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57     LOS CAMIONEROS

a arriería tuvo un gran desarrollo en nuestro país, pues durante siglos fue el único medio de transporte de mercancías de todo tipo. Era un oficio para hombres valientes, honrados, cuya existencia se desarrollaba sorteando peligros y amenazas de todo género, con frío y con calor, con lluvia o nieve, transitando por caminos que distaban mucho de ser seguros y cómodos. Los arrieros y trajinantes con sus carros y su reata de mulas recorrieron el tapiz español conectando los pueblos y las regiones hasta bien avanzado el siglo XX. De La Mancha llegaban a Madrid en ocasiones reatas de hasta 100 mulas con cargas de trigo, aceite y vino. El desarrollo, poco a poco, acabó con un medio de transporte milenario. La vida ha cambiado y desde nuestra prisa, en la comodidad actual, debemos recordar aquellos caminantes, caminantes que hicieron su camino a cada paso, al caminar. Encarnaron a la perfección los versos de aquel arriero de la palabra, caballero de la poesía, don Antonio Machado.


Antiguos arrieros

Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

Hoy los modernos arrieros son los camioneros, tan esforzados como los de antaño, tan honrados e igualmente expuestos a mil peligros en la carretera.

Mi padre, Valeriano Flores, fue uno de los primeros que empezaron con este oficio. No había muchos camiones entonces circulando. Se puede decir que él y otros pocos decididos inventaron la profesión. Tiempos heroicos en los que salir a la carretera era toda una aventura. Poco después, en Campo de Criptana, pueblo que tiene una de las mayores flotillas de camiones de toda La Mancha y casi de toda España: Garrón, El Sastrecillo, Gregorio Olivares, Trinidad Olivares y sus hermanos: El Angelete y Daniel, todos los Arteaga —José Vicente (padre) con el coche de viajeros a Alcázar, que continuó en su hijo Ángel—, Leonardo, Boluda, los Bachito, Cosme Pintor...


Mi padre, Valeriano Flores, de joven
Mi padre, Valeriano Flores, de joven

El primer coche Arteaga
El primer "coche Arteaga"

Mi abuelo Domingo Flores, el Chato Pelines —mote que todos hemos heredado—, vivía del juego; era su profesión y de él sacaba su beneficio hasta que lo prohibieron. Entonces tuvo que irse a Madrid con toda la familia, allá por 1926, y abrir un despacho de vinos al por mayor con merendero y taberna más arriba de Cuatro Caminos, en Tetuán, entonces pueblo no anexionado a la capital. En Criptana ya había tenido otra taberna en la Plaza y mantenía una pequeña bodega. La casa de Madrid era nueva, de tres alturas, y hacía esquina a la ahora calle de Bravo Murillo, a unos cien metros del desaparecido Cuartel de la Remonta y muy cerca asimismo de la antigua plaza de toros de Tetuán. Ellos ocupaban un piso y el local con tres puertas en el bajo, con sótano, donde tenían seis tinajas de cemento para el vino. Más allá estaba el barrio de La Ventilla, lleno de traperos y chatarreros.


Mis abuelos paternos
Mis abuelos paternos, Venancia y Domingo, de jóvenes

Mi padre ayudaba y servía vino en unas mesas que sacaban a la puerta, y siempre había gente de Criptana, sobre todo muchachos que estaban haciendo la mili en el cuartel cercano. Aprovechó esos años para continuar con el Bachillerato. Iba a un colegio particular que estaba en la calle de Toledo, muy cerca del Instituto de San Isidro, donde se examinaba, y donde tuvo que volver para completar los cursos cuando regresaron al pueblo. Había un tranvía hasta el centro que se movía con máquina de vapor, pero mi padre casi siempre hacía el camino a pie, y al pasar por la obra de la Telefónica, en la red de San Luís, contemplaba como día a día iba subiendo hacia arriba la inmensa mole. En una cesta de mimbre como las que llevaban los ferroviarios, mi abuela le echaba la comida, que luego calentaba la criada del director del colegio.


