día de Navidad. Otras imágenes de mérito eran Ntra. Señora de Guadalupe y el veneradísimo Cristo de los Traperos, cuya cofradía organizaba una solemne función religiosa con el producto de la venta de las colas de los caballos que morían en las corridas de toros. Dos cuadros, ambos con la representación del Ecce Homo, eran también muy populares y famosos por las leyendas a ellos atribuidas: de uno de ellos se decía que fue acuchillado por unos herejes y luego entregado al convento para reparar la infamia; del otro afirmaban que en varias ocasiones la imagen de Cristo conversó con una de las religiosas, sor María de la Cruz.

En 1890, el Ayuntamiento, para reorganizar urbanisticamente la zona, mandó derribar el monasterio, viéndose obligadas las monjas a trasladarse a otro, construido rápidamente por el arquitecto José Marañón en la antigua calle de Lista —hoy Ortega y Gasset—, esquina a Velázquez. Poco pudieron llevarse: los restos de doña Beatriz Galindo, la reja de la clausura, algunas pinturas (La Santa Cena, de Zambrano, o tal vez de Ricci, y El martirio de San Sebastián, de Caxés), unos cuantos retablos e imágenes y sí todo el importante archivo que atesoraban. Casi todo desapareció durante la guerra civil de 1936, convertido el edificio en cuartel y cárcel. Años más tarde, en 1965, se trasladarían de nuevo a otro convento en el Goloso.


Monasterio de la Concepción Jerónima en la calle de Ortega y Gasset. Desaparecido en 1936

En el solar de la calle de Ortega y Gasset se ha construido una casa moderna que lleva el nombre de Beatriz, en recuerdo de la ilustre y piadosa consejera de la reina Isabel la Católica.
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PALACIO DE RAMÍREZ (O DE VIANA)

Don Francisco Ramírez, prestigioso militar y secretario de los Reyes Católicos, mandó edificar su mansión palaciega en 1499, en el centro de una gran finca que se extendía entre las calles de Toledo y la actual del Conde de Romanones, aunque poco pudo disfrutar de ella, ya que murió en combate dos años después, en 1501. En aquel lugar fundó su viuda, doña Beatriz Galindo, el monasterio de la Concepción Jerónima, pero manteniendo la propiedad del palacio, que quedo haciendo escuadra con la iglesia-capilla de las religiosas en una pequeña plazoleta, luego prolongada para formar la calle del Duque de Rivas.

Desapareció el convento en 1890, mas no el palacio, que allí sigue, muy desfigurado por el paso del tiempo y las múltiples reformas. Inicialmente debió tener un cierto aire de fortaleza militar. Constaba —así dicen las viejas crónicas— de dos edificios escalonados, patios intermedios y una torre. En el año 1843, su entonces propietario, don Ángel Saavedra Ramírez, duque de Rivas, encargó una amplia renovación al arquitecto Francisco Javier Mariategui, que aumentó en un piso la edificación, añadió dos torres en los extremos y cambió por completo el aspecto primitivo por otro de palacio dieciochesco.


Palacio de Viana

El duque de Rivas, don Ángel Saavedra, nacido en Córdoba en 1791 y muerto en Madrid en 1865, además de militar y famoso político liberal, fue uno de nuestros más destacados autores románticos: El sueño del proscrito, El faro de Malta, El moro expósito, Don Álvaro o la fuerza del sino, Romances históricos, La sublevación de Nápoles.

Desde 1875 es más conocido este palacio como el de Viana, por haber entrado en posesión del marqués de Viana, tercer hijo del duque de Rivas, cuyos descendientes realizaron reformas en 1920 y lo mantuvieron hasta 1956. En ese año, dada su proximidad al Ministerio de Asuntos Exteriores, la antigua Cárcel de Corte, fue adquirido por el Estado para residencia oficial del ministro y para organizar en él las recepciones del Cuerpo Diplomático
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CASAS Y TORRE DE LOS LUJANES

