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19     ENJALBEGAR

n los pueblos de La Mancha es costumbre encalar las casas ("enjablegar" o enjalbegar, se dice) para proteger las paredes de tapial o adobe, tradición que se conserva, como en muchas partes de Andalucía, desde los tiempos de la dominación árabe. Antaño esto respondía a una necesidad de saneamiento, ya que la cal preservaba a las casas de contagios y enfermedades. Además ayudaba y ayuda a combatir las calores del verano.

Desgraciadamente esto se va perdiendo en las casas de nueva construcción, y en las viejas las gentes prefieren poner un revoco con materiales más duraderos. Sí existen zonas especialmente conservadas, como puede ser el albaicín de Campo de Criptana en la subida a la Sierra de los Molinos, pueblo extraordinariamente blanco y luminoso, y que así puede apreciarse si a él llegamos por tren o carretera. Tan típicamente manchego, que casi se pasa.


El albaicín criptanense
Albaicín criptanense

Muy propio de Criptana, hasta el punto de casi ser seña de identidad y hoy en clara regresión, es el mezclar cal con polvos azules para pintar, sobre todo en las fachadas de las casas, un zócalo de un metro mas o menos a partir del suelo, de una belleza inigualable por el contraste del blanco y el añil.

También muy típico para el fuego bajo o fogón de las cocinas era emplear la cal mezclada con unos polvos ocres, lo que algunos llamaban "sombra de viejo".


Sombra de viejo
"Sombra de viejo" en una antigua cocina con chimenea

Los hornos de cal eran como pequeñas y modestas fábricas en las que, con fuego, se convertía la piedra caliza en cal. Consistían en una excavación parecida a un pozo, cerca de la cantera de la piedra, tapiada hasta poco más arriba de la superficie del terreno. En el hueco se ponía leña, y con grandes piedras se componía una bóveda partiendo de la base interna del horno. Después se cerraba en falsa cúpula por aproximación de hileras y se dejaban agujeros para que pudieran pasar las llamas. Sobre esta bóveda, el resto del horno se llenaba de piedra viva y se cubría con cal muerta o tierra. Sólo quedaba prender la leña e ir añadiendo más durante unos días. Una vez cocida la piedra, se tapaba perfectamente con carrizo y ramas para evitar que se mojara, ya que esto la estropearía.


Restos de un antiguo horno de cal
Restos de un antiguo horno de cal

"¡Cal, cal blanca! ¡Cal para encalar!", pregonaban los caleros con sus burros y mulos cargados, vendiendo su producto por las calles de los pueblos. "¡Cal en terroooón!", ofrecía Lesmes en Criptana.

Este producto, la cal viva, tenía que apagarse poniéndola en alguna tinaja bien cubierta de agua, que hervía a borbotones hasta que las piedras se cuarteaban y quedaban pastosas.


¡Cal en terroooón!
¡Cal en terrooooón! Lesmes


Tinajas para la cal
Tinajas para la cal

Se tenía todo preparado para cuando llegara el blanqueador, que con sus grandes escaleras (entonces de madera) enjalbegaba con escobas especiales de lastón (de pequeñas dimensiones, muy apretadas y cortadas en bisel) paredes, aleros y hastiales. Antes se añadía de nuevo agua y se removía con un palo la cal, y con un cazo viejo se echaba en cubos de zinc. Las mujeres de la casa, con gente más que se contrataba, trabajaba esos días sin parar, pues ayudaban a blanquear por las partes más bajas, hacían los remates en el suelo (la cintilla, con mezcla de cal, cemento u hollín) y con limpiar todo lo que ensuciaba el blanqueador ya tenían bastante.

Era un orgullo y es aún para mucha gente mantener la casas de un blanco cegador, y no pasa año que no se proceda al encalado, sobre todo para que luzca para los días de feria.


Blanqueando

Blanqueadores
Blanqueadores en la calle Costanilla

En Criptana había varios blanqueadores. Uno de los más conocido era Caneco, personaje muy pintoresco del que se contaban varias graciosas historias, como aquella en la que quiso imitar a Ícaro y volar con dos gavillas de sarmientos atadas a los brazos y tirándose de una cina. Luego, toda su familia.

Muy conocidos, también, los Olivares: Primitivo y Jose María, que era quien iba a mi casa, muy parlanchín y dicharachero. Siguieron con el oficio los hijos: Primitivo, Rafael y Josemari. Y nuevas generaciones: Primi, Rafael..., compaginando la tarea de blanqueadores con la de pintores.


Blanqueadores
Antiguos blanqueadores en Criptana: Salustiano Martínez de Madrid Caneco, su hijo y, a la derecha, Rafael Olivares

Especialista en pintura era Ignacio Valbuena. ¡Un verdadero genio! Sólo pedía libertad en su vena artística, y aquí te pintaba una guirnalda, allá una cenefa, unos pajaritos decorando el techo, los plafones...

Era este Valbuena de figura muy menuda, no en vano en Carnavales se vistió varios años de Charlot, a quien imitaba a la perfección incluso en los andares. Y una vez, en mi casa, cuando estaba pintando subido a una escalera, mi hermano pequeño, Francisco, que tendría entonces unos dos o tres años, en su inocencia, al ver su escuálida hechura, preguntó: "¿Qué hace ahí ese tiote?". ¡Nos partíamos muchas veces de risa al recordarlo! Creo que hizo sus pinitos con los pinceles y expuso algo, pero el verdadero artista de la familia: su hijo mayor, Francisco Valbuena, firma de reconocida e internacional fama. Sus óleos, acuarelas y dibujos han plasmado como nadie antes lo había hecho el cielo, los molinos y el albaicín de Criptana. Y sin olvidar también a su nieto Paco Valbuena, fallecido tan prematuramente.


Cuadro de Ignacio Valbuena
Cuadro de Ignacio Valbuena