Aquí estuvo la taberna de mi abuelo Domingo
Aquí estuvo, al final de la hoy calle de Bravo Murillo de Madrid, la bodega de mi abuelo Domingo

Pero no les fue bien y regresaron a los dos años a Criptana, vendiéndolo todo. Mi abuelo siguió con la bodega y otras cosas y también compraron una camioneta Chevrolet en Alcázar, en la ferretería El León, de cuatro ruedas con radios de madera, matrícula AB 3296. Con ella se dedicaron a transportar pipas de vino por los pueblos de los alrededores, con mi padre al volante, ¡sin carné de conducir! —no tenía la edad—, al principio asociados con un vecino, Celestino, el de "Las Guadalupes" —éste sí que lo tenía, y era su aportación— y enseguida solo porque el tal Celestino resulto poco formal. Fue así Valeriano Flores, mi padre, el primer transportista en el pueblo, y su camioncete no fue el primero si tenemos en cuenta un Hispano-Suiza que tenían en las bodegas Esteso, con ruedas macizas y transmisión por cadena, dedicado al trasiego local.


Ferretería El León
Ferretería El León, de Francisco López Higueras, en la calle Castelar de Alcázar de San Juan

Ferretería El León
Ferretería El León

La primera camioneta de mi padre, una Chevrolet
La primera camioneta de mi padre


Tarjeta de mi abuelo Domingo
Mi abuelo Domingo figuraba como titular de la empresa

Despacho de mi abuelo Domingo
Así pudo ser el despacho habilitado por mi abuelo Domingo

Por los caminos polvorientos de Criptana, una vez, por aquellos años, tras cargar mi padre unas pipas en la finca de Ramón Ortiz, Cacharra, pasado el santuario del Cristo, un poco más allá de los terrenos del Chito de doña Mariana Granero, al bordear la laguna Salicor y frente a la casa de la Hidalga se quedó sin gasolina, y no tuvo más remedio que acercarse para pedir unos litros, ya que se imaginaba que allí tendrían motores. Así era, y fue nada menos que uno de los amos que por allí ese día campeaba, un Treviño, quien le suministró un bidón de cinco litros, no sin antes echarle una tremenda bronca por lo poco previsor que había sido al lanzarse a la carretera con el depósito medio vacío, y que mi padre, apenas con dieciocho años, aguantó sin rechistar.


Transportes Domingo Flores

Hasta irse mi padre a la mili, que le pilló de lleno en el levantamiento militar de 1936, tuvieron otras dos camionetas Chevrolet —junto con Ford eran las únicas marcas (las dos americanas) que se podían adquirir con cierta facilidad en España entonces—, una comprada en 1931, ya con ruedas dobles en la parte trasera, y otra en 1935, de mayor tonelaje, casi camión, de color rojo, que fue incautado durante la Guerra Civil en el mismo Criptana por la CNT y luego devuelto en muy malas condiciones. Siguió transportando vino en pipas (unas que se conservaron en casa hasta hace poco tiempo, con vinagre y con vino añejo, eran de esa época) pero haciendo ya viajes más largos: Vigo, A Coruña, Jerez... Y se dio la circunstancia de que en el período de guerra, como mi abuelo tuvo que seguir trajinando para mantener a la familia, no tuvo más remedio que alquilar varias veces el camión incautado para hacer algún viaje, y pagar el porte a pesar de que era el verdadero propietario.


La segunda camioneta Chevrolet
Modelo de la segunda camioneta Chevrolet, comprada en 1931

El camión Chevrolet
Modelo del camión Chevrolet comprado en 1935

Por aquellos años, mi abuelo materno, Antioco Alarcos, además de un despacho de vinos en Madrid, mantenía otros en Vigo y en Cariño (A Coruña), y allí llevaba a toda la familia, cuando no lo hacían en Valencia o Alicante, de veraneo. Y hay fotografías de mi madre y de mi padre, siendo novios, en la playas de algunos de estos sitios; mi padre, naturalmente, aprovechando algún hueco y de paso de alguno de sus viajes. Y también con Daniel Alberca, el ayudante de toda la vida, tomando un bocao antes de proseguir el camino. Antes de Daniel, que estuvo treinta años con mi padre, lo hizo durante dos años un hermano suyo, Paco, que luego se casaría con Elpidia, la hermana de Sara Montiel.