Los Lujanes fueron unos caballeros, oriundos de Aragón, que en los primeros tiempos de la Reconquista intervinieron en muchas acciones guerreras contra los árabes. En el año 1369 se avecindaron en Madrid por medio de Miguel Jiménez de Luján, que acompañaba al primer rey de los Tratámara, Enrique II. Aquí llegaron a tener hasta seis mayorazgos, todos de gran fama y renombre. Uno de ellos, el encabezado por Juan Gómez de Luján, El Bueno, del que se decía que "nadie le oyó dezir palabra que fuesse mentira, deshonesta, ni en perjuycio de tercero", y que fue alcalde de alzadas con Enrique IV y maestresala y mayordomo con los Reyes Católicos, tenía dos casas en la antigua plaza del Salvador (hoy plaza de la Villa) que han llegado a nuestros días, y que son las únicas construcciones civiles de la época medieval que se conservan en Madrid.

La primera, a la izquierda de la Casa de Cisneros, y separada de ésta por la calle del Cordón, estuvo ocupada por el Centro de Hijos de Madrid, que allí impartía sus cursos y tenía el salón de conferencias. En 1920, tras ser adquirida por el Ayuntamiento, fue cuidadosamente restaurada por Antonio Guijo, que consiguió recuperar su aspecto de noble casa castellana. La compra se hizo para instalar en ella la Hemeroteca Municipal, que había sido fundada en 1916 e instalada inicialmente en la plaza Mayor, en la Casa de la Carnicería. Su primer director fue el periodista Ricardo Fuentes. En 1983, por resultar el espacio insuficiente, la Hemeroteca se trasladó al Cuartel del Conde Duque. Ahora la casa acoge a la Real Sociedad de Ciencias Morales y Políticas, instituida en 1857, cuyo último viaje ha sido bien corto: desde el otro inmueble vecino de los Lujanes.

Traspasando su primoroso arco, y ya en el zaguán, nos encontramos con la extraordinaria escalera gótica, labrada en piedra por el mudéjar maestre Hazán, que perteneció al desaparecido Hospital de La Latina de la calle de Toledo. También en el zaguán se hallaban —ahora en la antecapilla del Museo Municipal— los sepulcros platerescos de doña Beatriz Galindo, La Latina, y su esposo, don Francisco Ramírez, que en 1530 labró posiblemente Diego de Siloé, y que en realidad nunca llegaron a albergar los restos de los esposos, sólo sirvieron como monumentos funerarios. Aquí se trajeron desde el antiguo monasterio de la Concepción Jerónima, fundado por doña Beatriz y derribado en 1890.


Torre y casa de los Lujanes

En esta casa estuvo instalado el despacho del más famoso de los cronistas de la Villa, don Ramón de Mesonero Romanos, por haber sido en su día director de la Hemeroteca. También se expone en la actualidad en el Museo Municipal.

La otra casa, con la famosa torre de los Lujanes en la esquina de la calle del Codo, es contigua a la que ocupó la Hemeroteca, y parece que fue construida a finales del Siglo XV. Es de estilo mudéjar, en ladrillo y mampostería, y contiene algún detalle gótico decadente. En el siglo XVI fue remodelada, y, por supuesto, sufrió numerosos añadidos, reconstrucciones y restauraciones a lo largo de los años, algunas desafortunadas; no la que hizo Bellido en 1910, que restituyó las trazas originales. Conserva una portada gótica, con arco mixtilíneo y tres escudos de armas de la familia de los Lujanes. En la calle del Codo, otra puerta tiene un arco de herradura apuntado.

La torre esta unida a la leyenda de haber sido lugar de prisión del rey Francisco I de Francia, después de la guerra de Pavía. La realidad fue que estuvo en el Alcázar, en un estado de falta de libertad muy especial, ya que paseaba por las calles y asistía a numerosas fiestas y banquetes organizados algunos en su honor.

Durante el reinado de Fernando VII, en esta segunda casa de los Lujanes estuvo instalado un telégrafo óptico que comunicaba el Ministerio de la Gobernación con Palacio; luego, a finales del siglo XIX y hasta 1905, sus habitaciones acogieron a la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, antes de trasladarse a la calle de Valverde; actualmente es la sede de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, fundada en 1785.
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CRONOLOGÍA

  • ¿854-886? Muhammad ibn Abd al-Rahmán, más conocido por Mohamed I, funda Madrid.