Vigo. Años 30
Vigo. Años 30. Mi padre y mi madre, de novios, a la izquierda, con las hermanas y una prima

Mi padre y Daniel tomando un bocado
Mi padre y Daniel Alberca, su ayudante, tomando un bocado por el camino

Después de la guerra había poco trabajo, y tras recuperar y poner a punto el Chevrolet, adquirieron en el pueblo de Herencia un viejo autocar Citroen que transformaron en camión, y cuya venta dio recursos para comprar en subasta del Ejército dos camiones americanos Studebaker, que arreglaron y pusieron a punto (mi tío Domingo, después de unos años como "chico" en la oficina de la bodega de Minguijón, estaba ya incorporado al negocio). En aquellos tiempos no había tantos talleres como ahora —había que recurrir siempre a Madrid— y los transportistas tenían que ser incluso buenos mecánicos. Recuerdo haber visto por casa libros de esta materia, entre ellos el famoso Arias y Otero, precursor del no menos famoso tratado de automóviles que luego escribiría ya sólo el ingeniero Manuel Arias-Paz.


Recuperación tras la Guerra Civil
Manual Chevrolet y el Arias y Otero

Autobús Citroen
Un autobus Citroen como el de la fotografía fue transformado en camión por mi padre tras la Guerra Civil

Uno de los Studebaker, con el que casi tuvieron que inventarse la cabina, lo vendieron a Reinaldo Ramírez, y resultó una gran operación económica. El otro, pintado en verde manzana, se lo quedaron.


El Studebaker
El Studebaker

En 1939, en el recuperado Chevrolet, trajo mi padre al pueblo desde Madrid la imagen del Cristo de la Expiración, donada por el médico y también bodeguero don José Minguijón Saiz. El escultor, Juan Cristóbal, la había tallado en la clandestinidad en los años difíciles de la guerra en un semisótano de la calle Londres, por el barrio de Ventas, y luego trasladada a la avenida de Daroca, junto a unos talleres de marmolistas del cercano Cementerio de La Almudena, que fue donde la recogió mi padre envuelta en unos sacos de arpillera. La primera intención de Minguijón cuando encargó la imagen es que sustituyera a la del Cristo de Villajos, desaparecido en la guerra, pero no pudo ser por estar realizándose ya una copia del Santo Patrón. No obstante, en 1940, al no estar ésta terminada, se le tributaron al Cristo de la Expiración los cultos patronales.


Cristo de la Expiración
Imagen del Cristo de la Expiración que trajo mi padre en el Chevrolet

Un significado viaje del Studebaker, junto con el vendido a Reinaldo, fue en 1948 con la Acción Católica de Criptana a ganar el Jubileo a Santiago de Compostela, sentados como pudieron en bancos de la iglesia y en sillas dentro de la caja. El jefe de la expedición, que duró varios días, fue don Julio Gil, un sacerdote muy querido y recordado, que hizo todo el trayecto sentado en la cabina con mi padre.


Don Julio Gil
Don Julio Gil y la cabina del Studebaker

Ángel Ortiz
Ángel Ortiz fue uno de los entonces jóvenes de Acción Católica que llevó mi padre a Santiago de Compostela en aquella
expedición. Aún conserva orgulloso después de tantos años el bordón, la calabaza y la concha de peregrino de aquel viaje

Por aquellos años, en un momento que aparcaba el camión en una de las calles del pueblo, un muchacho con una bicicleta —precisamente hijo del comandante en puesto de la Guardia Civil—, imprudentemente tuvo la desgracia de meterse bajo las ruedas y morir aplastado. Mi padre no tuvo ninguna responsabilidad en el accidente; así lo consideró el juez encargado del caso y así también lo reconoció la familia del joven. Esto es lo que trascendió; aunque alguien dijo que él no iba al volante. Pero, bueno, esa es otra historia.

A pesar de la escasez de la posguerra, no tuvieron necesidad de instalar en el camión el gasógeno, artilugio que permitía hacer funcionar el motor quemando cualquier desecho en lugar de gasolina. En el pueblo, sólo Pedro Bachito lo montó en un viejo camión.

En 1950 trajeron el primer camión con motor diesel que por aquí se veía, un Pegaso II Z-202, de 140 CV, matrícula M 85972, el entrañable Mofletes —la entrega se había demorado un año desde que se hizo la petición a la fábrica—, que se compro por 350.000 pesetas. Cuando se vendió catorce años después, se consiguió la misma cantidad. El camión se guardaba en una nave que se acondicionó en la antigua bodega de mi abuelo, en la calle del General Peñaranda —la cochera o la bodega, de las dos maneras la llamábamos—, y allí con una trócola se acoplaba al chasis una caja de madera o una cisterna de hierro según fueran las materias a transportar; aunque pronto pasó a ser casi exclusivamente vino.


Pegaso II Z-202, El Mofletes
Pegaso II Z-202, El Mofletes

Pegaso II Z-202, El Mofletes
Pegaso II Z-202, El Mofletes

Entonces no había casi ni gasolineras. En Criptana, La Rubia empezaba y la tenía en la esquina de la carretera de Alcázar con la calle de la Serna, con un surtidor de aquellos que tenían depósito de cristal y se observaba bajar y subir el carburante. Luego pasó a ser de Valeriano Lorenzo.


Antiguas gasolineras
Antigua gasolinera de Valeriano Lorenzo (con las latas) y en primer termino su suegro Timoteo. Años 50

Gasolinera de Valeriano Lorenzo
Gumer, tantos años en el surtidor de la gasolinera de Valeriano Lorenzo

Gasolinera de Valeriano Lorenzo en 1966
Gasolinera de Valeriano Lorenzo en 1966. La carretera aún estaba adoquinada

Recuerdo muy vagamente, que un año, cuando aún la Feria se celebraba en la Plaza y alrededores, montamos gratis mi hermano Valeriano y yo —los otros no habían nacido— en varias de las atracciones porque mi padre las transportó en el camión al pueblo.

Mi tío Domingo no tardó en independizarse. Luego se fueron a vivir a Aranjuez y allí siguió con el negocio del transporte.

Ni los viajes ni los camiones eran como ahora. En la cabina no tenían calefacción ni disponían de ningún tipo de aislante térmico. La chapa pura y dura no evitaba que en invierno hiciera el mismo frío que fuera, y que en verano incluso aumentara la temperatura. A este camión, creo que mi padre, pasados unos años, lo mandó tapizar. Algo hacía.


Peones camineros
Antigua casilla de peones camineros

Peones camineros
Cuadrilla de peones camineros

De las carreteras, ¡para qué hablar! ¡Y ahora se quejan! Ninguna autopista; ninguna autovía; en muchos sitios mal trazadas y con baches, que a duras penas reparaban los peones camineros; los puertos con pendientes imposibles y descarnados... En invierno, subir el puerto de Pajares era cuestión imposible. La lista de los cerrados que daban en el parte de Radio Nacional era interminable. Había que abrigarse bien —mi padre llevaba una zamarra de cuero que mi madre lustraba con betún—, porque lo de poner cadenas —no tan sofisticadas como las actuales— era el pan nuestro de cada día. Los quitanieves eran habas contadas y no echaban sal como hoy en día. Ni te venía nadie a salvar del trance como ahora incluso se exige airadamente. Todo lo contrario. Mi padre cuenta que en el pueblo de Guadarrama, los paisanos derramaban agua sobre el firme de la carretera para que se helara y luego ellos mismos ofrecerse —cobrando— para ayudar a salir del atolladero.


Pajares
Quitando nieve en el puerto de Pajares. 1955

Guadarrama
Puerto de Guadarrama o de los Leones. Años 50

Los camiones tenían menos potencia y velocidad y los viajes se hacían interminables. Subir un puerto con carga o cuestas que hoy pasan desapercibidas, entonces se hacían a paso de tortuga. Pero bajar era casi peor, pues los frenos jugaban una mala pasada cuando menos te lo esperabas. La conducción era más forzada; mover el volante en algún momento —no tenían dirección asistida—, costaba dios y ayuda.