  • 924. El conde Fernán González intenta apoderarse de Madrid.

  • 932. Gracián Ramírez encuentra una imagen de Ntra. Señora que después conoceríamos como la Virgen de Atocha.

  • 932. Ramiro II, rey de León, ataca Madrid.

  • 1047. Fugaz ataque a Madrid de Fernando I, rey de Castilla.

  • 1071. Alfonso VI, rey de Castilla, pasa por Madrid haciendo numerosos prisioneros entre los árabes. Se dice que iba acompañado del Cid.

  • 1085. Alfonso VI conquista Madrid.

  • 1085. Al entrar las tropas castellanas en Madrid, se derrumba un trozo de la muralla y aparece la imagen de la Virgen de la Almudena.

  • 1085. Posible consagración de la antigua mezquita árabe en iglesia cristiana, la primera parroquia madrileña, Santa María de la Almudena.

  • ¿1085-1090? Nace san Isidro.

  • 1095. Alfonso VI concede a los monjes benedictinos licencia para repoblar el vico de San Martín.

  • Finales s. XI. Nace santa María de la Cabeza.

  • 1109-1110. Madrid resiste el ataque de los almorávides.

  • 1118. Madrid recibe el Fuero de Toledo.

  • 1126. Alfonso VII confirma la donación del vico de San Martín.

  • 1172. Muere san Isidro.

  • 1180. Muere santa María de la Cabeza.

  • 1202. . Alfonso VIII concede el llamado “Fuero de Madrid”.

  • 1202. En el Fuero de Madrid ya consta que la ciudad disponía de once parroquias: Santa María, San Andrés, San Justo, San Salvador, San Miguel de los Octoes, Santiago, San Juan, San Nicolás, San Pedro, San Miguel de la Sagra y, fuera del recinto amurallado, San Martín.

  • 1212. Milicias madrileñas participan en la batalla de las Navas de Tolosa.

  • 1212. Se descubre el cuerpo incorrupto de san Isidro, lo que supone su aureola definitiva entre el pueblo de santidad.

  • 1214. San Francisco de Asís viene a Madrid y funda el convento de San Francisco.

  • 1218. Santo Domingo de Guzmán viene a Madrid y funda el convento de Santo Domingo.

  • 1242. En el antiguo pueblo de Fuencarral, unos pastores encuentran una imagen de la Virgen, Ntra. Sra. de Valverde, entre unas matas de retamas.

  • 1309.. Fernando IV reúne Cortes en Madrid.

  • 1329 y 1339. Alfonso XI reúne Cortes en Madrid.

  • 1346. Alfonso XI implanta el Regimiento en Madrid. Se nombran los doce primeros regidores.

  • 1346.. Alfonso XI crea los “Estudios de la Villa”.

  • 1348. Con motivo de una epidemia de peste, se hace un voto a la Inmaculada Concepción y a san Sebastián.

  • 1350. Pedro I reconstruye el Alcázar y pasa en él algunas temporadas.

  • 1366. Grandes caballeros madrileños combaten junto a Pedro I en la guerra contra su hermanastro Enrique de Trastámara.

  • 1369. Entronización con Enrique II, tras el asesinato de su hermanastro Pedro I, de la dinastía de los Trastámaras.

  • 1383. Juan I ordena la reparación de la muralla y el acondicionamiento del Alcázar para pasar en él largas temporadas.

  • 1383. Juan I da Madrid como señorío a León V de Armenia.

  • 1390. León V abandona Madrid.

  • 1393. Las Cortes del Reino, reunidas en Madrid, juran fidelidad al flamante monarca Enrique III.

  • 1399. Madrid regala el monte de El Pardo a Enrique III.

  • 1403. El caballero madrileño Ruy González de Clavijo inicia el viaje que como embajador de Enrique III le llevará a la Corte del Gran Tamerlán, en Samarkanda.

  • 1419. Juan II reúne Cortes en Madrid.

  • 1420. Juan II fija su residencia en el Alcázar.

  • 1421 y 1433. Juan II reúne nuevas Cortes en Madrid.