Por supuesto, no llevaban radio. El teléfono móvil no existía —¡lo que hubieran dado por uno!— , y poner una conferencia en un bar o cualquier otro sitio era descabellado. "A Campo de Criptana tres horas de demora", te soltaba la telefonista como poco. Estaban prácticamente incomunicados. Cuando se murieron mis abuelos paternos, a mi padre hubo que buscarlo a través de la Guardia Civil. Se portaron muy bien, eso sí, hasta con mucho tacto lo llamaron y despertaron una de las veces cuando se encontraba durmiendo unas horas en una pensión de carretera.


¡Otros tiempos!
A Campo de Criptana... tres horas de demora.                   La Guardia Civil avisó a mi padre de la muerte de mis abuelos

La estampa de mi padre cuando estaba con el camión era muy peculiar, siempre con su pantalón de peto azul, limpio e impecable, con un bolsillo en la parte de la pechera para guardar la cartera y algún documento. No los encontraba mi madre por ningún sitio como mi padre quería, que en esto era muy especial, y se los hacia uno tras otro mi tía abuela Dolores, la sastra, bien cortados y a su medida.

Una Navidad, entre Pinto y Valdemoro tuvo un accidente. Lo esperábamos por la tarde, con tiempo para llegar de sobra a la cena de Nochebuena; pero empezó a demorarse y a demorarse, y cuando ya mi madre estaba atacá y disimulaba a duras penas su nerviosismo, sonó el teléfono pasadas las once y nos lo comunicaron. Afortunadamente ni a mi padre ni a Daniel, el ayudante, les pasó nada, solo el susto; aunque el camión salió bastante tocado, sobre todo de chapa. Ese año, claro, no hubo Nochebuena.

Trajeron el camión al pueblo para repararlo aquí, y aparte de los arreglos que tuvieran que hacerle, contrataron a un chapista de Madrid que en la cochera desplegó sus herramientas y durante un mes estuvo poniendo en orden aquel destrozo. Era un tipo menudo, simpático, y sobre todo con un hablar chulo y castizo que parecía salido de una sainete madrileño o de una zarzuela.


Talleres
Había pocos talleres especializados

Las reparaciones entonces eran así: pocas piezas de repuesto, mucha mano de obra, trabajos a torno, incluso a lima, y pocos talleres especializados. En el pueblo, Dionisio de la Torre, que era casi el único que entendía de motores (algo menos de los diesel); los Manolillos, más bien torneros, y algún otro, hacían lo que podían. Las averías, además, surgían con más frecuencia que ahora; siempre había un ruidecillo, un no sé que, algo que apretar o desarmar... o algo muy gordo, que sólo podían ya solucionar en Madrid o en talleres de carretera. Para cosas no necesariamente sencillas se bastaban ellos dos, Daniel y mi padre, como por ejemplo, hacer de una ballesta grande una chica. Y todo ello en un pequeño taller, habilitado en la cochera, con una taladradora de mesa antidiluviana, movida a mano, que necesitaba a dos operarios para manejarla; un esmeril también manual, una fragua portátil, un banco de trabajo ennegrecido por la grasa, martillos, alicates, destornilladores, buriles, llaves, brocas y cuatro limas viejas. Penaban lo indecible.


camioneros
Los camioneros también tenían que ser buenos mecánicos, y con medios muy precarios

El engrase era otra labor penosa, que requería tiempo, y que obligaba a estar tirado por los suelos la mayoría de las veces; aunque mejoró cuando construyeron un foso excavado en el suelo, como tenían en los buenos talleres.


Engrase
Engrasadoras antiguas

En el verano, cuando acababan los colegios, nos íbamos muchas veces con mi padre de viaje; unas veces, obligados, para ayudar cuando Daniel se encontraba enfermo, y otras, las más, de placer, como una recompensa por haber sacado buenas notas o por habernos portado bien.

La carga era muchas veces en Alcázar de San Juan, en la bodega de Lino, o en las exportadoras del pueblo: Minguijón, Bodegas Criptana, Ludeña, Esteso, Sepúlveda, Ruiz. Había que encaramarse a lo alto de la cisterna, abrir las bocas, meter la manga y estar muy pendiente —esto no admitía fallos— para que, poco antes de que rebosara el vino, gritar con todas las fuerzas: "¡Bueeenoooo!". Era la señal para que pararan la bomba de llenado. Algún camionero de otras zonas, en plan fino, voceaba: "¡Suficieeente!". Naturalmente, eran motivo de pitorreo en las bodegas.

La descarga siempre era más sencilla, por su propio peso o con bomba; pero si la bodega o despacho no disponía de mangas, teníamos que habilitar las nuestras y, en cualquier caso, roscarlas a los grifos colectores de salida.


Bombas de trasiego
Bombas de bodega antiguas manual y eléctrica

Fui varias veces a Villanueva del Río y Minas, en Andalucía. El dueño del almacén de vinos, don Diego Linares, muy amigo de mi padre, nos obsequiaba y nos trataba con mucho afecto. Pero lo más curioso que recuerdo de este pueblo eran las largas colas que nos encontrábamos esperando al camión. Supongo que se corría la voz de nuestra llegada, y las gentes, con las botellas en la mano o las garrafas, corrían por algo así como el ¡santo maná!


Villanueva del Río y Minas
Villanueva del Río y Minas

San Esteban de Gormaz, Burgo de Osma, Valladolid, Aranda y toda la zona vinícola de la Ribera del Duero, eran otros de los sitios que frecuentábamos, entonces sin la fama de ahora, pero con despachos y bodeguillas-cuevas —se descargaba en varios sitios en un mismo viaje— con mucha solera.


San Esteban de Gormaz
Por estos soportales de San Esteban de Gormaz hubo en tiempos algún despacho de vino-bodega en donde
descargaba mi padre el vino de La Mancha

El Burgo de Osma
El Burgo de Osma, otro de los sitios habituales en los que mi padre llevaba vino manchego

El Burgo de Osma
Taberna-bodega en Burgo de Osma en la que mi padre descargaba vino y que siguió muchos años después abierta

El viaje a Valencia era muy espectacular por el puerto de Contreras, y la primera vez que fui me llamaron mucho la atención unas anchas vías paralelas de hierro encastradas en las carreteras de entrada. Mi padre me explicó que eran para la rodada de los muchos carros que se empleaban para transporte de mercancías, para que no estropearan el asfalto. Tenían ya los días contados.


Antiguo puerto de Contreras
Antiguo puerto de Contreras, construido en 1850 para salvar la hoz del río Cabriel en la ruta de Madrid a Valencia y muy
complicado por la gran cantidad de curvas, muchas de ellas cerradas y de 180 grados. En 1969 se inauguro la variante,
que supuso una gran mejora en la seguridad del tráfico y una considerable reducción de tiempo en cubrir la distancia

Carriles metálicos para carros en el camino del Grao de Valencia
Carriles metálicos para carros en el camino del Grao de Valencia, hoy Avenida del Puerto

Desaparecieron igualmente las oficinas o casetas del Fielato que había a la entrada y salida de Madrid y otras ciudades importantes, donde se pagaba el impuesto de los arbitrios municipales para las cargas que allí quedaban, o se recuperaba el dinero a la salida si solamente iba uno de paso.


Oficina de fielato
Fielato en Camasobres (Palencia) a 10 km con el límite a la antigua provincia de Santander, a cuya Diputación pertenecía

Otra de nuestras funciones en estos viajes-excursión consistía, aprovechando cualquier parada, en golpear con un mazo de madera todas las ruedas del camión. Yo no entendía nada y lo hacía sin rechistar. Luego me entere que por el ruido, mi padre apreciaba si estaban bien de aire o necesitaban un inflado.

Cuando llegábamos al pueblo, con el traqueteo y el movimiento del viaje, raro era que el vino que mojaba las paredes de aquellas cisternas de hierro de entonces no hubiera escurrido, y, abriendo los grifos, no diera para llenar una garrafilla.

Las comunicaciones eran difíciles. El teléfono —no automático—, como ya he dicho, necesitaba de operadora y para conferencias (llamadas no urbanas) siempre tenía demora de horas. La solución rápida era el telegrama, y claro, con el mínimo de palabras para que no fuera muy caro. Mi padre lo utilizaba bastante para avisar de que llegaba tal día a tal hora. Tenía un paquete de impresos para rellenar en su mesa de despacho, y nos mandaba a alguno de los hermanos a llevarlo a la oficina de Telégrafos.