  • 1434. Lluvias torrenciales en Madrid con grandes inundaciones.

  • 1435. Madrid es reconocida como ciudad con representación en Cortes.

  • 1438. Gran epidemia de peste en Madrid.

  • 1460. Don Pedro Fernández de Lorca, tesorero de Juan II, funda el hospicio de Santa Catalina de los Donados.

  • 1462. Madrid recibe a la segunda esposa de Enrique IV, doña Juana de Portugal.

  • 1462. Nace en el Alcázar Juana la Beltraneja.

  • 1463. Enrique IV funda el monasterio de los Jerónimos.

  • 1465. Terremoto en Madrid.

  • 1465. Enrique IV declara a Madrid “Muy noble y muy leal villa”.

  • 1469. Boda de Isabel y Fernando, los futuros Reyes Católicos.

  • 1470. En Cortes celebradas en Madrid, se jura acatar como heredera del rey Enrique IV a la princesa Juana la Beltraneja.

  • 1470. Doña Catalina Núñez, esposa de don Alonso Álvarez de Toledo, tesorero del rey Enrique IV, funda el convento de Santa Clara.

  • 1473. Se funda en Vallecas el monasterio de la Piedad Bernarda, Las Vallecas. Luego sería trasladado a Madrid.

  • 1474. Fallece Enrique IV y es enterrado en el convento de San Francisco.

  • 1474. Isabel es nombrada reina de Castilla por sus partidarios.

  • 1474-1479. Se declara la guerra civil entre los partidarios de Isabel y de Juana la Beltraneja.

  • 1476. Victoria de los partidarios de Isabel en Toro, por la que se sentencia el curso de la guerra y se consolida la posición de Isabel.

  • 1477. Acuden por primera vez Isabel y Fernando a Madrid.

  • 1478. Hay constancia de la ya existencia del popular colegio de San Ildefonso, Los Doctrinos, cuyos niños cantan los premios de la Lotería Nacional.

  • 1479. Tratado de Alcácovas por el que se reconoce a Isabel como reina de Castilla.

  • 1479. Al morir Juan II de Aragón y sucederle su hijo Fernando, se unifican en la cabeza de los Reyes Católicos los reinos de Castilla y Aragón.

  • 1479. Pedro Zapata, comendador de la Orden de Santiago, funda el monasterio de la Salutación de Ntra. Señora en Rejas, luego trasladado a Madrid en 1531. Era conocido por Constantinopla.

  • 1481. Hay constancia de la procesión del Corpus Christi.

  • 1492. Expulsión de los judíos.

  • 1492. Comienza el empedrado de algunas calles de Madrid.

  • 1493. Hay constancia de la procesión de la Inmaculada.

  • 1503. Los Reyes Católicos trasladan el monasterio de los Jerónimos desde la Florida al Prado.

  • 1504. Muere la reina Isabel y se nombra regente de Castilla a Fernando ante la incapacidad de doña Juana la Loca.

  • 1506. Gobierno efectivo de Felipe el Hermoso, esposo de doña Juana la Loca, ante la renuncia de Fernando, que se retira a sus tierras de Aragón.

  • 1506. Muere Felipe el Hermoso y Fernando asume de nuevo la Regencia.

  • 1507. Doña Beatriz Galindo, que fuera maestra de latín y consejera de la reina Isabel, funda el hospital de la Concepción de la Madre de Dios, luego conocido por hospital de La Latina.

  • 1509. Doña Beatriz Galindo funda el convento de la Concepción Jerónima.

  • 1510. Doña Catalina Téllez, camarera que fue de la reina Isabel, funda el convento de Santa Catalina de Siena.

  • 1512. El convento anejo al hospital de La Latina, destinado en principio para monjas jerónimas, es entregado a religiosas franciscas.

  • 1516. Muere Fernando el Católico y es nombrada una Junta de Regencia, con residencia en Madrid, presidida por el cardenal Cisneros.

  • 1516. El concejo de Madrid recibe una comunicación del príncipe Carlos titulándose rey de Castilla en vida de su madre Juana la Loca.

  • 1517. Llega Carlos a España y con él se inicia el reinado de la dinastía de los Austrias.

INDICE

FIN