Mi padre ya con más edad
Mi padre, ya con más edad, jubilado de la carretera pero durante muchos años al frente del negocio.
Uno de los impresos de telegrama que tanto se utilizaban antes para avisar de los viajes


Despacho de mi padre
Despacho de mi padre y luego del negocio de transportes familiar

En 1964 vendió el viejo camión y trajo uno nuevo, Pegaso, el 1060 de 165 CV, El Cabezón —o Cabezorro, como decía mi padre—, con la típica cabina de chapa corrugada. Otros transportistas en el pueblo se habían cambiado ya a Barreiros, más baratos, pero él siguió fiel a su marca porque eran de mejor calidad


El pegaso 1060
El Pegaso 1060

Un gran invento por aquellos años revolucionó la conducción: el freno eléctrico. Recuerdo que se lo pusieron en Madrid, en un taller de la calle de Embajadores abajo, y yo estuve allí una tarde, incluso luego fui a entregar unos papeles.


Freno eléctrico Telma

A mi hermano Valeriano siempre le han gustado mucho los camiones. Recién sacado el carné de segunda, un día, en la cochera —yo iba con él—, y sin estar mi padre, ni corto ni perezoso se puso a las manos del volante del camión y lo sacó a la calle, operación que era dificilísima porque la salida no era directa y había que hacer mil maniobras por las estrecheces. ¡Lo llevaba en la sangre! Naturalmente, después de hacer la mili, ya se fue con mi padre y Daniel, el ayudante de siempre, hubo de buscar otro trabajo.

Con el tiempo, mi padre se retiró de la conducción, ¡ya había trabajado lo suyo y lo ajeno!, y mis otros hermanos entraron en el negocio, primero Domingo y luego Francisco José. Todo ello supuso la compra de más camiones de gran tonelaje que van renovando con los años, en su momento con la gama de los Pegaso, y de nueva cochera en la carretera de Pedro Muñoz, que se quedó pronto pequeña. Ahora su flota de camiones —cambiaron los Pegaso (los últimos, las cabezas tractoras Troner de 400 CV, llegando a completar casi todos los modelos de la marca) por los Volvo, Scania, Renault— la guardan en una nave en el Polígono Industrial del Pozo Hondo, que irremediablemente algún día tendrán que ampliar, pues una tercera generación de nietos se ha ido incorporando a la empresa.

Les va bien y se sienten orgullosos de su empresa, de sus empleados, y de sus camiones, siempre limpios, impecables, con sus cisternas en acero inoxidable isotérmicas para productos alimenticios, construidas según la ultimísima normativa europea, que son una envidia allá por donde pasan.


Antiguos camiones de mis hermanos
Antiguos camiones de mis hermanos en la cochera habilitada en la bodega de mi abuelo Domingo, en C/ General Peñaranda

Mi padre y mis hermanos
Mi padre y mis hermanos. 1992

Nuevos camiones
Nuevos camiones en la cochera de la carretera de Pedro Muñoz

Nuevos camiones
Más camiones en la cochera de la carretera de Pedro Muñoz, luciendo el logotipo de la empresa. Año 2000

El último Pegaso
El último Pegaso, un Iveco LD/440E42/TP, (420) EuroStar

Cochera en el Polígono Industrial
Nave con la cochera y oficina en el Polígono Industrial del Pozo Hondo

Oficina en el Polígono Industrial
Oficina de la empresa

Cochera en el Polígono Industrial
Algunos camiones en la nave del Polígono Industrial

Un Volvo
Detalles de un Volvo

Otro Volvo
Otro Volvo

Y otro Volvo más
Y otro Volvo más

Dos Scania
Dos Scania con acuerdo de trabajo para una empresa de transporte de contenedores

Scania
Detalle de uno de los Scania anteriores

Scania
En ruta

De nuevo un Volvo
Y de nuevo un Volvo

Mi padre y mis hermanos
Mi padre, Valeriano Flores, y mis hermanos Domingo, Valeriano y Francisco José junto a un Volvo de nueva adquisición

Mi padre y mis hermanos
Otra foto más de mi padre y mis hermanos con un Renault